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Tarde catorce. Reglas para la conversación.

Antes de soltar la lengua informaos de los genios de aquellas personas con quienes estéis en sociedad, porque en todas partes abundan más las cabezas desarregladas, que las de sano juicio.

Lecciones de moral, virtud y urbanidad
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El Padre. - Los jóvenes deben oír mucho y hablar poco, cuando se hallan entre hombres mayores; porque se supone que saben poco, y que en cualquiera materia que hablen han de decir muchos disparates. No parece bien que estén distraídos, ni que marquen el fastidio; mucho menos que hagan ruido con los pies, a sansonetes con los dedos sobre alguna mesa, silla, o cristal de alguna ventana. Pero como ha de llegar un día en que por razón de la edad tendréis que alternar en las conversaciones, quiero desde ahora enseñaros las reglas que las gentes bien educadas observan en la conversación, considerándoos como si fuerais hombres hechos y derechos.

Jacobito. - Bien, papá; al fin yo ya seré luego hombre formal, y así iré aprendiendo con tiempo las reglas de urbanidad del mismo modo que nos ha enseñado V. las de moral y virtud.

Conviene observar con qué gente se está, antes de hablar mucho.

El Padre. - Antes de soltar la lengua informaos de los genios de aquellas personas con quienes estéis en sociedad, porque en todas partes abundan más las cabezas desarregladas, que las de sano juicio, y son más los que merecen la censura que los que gustan ser censurados. Si os extendéis en alabar alguna virtud, de la cual notoriamente carece alguno de la sociedad, o declamáis contra algún vicio de que adolezcan demasiado los que os escuchen, vuestras reflexiones, por generales que sean, y por más que no se apliquen a determinada persona, serán reputadas por una sátira. Mas si os sucede a vosotros ser los oyentes, no seáis tan desconfiados ni quisquillosos, que creáis están hablando de vosotros.

Cuentos y digresiones.

Contad cuentos raras veces y absolutamente nunca sino cuando vengan muy a pelo, teniendo cuidado que sean muy cortos. Omitid toda circunstancia que no venga muy al caso, y evitad las digresiones, y sobre todo el decir a cada instante estas u otras expresiones fastidiosas y cansadas: ¿Está V.? - ¿Me entiende V.? - ¿Qué dice V.? - ¿No tengo razón? - ¿Eh? Sobre todo tened siempre presente que a pocos les es dado contar cuentos con gracia, y aun aquellos que la tienen, como se persuaden fácilmente de ello, pecan en el extremo de interrumpir a cada momento la conversación con un cuento, repitiendo a las mismas personas alguno de los que ya han contado.

Sobre la acción.

La acción debe ser muy natural. Hay personas que se acercan tanto a aquellas con quien hablan, que la oprimen y molestan con sus movimientos; unas veces se apoderan de la mano, otras agarran el brazo, o cogen un botón de la casaca o del chaleco, y empiezan a darle vueltas hasta arrancarlo en el discurso de la conversación. Sujetos hay, que a fin de ser oidos con toda la atención que exijen, os dan con el codo repetidos golpes, si es que vais juntos de paseo y os detienen a cada paso tirándoos de la casaca; otros hay que os salpican la cara con saliva, lo cual pudieran evitar poniéndose a cierta distancia conveniente. Observad todo esto con cuidado, hijos míos, para no caer en iguales vicios.

Habladores y cuchicheros.

Los eternos habladores siempre caen sobre algún infeliz en las reuniones para cuchichear con él, o al menos para atormentarle a media voz con un torrente de palabras. Esto además de ser de muy mala crianza es un fraude; porque la conversación es una propiedad común, que se debe repartir entre todos los que se hallan presentes. Sin embargo, si alguno de estos desapiadados habladores os toma por su cuenta, oidle con paciencia, o con aparente atención, si es digno de que se use con él esta cortesia; pues nada hay que pueda agradarle más que uno que le escuche atentamente, y nada le mortificaria más que el dejarle en medio de su narración, o el manifestar síntomas de impaciencia o incomodidad.

Preguntó un grande hablador al famoso Sócrates cuánto le llevada por instruirle. El filósofo le pidió el doble que a los demás: "porqué, dijo él, no solo tengo que enseñarte a hablar, sino a contener tu lengua".

Cuando Catón de Utica era joven, hubo uno que le dijo que algunos censuraban el que hablase tan raras veces estando entre gentes. "Déjales, respondió él, que culpen mi silencio, con tal que aprueben mi vida; yo hablaré cuando pueda hablar de modo que merezca ser oido".

Desatención cuando habla otra persona.

Nada hay que choque más, ni que se perdone menos que la desatención a lo que os está diciendo alguno. He visto muchos que, mientras otra persona les dirige la palabra, en lugar de oiría con atención, se entretienen en mirar el cielo raso, o los adornos de la sala, se asoman a la ventana, juegan con el perro o gato, o hacen rodar la tabaquera sobre la mesa. Nada descubre más que esto la frivolidad y mala educación, pues equivale a una declaración explícita de la parte del que lo ejecuta, de que los objetos más frivolos merecen más su atención que todo lo que puede decirle el que le está hablando. Desde luego ofende el amor propio, que es inseparable de la naturaleza humana, cualquiera que sea la condición o rango. Así es que vuestro criado os perdonará más fácilmente una paliza, que la más ligera señal de desprecio. Por lo tanto escuchad, siempre que os hablen, con la mayor atención.

No se debe interrumpir al que habla.

Se considera como el grado superior de la mala crianza interrumpir al que está hablando, sea por el deseo de tomar la palabra, o lo que aun es peor, llamando la atención de los circunstantes a otro nuevo asunto. No hay muchacho que no sepa esto. Al entrar en una concurrencia es mejor adoptar el asunto que forma el objeto de la conversación general, que introducir otro nuevo, no habiendo un motivo razonable para ello.

No os deis importancia de sabios en tertulias.

Desplegad vuestro saber solamente en ocasiones particulares; reservad esto a los verdaderos sabios, y cuando ellos os pregunten haced ver que contestáis más por atención que por un vano prurito de ostentar sabiduría. Así os tendrán por modestos, y por más sabios de lo que realmente sois. No queráis parecer más sabios e instruidos que los demás. Si hacéis gala de vuestro saber, seréis preguntados con frecuencia, y si descubren que sois superficiales, os ridiculizarán y despreciarán; si lo contrario, os tendrían por pedantes. El verdadero mérito se descubre, por sí mismo.

Contradecid con urbanidad.

Cuando tengáis que oponeros a la opinión de alguno, hacedlo de modo que en vuestro aire, en vuestras expresiones y tono de voz, se descubra compostura, nobleza y dignidad, pero de un modo fácil y natural, no afectado. En lugar de decir: V. no me entiende; V. se equivoca; no es así; ¿qué entiende V. de eso? emplear ciertos paliativos, como: Puedo engañarme; No estoy seguro, pero creo; Yo seria de la opinión; Tal vez no me he explicado con claridad; y otras expresiones que os enseñará el uso. Acabad la disputa con alguna expresión alegre o de buen humor para hacer ver que no estáis enfadados, ni que ha sido vuestra intención mortificar a vuestro antagonista.

Evitad las disputas.

Evitad tanto como podáis, cuando os halléis de visita o en las tertulias, los argumentos y conversaciones polémicas, que las más de las veces acaban por indisponer por algún tiempo a las partes contrincantes; y si la controversia se acalora y el ruido se aumenta, esforzaos por cortarla con algún chiste.

Disputad siemre con moderación, y no apostéis.

Nunca deben sostenerse los argumentos con acaloramiento, ni con gritos (Nota 1), aun cuando creamos tener razón. Manifestad vuestra opinión modesta y fríamente; y si no lográis nada con esto, mudad de conversación, diciendo: "Veo que no nos convenceremos uno a otro, ni es necesario; así que hablemos de otra cosa." No sostengáis vuestras opiniones con apuestas, ni las admitáis si otros os las proponen; pero si alguna vez caéis en esta tentación, y perdéis la apuesta, pagad pronto, y con cara alegre lo que se hubiere estipulado; si ganáis, no os burléis del contrario, ni le exijáis el premio de vuestra victoria hasta que él lo presente, que lo hará sin tardanza si es hombre de buena educación.

(Nota 1) Seria de desear que en nuestras concurrencias se adoptase el tono bajo con que generalmente hablan los Ingleses en las suyas. Asi es que en una sala donde hay sesenta u ochenta Ingleses, se siente menos ruido que en otra donde haya la tercera parte de Españoles o Franceses. Las ventajas que de aquí resultan son muy obvias para extenderme sobre ellas.

Obsérvense las propiedades locales.

Acordaos que hay ciertas propiedades locales que deben observarse en todas partes; esto es, lo que en una casa o reunion de gentes es muy propio y conveniente, puede ser fuera de allí muy impropio o indecoroso.

Chistes, agudezas, etc.

Los chistes, las agudezas que tienen gracia en una reunión, la pierden a menudo cuando se refieren en otra. Ciertos genios particulares, ciertos hábitos, y cierta algarabía puede dar a una palabra o gesto tal mérito, que si se le priva de aquellas circunstancias accidentales no valga nada. Hay muchos que sin reflexionar esto, cuentan con mucho énfasis algunas cosas fuera de tiempo y lugar, y tienen la mortificación de ver que los que escuchan, en vez de reírse como ellos se lo habian figurado, se mantienen serios o los tienen por unos mentecatos.

Egoísmo.

Evitad, hijos mios, todo lo que podáis el hablar de vosotros mismos. Algunos sin pretexto ni provocación hacen exabrupto su propio panegírico, lo cual es una manifiesta impudencia. Otros se manejan más artificiosamente; forjan acusaciones contra ellos, se quejan de calumnias que nunca han oido, y a fin de justificarse, se extienden anchamente en el calálogo de sus muchas virtudes. Confiesan que no es propio hablar de este modo de sí mismos, y si es que vencen la natural repugnancia que sienten al elogiarse, es por haberlos tratado injusta y escandalosamente. Este ligero velo de modestía para cubrir su vanidad es demasiado trasparente para ocultarla, aun a aquellos cuya penetración no es muy grande.

No faltan algunos que buscan otros modestos artificios para ponerse en buen lugar con una fingida humildad; caracteres dignos de la jocosa pluma de Moratin.

No imitéis tampoco a aquellos que, andando a la caza de elogios, cuentan cosas de sí mismos, que aun dado sean ciertas, no merecen una justa alabanza. Uno afirma que ha corrido treinta leguas en seis horas; probablemente es una mentira, pero aun suponiéndolo cierto, ¿qué se infiere de aquí? ¿qué le tengan por un buen postillóon? Otro asegura, quizá con dos o tres juramentos, que ha bebido seis u ocho botellas de vino de una sentada. Mejor seria tenerle por embustero, pues siendo cierto se le debe considerar como un animal. Varios se alaban de comprar las cosas baratas, aun cuando no sea así, por pasar por sujetos que lo entienden; otros de matar mucha caza cuando salen con la escopeta, y tal vez compran la que otros han muerto; personas hay que todo lo han previsto, todo lo han dicho, aun cuando hayan opinado y dicho todo lo contrario. Pero lo más insoportable de todo es oir a uno alabarse de su nobleza, de sus honores, de sus riquezas, o bien ensalzar el talento y el valor suyo o el de sus antepasados.

El mejor medio de no caer en estas extravagancias es no hablar jamás de nosotros mismos; y si alguna vez nos vemos en la precisión de hacerlo, tengamos cuidado de no dejar escapar ninguna expresión que pueda interpretarse por elogio propio. Por más que digamos, no es fácil disfrazar nuestros defectos, ni aumentar el brillo de nuestras perfecciones, al contrario haremos resaltar más aquéllos, y oscurecer más estas últimas. Si callamos, desarmamos a la envidia, a la indignación y a la ridiculez, de modo que no pueden privarnos de las alabanzas que realmente merecemos. Si queremos ser nuestros propios panegiristas, por grande que sea el cuidado que nos tomemos en disfrazarlo, lograremos que todos conspiren contra nosotros, y no es el objeto que nos propusimos.

Sobre el aire reservado y misterioso.

No os presentéis entre gentes con semblante misterioso, ni demasiado serio, porque además de llevar esto consigo el carácter de poca amabilidad, inspira desconfianza; y los que os vean así, también serán misteriosos con vosotros, y no os confiarán nada. La grande habilidad consiste en presentarse con un exterior franco, abierto e ingenuo; pero con un interior prudente y reservado; en estar siempre en guardia, y sin embargo, en saberlo disimular con una aparente y natural franqueza. Reflexionad que la mayor parte de los que os rodeen, se aprovecharán de cualquiera expresión indiscreta que se os escape, para convertirla en provecho suyo.

Mirad a la persona con quien habláis.

Cuando dirijáis la palabra a alguno, miradle a la cara; lo contrario da a entender que la conciencia os acusa de algo; además de esto perdéis la ventaja de observar la impresión que hace lo que referís en el ánimo del sujeto con quien estáis hablando.

Para saber los afectos verdaderos de las gentes, tengo más confianza en mis ojos que en mis oidos, porque pueden decirme lo que quieren que yo oiga, pero raras veces pueden remediar que yo no vea en sus ojos lo que desean ocultarme.

No ataquéis a corporaciones.

No ataquéis en la conversación a cuerpos enteros de ninguna clase, porque os granjearéis sin necesidad un gran número de enemigos. Entre las mujeres, como entre los hombres, hay malos y buenos; lo mismo entre los curiales, militares, curas, frailes, cortesanos, etc., etc. Todos son hombres sujetos a las mismas pasiones y afectos, diferentes en sus modales, según sus diversas educaciones; es pues tan imprudente como injusto atacar a ninguno de ellos en masa. Los individuos perdonan muchas veces, las corporaciones nunca. Muchos jóvenes creen que hacen una gran cosa cuando se burlan de los eclesiásticos; pero se engañan miserablemente; debian considerar que los sacerdotes son hombres como los demás, y que una sotana, o un hábito, no los hace ni mejores, ni peores. Júzguese de los Individuos por lo que ellos son en particular y no por el sexo, profesión, o clase a la que pertenecen.

Bufonadas.

Las bufonadas, diversión favorita de almas bajas, han sido miradas siempre con el mayor desprecio por las almas grandes. La peor de todas ellas es la que tiene por objeto remedar los defectos de otras personas. Hijos mios, jamás practiquéis tal bajeza, ni la aplaudáis en los otros. Además de esto, es un insulto hecho a la persona a quien se remeda; y tened presente que un insulto no se perdona jamás, aunque la moral y la virtud nos mandan que perdonemos a nuestros enemigos.

Juramentos.

A veces se ven entre personas de muy buena crianza otras que por via de adorno, según creen, entretejen en la conversación algunos juramentos; pero es preciso observar que éstas tales jamás son las que contribuyen, ni aun en la más mínima parte, a dar a las reuniones adonde concurren, el título de reuniones de gentes bien criadas. Siempre que observéis que un hombre jura mucho, podéis decir, sin medio de engañaros, que tiene muy mala educación; y creedme, que no decir más de él que esto, es hacerle un gran favor.

Secreto.

Hijos mios, tened mucho cuidado en no repetir en ninguna parte lo que hayáis oido en alguna casa o reunión. Las cosas al parecer más indiferentes suelen tener, por medio de la circulación, consecuencias más graves de las que se imaginan. Hay en la conversación una especie de general y tácita convención, por la cual un hombre se ve empeñado a no divulgar lo que ha oido; aunque no se le haya encargado en el acto el secreto. Semejantes corredores de tertulias, además de meterse en mil laberintos y discusiones desagradables, suelen ser recibidos adonde van con la mayor indiferencia o cautela.

Si queréis, hijos mios, que no se sepan vuestros secretos, no los contéis a nadie, pues son muy pocos los hombres que saben guardar el secreto que se les confia, y como si fuera una carga pesada que les oprimiese el pecho, tratan de sacudirla así que hallan quien quiera escucharlos. ¡Cuántas enemistades, cuántos desastres, cuántos trastornos públicos han debido su origen a la falta de un secreto! Considerad que un secreto es una joya que os prestan, de la cual no es lícito disponer ni aun para adornaros con ella momentáneamente.

Alejandro el Grande, aquel de quien os he hablado, leia en cierta ocasión una carta de su madre juntamente con su amigo Efestion; la carta contenia asuntos reservados y quejas contra Antípatro. Después de haber acabado de leerla, aplicó el sello suyo a los labios de Efestion, advirtiéndole de este modo que debia guardar un secreto inviolable.

El joven Romano Papirio a la edad de diez y ocho años asistía con su padre al senado, porque sabían que era incapaz de revelar lo que allí se trataba. Un día que se discutió un asunto muy importante y secreto, su madre hizo cuanto pudo para saberlo; más el hijo contestó que no podia revelar los secrctos del Estado. La madre insistió, rogó, amenazó y lloró. Papirio, deseoso de salir del paso, con mucha seriedad, y con ademanes de confiar una cosa muy reservada, dijo a su madre: "El senado está discutiendo ahora este punto; si será más ventajoso que los maridos tengan dos mujeres, o las mujeres dos maridos." Así que la madre oyó esto, no sosegó hasta contárselo a una amiga, la cual hizo otro tanto, de modo que en menos de tres horas ya estaba toda Roma en el secreto. Al dia siguiente todas las casadas se presentaron a las puertas del senado, gritando como locas, diciendo que sería más ventajoso para la república que las mujeres tuviesen dos maridos. Papirio explicó entonces el enigma al senado, quien admirado de su discreción, le recibió desde aquel dia en el número de sus miembros.

Conviene hablar a cada uno como le corresponde.

El estilo de la conversación debe ser conforme a los sujetos con quienes se habla; quiero decir, que un mismo asunto, y mismo modo de decirlo no convienen a un obispo, a un filósofo, a un capitán, a una señora. Es menester saber también los títulos, y las expresiones de cortesía que corresponden a cada uno según su clase y empleo; unos tienen el tratamiento de usía, otros de excelencia, otros de alteza, eminencia, majestad, etc., etc.

Estando en sociedad nadie debe suponer ser el objeto de la risa de los demás.

Un hombre de educación ordinaria se imagina, cuando se halla en una sociedad respetable, que él es el único objeto de la atención general; si hablan al oido y se rien, cree que es de él; si se dice una palabra ambigua, que solo interpretándola violentamente puede aplicarse a él, ya supone que la han dicho por él. Con este motivo empieza a ponerse serio, y últimamente se enfada. La conversación de un hombre vulgar se resiente de la mala educación que ha recibido, y de haber alternado con gente ordinaria. No sabe salir de asuntos domésticos, de sus criados, del buen orden que se observa en su familia, con algunas anécdotas de la vecindad; todo lo cual suele contarlo con énfasis, y como si fuera muy interesante.

El hombre fino, raras veces piensa que se ocupan de él, y si lo piensa, nunca lo da a entender, a menos que no sea tan claro, que no quede la menor duda, en cuyo caso sabe obrar conforme dicta el honor.

Seriedad.

Un cierto grado de seriedad exterior en las miradas y ademanes da dignidad, sin excluir por esto una viva y decente alegría. Una continua sonrisa en el semblante, poniendo en movimiento todo el cuerpo, es indicio muy vehemente de superficialidad.

Otras muchísimas cosas mas pudiera deciros, pero concluiré exhortándoos a que jamás salgan de vuestra boca palabras indecentes; si otros las dicen, manifestad con el semblante vuestro desagrado. No contéis cosas asquerosas, particularmente estando en la mesa, ni en medio del placer y la alegría salgáis con discurso que recuerde alguna desgracia. Si estáis hablando con un superior, y notáis que tiene dificultad en hallar las palabras para explicarse, no le sugerais lo que deba decir. No hagáis repetir a una persona lo que ha dicho, pues sería señal de que habíais puesto poca atención cuando hablaba. No andéis contando secretos al oído en una reunión, ni apuntéis con el dedo las personas de quienes habláis, si están presentes.

Al referir un hecho, no digáis de quien lo sabéis, si esto puede incomodar al que os lo dijo. Algunas veces parece bien decir cosas amables a otros, pero nunca seáis aduladores, ni alabéis lo que no es digno de alabanza. No ofrezcáis lo que no teneis ánimo de cumplir; y aunque todo el mundo sabe que son palabras vanas usadas como fórmulas de atención, no por eso dejan de ser falsas, y el que las usa mucho, fácilmente se acostumbra a un lenguaje exagerado y frivolo.

Jacobito. - ¡Cuántas cosas nos ha dicho V., papá! No será fácil que yo me acuerde de ellas.

El Padre. - Yo os las pondré por escrito, y leyéndolas una vez a la semana, y observando la conducta de los hombres bien educados, aprenderéis fácilmente todas las reglas que os he dado.

Emilio. - Bien, papá; me alegro que V. piense en escribir todo lo que nos ha dicho, pues si no pronto se me olvidaría, porque tengo una memoria muy mala.

El Padre. - Mañana mismo empezaré este gustoso trabajo; algún dia me daréis las gracias. Pero vamos a dar un paseo, antes que se haga de noche.

Emilio. - ¿En qué consiste, papá, que las tardes van siendo ahora más cortas?

El Padre. - Eso pertenece a la geografía astronómica. En este invierno próximo os daré las primeras nociones de la geografía en general, cuyo estudio es muy divertido. Vamos, que se hace tarde. Ved con qué majestad acaba el sol su carrera; parece que va a sepultarse en las aguas. Si supierais algo de mitología os haria ahora una breve descripción de la salida del sol y de la noche.

Emilio. - No importa, papá; díganos V. algo de eso mientras vamos a la orilla del mar.

El Padre. - Los poetas dicen que todas las mañanas una diosa joven abre las puertas del oriente, y derrama un frescor delicioso en la atmósfera, flores en la campiña y rubíes en el camino del sol. Con este anuncio la tierra se despierta, y se dispone a recibir al Dios que le da todos los dias nueva vida. Sale, y se muestra con la magnificencia que conviene al soberano de los cielos; su carro conducido por las horas vuela y se interna en el espacio inmenso que llena de llama y luz. Pero así que el sol se retira al palacio de la reina de los mares, la noche, que eternamente va siguiendo sus huellas, extiende sus negros velos, y coloca en la bóveda celeste una multitud inmensa de luces. Entonces se deja ver otro carro, cuya claridad dulce y consoladora dispone a la meditación las almas sensibles. Una diosa llamada Diana le conduce, y va silenciosa a recibir el tierno homenaje del pastor Endimion.

Observad cómo los antiguos supieron embellecer la naturaleza, como dieron vida a todo, y deificaron todo para presentarlo todavía mas grandioso. Pero todavía no estais preparados vosotros para admirar cual se deben las grandes bellezas de los poetas antiguos.

 

Nota
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