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La cortesía como forma de participación social

Ninguna sociedad puede constituirse, funcionar y perpetuarse si sus miembros no asumen infinidad de pequeñas renuncias y mortificaciones cotidianas en beneficio de la paz civil

Anuario Filosófico - Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra
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La cortesía como forma de participación social. Gente caminando
Sociedad y cortesía. La cortesía como forma de participación social. Gente caminando

Sociedad y cortesía

La cortesía como forma de participación social

The main purpose of this paper is to recover the ancient but neglected concept of politeness, and to show its utility to understand some dimensions and problems of our society.

In the first part of the paper some weaknesses of Rousseau"s philosophy, whose ideas -in my opinion- are very influential on the contemporary crisis of courtesy norms, are discussed.

In the second part, taking as a starting point the tradition of gentility, from Greek and Roman philosophy to Enlightenment, it is shown that politeness is an essential dimension of social life, whose nature and features are very similar to language.

Una convicción bastante extendida en nuestras sociedades es la siguiente: lo que denominamos "buenas maneras" no son sino el reflejo de los límites o coerciones que la convivencia social impone a los individuos. Si se acepta lo anterior, la "buena educación" tendría una naturaleza esencialmente "represora", y sería justificable únicamente cuando permite suprimir o atenuar conductas que dañan la cohesión social.

En la citada tesis hay una parte de verdad -la relativa a lo que se afirma-, pero también profundos errores, derivados de lo que implícitamente se niega.

Resulta evidente que ninguna sociedad puede constituirse, funcionar y perpetuarse si sus miembros no asumen -de manera deliberada pero sobre todo impulsados por los hábitos que han contraído- infinidad de pequeñas renuncias y mortificaciones cotidianas en beneficio de la paz civil. Lo que no está tan claro es que la cortesía se reduzca a eso, y tampoco que no pase de ser una especie de coste-oportunidad asumible o una limitación inherente a la vida social.

Por otro lado, cabe plantearse en qué principios se funda esa visión reduccionista de la cortesía. En mi opinión, son los propios de la concepción contractualista de la vida social. En efecto, si la sociedad es un simple agregado de individuos que -cuando les interesa- autolimitan su libertad, porque sospechan que juntos van a vivir mejor que aislados, la mayor parte de las normas de cortesía resultan injustificables, sobre todo si la rentabilidad que se tiene en mente se limita al corto y al medio plazo.

Desde la consideración de la sociabilidad como una realidad natural a la que el hombre está abocado en virtud de su propio ser, es posible, sin embargo, concebir y justificar las variadas funciones que los códigos sociales de conducta han desempeñado a lo largo de la historia, así como el porqué de su supervivencia en una sociedad como la nuestra, en la que pocos parecen creer en ellos. Ésa es la tesis que pretendemos ilustrar a continuación, tomando como punto de partida la tradición de los manuales de cortesía.

Un primer hecho que nos pone sobre la pista de la complejidad del fenómeno de la "buena educación" es el análisis de su campo semántico. Los principales términos a los que debemos referirnos serían: "cortesía", "civilidad", "urbanidad", "maneras", "decoro" honnêteté y politesse. Dos de estas palabras -"civilidad" y "urbanidad"-, ha observado con agudeza Alain Pons, "tienen la ventaja [...] de colocarnos de golpe en el corazón mismo del problema. Politesse es una metáfora, honnêteté remite a la moral, "decoro" también a la moral, y a la retórica. "Cortesía" hace alusión a la Corte, a un lugar y a un momento históricamente determinados; en cuanto a las "maneras" -"buenas" o "elegantes"- su forma y su contenido son cambiantes.

Con "civilidad" y "urbanidad", nos hallamos inmediatamente en presencia de la "ciudad" y de la "urbe", es decir, ante realidades que poseen un alcance universal".

El savoir-vivre tiene, por tanto, manifestaciones y ramificaciones muy variadas, pero la razón última de todas ellas hay que buscarla en la interacción social. De los rasgos de esta última -de cómo se conciba y practique- depende el contenido de aquél, que es variable, aunque no debe descartarse la hipótesis de definir elementos estables en él. Conviene, en consecuencia, diferenciar -en lo relativo a la cortesía- dos planos: uno de carácter "formal" -el de los mecanismos en los que ésta se funda-; otro de naturaleza "material", que se refiere al contenido de las normas de conducta.

Ambas realidades son diferentes, pero se hallan íntimamente conectadas: el tipo de sociabilidad propio de una comunidad determina -al menos a medio y largo plazo- las normas de trato social que imperan en ella. A la inversa, existen formas de interacción social que no sólo fomentan o dificultan la difusión de determinadas normas de conducta, sino que además fortalecen o debilitan la estabilidad de tales normas y, lo que es aún más importante, la conciencia de que existen y son necesarias.

La crisis de la cortesía que se observa en la sociedad actual tiene a nuestro juicio mucho que ver con la falta de conciencia de su necesidad o con el rechazo ante ella, fomentados por determinadas mentalidades y conductas.

Un caso prototípico es -a mi juicio- el de Rousseau, y en concreto su Discurso sobre las ciencias y las artes, en el que la cuestión se aborda de un modo muy radical, pero -precisamente por ello- muy actual. La tesis central de la obra es que las buenas maneras resultan inicuas porque sirven para debilitar a los hombres y someterlos a una especie de esclavitud cultural, y porque conducen a la hipocresía, aunque lo último se afirme tal vez con mayor claridad y rotundidad que lo primero. Rousseau denuncia, pues, dos hechos: por un lado, el coste -en lo que a la vitalidad, a la energía y a la originalidad personales- comporta el proceso de civilización; y por otro, el carácter ambiguo de dicho proceso, que capacita a los individuos para mentir con creciente habilidad. Como consecuencia de lo dicho, la cortesía queda deslegitimada y se impone un programa de liberación de su tiranía, como el que se expone en el Emilio.

Las ideas roussonianas nos interesan aquí por dos motivos. En primer lugar, porque anticipan los principales cargos que la modernidad va a levantar contra las normas sociales de conducta, pero también porque -paradójicamente- tienen su fundamento en una de las debilidades de la filosofía ilustrada, que es el origen y la base de la modernidad. En este sentido, veo a Rousseau más como un profeta que como un crítico del mundo moderno.

Respecto a la primera cuestión, llama la atención cómo en la obra a la que nos hemos referido aparecen ya formuladas dos ideas que hoy se hallan muy difundidas: la primera es que las buenas maneras son -en todos los casos- una superestructura opresiva que impide a los individuos mostrarse tal y como son, les obliga a ser infieles a sí mismos y acaba condenándolos a la infelicidad; la segunda, que quienes siguen tales normas son siempre hipócritas y tienen algo que ocultar. Tal vez Rousseau y muchos de nuestros contemporáneos difieran a la hora de proponer soluciones para ambos problemas, pero desde luego parecen coincidir en el diagnóstico.

Ahora bien, a pesar de su talante crítico, el ginebrino es mucho más ilustrado de lo que parece. En realidad, no hizo otra cosa que aplicar en toda su radicalidad algunos de los presupuestos de los que partían los philosophes, en particular su modo de concebir al ser humano. En efecto, si se afirma que todo individuo posee una razón autónoma en virtud de la cual está llamado a orientar en completa libertad su conducta, cualquier influencia externa que la sociedad pueda ejercer sobre él parecerá -como mínimo- sospechosa. Rousseau se limita a llevar hasta su extremo este punto de vista, que en el pensamiento de los ilustrados se veía atemperado por otras convicciones, afirmando que tal influencia es necesariamente corruptora.

Es habitual elogiarle por su sagacidad, como si hubiera descubierto algo que hasta entonces permanecía oculto, pero en realidad se planteó y resolvió a su manera una cuestión recurrente a lo largo de la historia: ¿por qué el progreso moral no corre parejo con el de carácter intelectual y técnico? El mismo interrogante lo había formulado antes Sócrates, y lo habían resuelto, en sentido diametralmente opuesto al de Rousseau, Platón y Cicerón, por citar dos casos paradigmáticos. ¿Acaso no es ése el trasfondo de la crítica a que se somete al saber retórico en el Gorgias y el Fedro? ¿No es ése también el tema de un célebre pasaje del De amicitia [V, 17-21], en el cual se contrapone la honradez de los boni con la facundia de los docti? A ninguno de los dos se les ocurrió, sin embargo, negar el valor de la cultura de su tiempo porque algunos abusarán de ella.

 

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