
El decoro y la urbanidad.
Hay ciertas cosas que nos disgustan por lo que toca a los demás, y otras que nos incomodan con relación a nosotros mismos.
Del decoro.
No basta para la Urbanidad no hacer cosa alguna que pueda incomodar a los demás, así en los objetos de importancia como en los más triviales; es precioso también que ninguna acción particular nos degrade a nuestros propios ojos. La sociedad, en la cual nuestro estado o posición en el mundo nos obliga a vivir, no exige solamente la Urbanidad y la buena crianza para ella, la recomienda también para nosotros mismos. No ignora que el hombre bien educado para los otros, solo lo es, digámoslo así, de un modo incierto y dudoso, y que con el hombre que lo es para sí mismo, nada tiene que recelar, todas las dudas e incertidumbres desaparecen. Este solo merece y fija su confianza, y la confianza es, sin disputa, el primer vínculo de la sociedad.
Dejando aparte lo que constituye esencialmente la urbanidad y la buena crianza, hay ciertas cosas que nos disgustan por lo que toca a los demás, y otras que nos incomodan con relación a nosotros mismos. Así, privamos a los demás de muchos placeres, cuya reciprocidad reclama el comercio de la vida, o nos privamos a nosotros mismos de las satisfacciones qua recibiríamos en cambio, si guardásemos en esta parte una conducta más afable y complaciente.
A la virtud llamada Decoro corresponde remediar este inconveniente. Ella nos obliga a conformar nuestras acciones con nuestros deberes, nos impide hacer el mal que debemos evitar, y procurar que coloquemos siempre el bien que practicamos, en el justo equilibrio que debe guardar para parecer bien.
El Decoro, pues, es una virtud moral, por cuyo medio no solo lo que se hace, sino el modo con que se hace, parece siempre bien a nuestros ojos y a los de los demás.
"El Decoro es siempre una virtud necesaria"
Llamo al Decoro virtud para distinguirle de ciertas prendas agradables que nos da la naturaleza o adquirimos con el hábito, las cuales solo contribuyen al embellecimiento de la sociedad, al paso que el Decoro es a un mismo tiempo su vínculo y su ornato.
Le doy luego el título de moral, porque a la par de las demás virtudes conocidas por tales aumenta las prendas del corazón, y para ser verdadera debe residir a la vez en el corazón y en las acciones.
La civilidad, según la acepción que se le suele dar en el mundo, es muy frecuentemente una virtud libre; pero el Decoro es siempre una virtud necesaria. Puede uno dispensarse de ciertos actos de civilidad sin causar perjuicio a nadie, mientras que se halle medio de justificar el motivo; pero no se puede faltar a las reglas del Decoro sin exponerse a menoscabar la opinión que se tiene adquirida; porque el Decoro es, para expresarme así, una virtud indispensable que no podemos desatender sin faltar a lo que nos debemos a nosotros mismos.
Las faltas que comete contra el Decoro una persona obscura en la sociedad, solo ofenden el deber general que nos obliga a que todas nuestras acciones estén en los límites de la razón y de la buena crianza; pero en personas de condición estas mismas faltas atacan muchos deberes que les son peculiares. Perjudican la gloria en un héroe, la grandeza en un príncipe, la gravedad en un magistrado, la perfección en un religioso, la modestia y la delicadeza de sentimientos en una dama, la fama de caballero en un joven fino y bien nacido.
Si queremos que nuestras acciones obtengan siempre el sello de la aprobación general, es preciso que su móvil tenga analogía con nuestro deber y nuestra reputación.
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