
La conversación. El arte de agradar
Aquella de las lectoras que no sepa a ciencia cierta el valor y el significado de una voz extranjera, la que no conozca a fondo una lengua, debe abstenerse en absoluto de emplear ese término
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Las palabras que se utilizan al hablar con otras personas
Aquella urbanidad
Es frecuente, con frecuencia en ocasiones enojosa, el uso en la conversación, de extranjerismos y de citas. El hecho en sí es consecuencia natural y lógica de la abundancia de lecturas, de la facilidad con que se viaja y de la familiarización, mayor cada día, con idiomas extraños, y muy singularmente con el francés.
Pero si es disculpable que una señora que ha vivido en París diga boudoir, charmant, souvenir, etcétera, no es menos disculpable que la señora que ni salió de España ni aprendió el lenguaje de Racine no sepa el significado de tales frases, y diga sencillamente tocador, encantador, recuerdo, etcétera.
No es pecado desconocer que el lunch es una merienda; no es censurable ignorar que gentleman quiere decir perfecto caballero.
Escritoras españolas tan insignes como Santa Teresa de Jesús, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Concepción Arenal y algunas otras, nos han legado obras inmortales escritas en la hermosa y limpia habla castellana, sin mezcla de extraño idioma.
Cervantes y Quevedo, los soberanos de nuestra lengua, la inmortalizaron y se inmortalizaron sin tener que pedir préstamos a Francia ni a Italia.
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Toleremos que hablen del dolce far niente los que en la tierra del Lacio habitaron; disculpemos a los que, por haber tramontado el Pirineo, nos cuentan que el prototipo de la elegancia es lo v'lan; pero convengamos en que lo castizamente español es expresarnos en el idioma nacional.
Así, pues, aquella de las lectoras que no sepa a ciencia cierta el valor y el significado de una voz extranjera, la que no conozca a fondo una lengua, debe abstenerse en absoluto de emplear ese término desconocido y de usar voces de idioma que no le es familiar.
Sólo los necios son capaces de censurar una ignorancia perfectamente explicable. En cambio, aun las personas más indulgentes no pueden reprimir una sonrisita burlona ante el alarde de mentida cultura que revela la que lastimosamente confunde y equivoca el waterproof con otro water... que no hay para qué nombrar.
¿Hay algo más ridículo que oir a una amiga ponderar las exquisiteces del marrón glacé y renegar a renglón seguido del desabrimiento de las castañas, sea cual fuere la forma en que estén preparadas?...
¿Hay algo reprochable en decir caldo y no consommé o en designar a los biscuits por su nombre castellano de bizcochos?
¿Estamos todas obligadas a saber que el champignon es la seta, que el turf es la pista, que las huitres, los poulards y los asperges no son ni más ni menos que ostras, capones o espárragos?
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Resueltamente insisto en que no hay tal obligación. La que pueda lúzcase con su sabiduría, pero no pretenda imponerla ni se ufane de ella.
La que no sea políglota, no sienta envidia de erudición, por lo general superficialísima, y dése por contenta con expresar bien en castellano lo que piense y lo que sienta.
Esto por lo que concierne a extranjerismos.
En lo que respecta a citas de erudición hay algo más que apuntar.
Desde luego que de tales citas se puede decir algo semejante a lo que dijo el tratadista que escribió el "Arte de tocar las castañuelas"; principiaba tan famoso libro con esta sentencia: "Las castañuelas hay que tocarlas bien o... no tocarlas".
Lo mismo diremos de las citas: hay que hacerlas bien o dejar de hacerlas.
Por afán inmoderado de pasar por eruditas oímos a señoras hablar de las Parcas Musas y de las muchas formas de Prometeo, sin parar mientes en que las Parcas, hijas del Tiempo -Cloto, Láquesis y Atropos-, son las encargadas de devanar, de torcer y de cortar el hilo de la vida humana, sin que su rueca, sus dedales y sus tijeras tengan nada que ver con las hijas de Apolo, con las nueve hermanas que en el Parnaso viven, con las diosas de la Historia, de la Tragedia, de la Comedia, de los placeres bucólicos, del baile, etcétera.
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- La conversación. El arte de agradar. Parte II
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