De la sociedad de las mujeres. Parte III.
Debe, pues, alabarse a tiempo y con medida. Hay alabanzas tan excesivas que por lo mismo se declaran a sí mismas, convirtiéndose en sátiras.
De la sociedad de las mujeres.
También la política constituye gran parte de las conversaciones, y sucede que las mujeres suelen igualmente tomar parte en ellas, endulzando cuanto pueden tener de duros o de exagerados ciertos puntos opuestos; calman o retienen las pasiones, o echan graciosamente un chiste que divierte, y algunas veces cicatriza la llaga que puede haber causado en algunos una materia de estas que les sea incómoda; pero un hombre de mundo jamás debe alargar demasiado una conversación sobre política en semejante sociedad; y si acaso tiene que referir algo, debe ser corto y explicarse con medida, en tales términos, que den a entender no es su intención el favorecer opinión alguna con empeño, sin olvidar la clase de su auditorio; y si entra en la disputa una mujer, aun debe aumentar más su dulzura y circunspección. Las mujeres merecen todos los miramientos posibles, y a veces es una falta el tener razón contra ellas.
Decía Fontenelle que si tuviese la mano llena de verdades, se guardaría muy bien de abrirla; pero este proverbio no favorece en nada a la franqueza ni claridad de un autor. Con las mujeres está algunas veces fuera de su lugar la franqueza; sucede que una mujer de aquella edad media, que ni se puede llamar juventud ni tampoco vejez (edad que jamás las mujeres confiesan) pregunta con una sonrisa: ¿qué tal le parezco a Vd. hoy? En este caso, si algunas arrugas recientes empiezan a surcar su frente, y si alguna jaqueca tenaz ha marchitado un poco sus ojos o descolorado su tez, viene bien, como decía Fontenelle, el no abrir la mano para dejar escapar la verdad. Debe, pues, alabarse a tiempo y con medida. Hay alabanzas tan excesivas que por lo mismo se declaran a sí mismas, convirtiéndose en sátiras.
Cuéntase que un hombre muy sabio, y que había consumido su vida sobre los libros, pero nada cursado en los estilos del mundo, fue introducido por un amigo en casa de la señora de L’Espinasse, en donde creyó el buen señor convenía usar de la galantería; pero después de haber discurrido largo tiempo algo lisonjero que decir a la dueña de la casa, no encontró otra cosa sobre que cumplimentarla sino sobre sus ojillos que vibraban llamas, y sobre sus ojillos, cuyo resplandor no se podía tolerar, y siempre sobre sus ojillos y nada más. Acabada la tertulia, nuestro sabio, muy pagado de sí mismo, preguntó a su introductor al bajar la escalera: ¿Qué tal le parece a Vd. lo que he hecho para la vez primera? Perfectamente, le contestó el otro, fuera de una cosa. ¿Y cuál es? Que Vd. no ha dejado de cumplimentar a la señorita de L'Espinasse sobre sus ojillos. ¿Y eso es malo? No digo que sea, pero no convenía. Las mujeres no gustan, por lo regular, que se les diga que tienen los ojos chiquitos, al contrario, quieren tenerlos siempre grandes. ¿Y no es más que eso? y cate Vd. a nuestro hombre subiendo las escaleras de dos en dos y de cuatro en cuatro, y volviendo a despedirse de la señorita L'Espinasse que hablaba con los últimos que habían quedado en la tertulia, diciéndola con la mayor amabilidad: Señorita, yo he cometido hoy una falta imperdonable que vengo a reparar. Considero que toda la noche he dicho a Vd. que tenía los ojos pequeños, pero lo cierto es que los tiene Vd. muy grandes, lo mismo que las narices, los pies y la boca.
"Fontenelle: si tuviese la mano llena de verdades, me guardaría muy bien de abrirla"
Un exterior agradable previene, particularmente, a las señoras a favor del hombre que se acerca a ellas; pero también hay mil medios de reparar los disfavores de la naturaleza. Una esmerada limpieza, el arte de dar dulzura y expresión a su voz, todo contribuye para que las mujeres vuelvan de la impresión desagradable que las inspira un exterior defectuoso. Se cita un sin número de ejemplos de hombres muy feos muy queridos de las mujeres. La mayor parte de ellas prefieren, como nosotros a la hermosura, el ingenio y la gloria que no se mudan, pues a aquella se acostumbran los ojos, en lugar que el ingenio varía, toma mil formas, y sabe mover habitualmente los más ocultos resortes del alma. Había un hombre tan feo, que apenas se acercaba a una mujer, cuando ella cerraba los ojos; pero no bien hablaba, cuando encantada de oír unas palabras tan dulces y lisonjeras los volvía a abrir; al cabo de un cuarto de hora de conversación se olvidaba de que tenía a su lado un hombre desgraciado por su figura, para no escuchar sino el encanto de un hombre de tanto talento.
Un hombre, pues, de mundo debe buscar ansiosamente la conversación de las mujeres. Solo ellas pueden darle aquella gracia fácil que procura presentarse ventajosamente, hablar con facilidad, y obrar siempre a tiempo. Los hombres hacen las leyes, ha dicho uno de nuestros escritores, pero las mujeres forman las costumbres.
Media una diferencia muy delicada entre la urbanidad y la afectación, entre la familiaridad y la benevolencia, entre la chanza y el epigrama, entre la elegancia y el abandono, y de aquí resultan mil inconvenientes. Todo el talento del hombre de buen tono consiste en esto, porque es cosa muy común saber cómo se ha de obrar; pero el arte está en saber cómo se debe evitar en un uso continuado una especie de magnetismo moral, un tacto que no se adquiere sino con la buena sociedad, sin la que no se puede conciliar esta preciosa cualidad que no nos permite incurrir en defecto alguno, y merece al que la posee el título de hombres perfectamente urbano.
- De la sociedad de las mujeres. Parte I.
- De la sociedad de las mujeres. Parte II.
- De la sociedad de las mujeres. Parte III.
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