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Tarde cuarta. De los deberes para con sus hermanos y semejantes.

Después de nuestros padres, nada hay que nos toque tan de cerca como nuestros hermanos.

Lecciones de moral, virtud y urbanidad
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Serian las siete de la tarde de un día caluroso del mes de agosto, cuando el padre de familia se despedía de su hermano, y entraba con su esposa e hijos en una pintada falúa, que a la orilla del mar había estado esperándoles. El mar, tan bravo y terrible cuando le incomodan los fieros aquilones, parecía un espejo cristalino donde reflejaban los últimos rayos del sol, que después de su larga carrera iba a un nuevo hemisferio. Nada turbaba la tersa superficie de las aguas sino los ordenados golpes de ocho remos diestramente manejados, al compás de los cuales cantaron agradablemente un rato los remeros.

Jacobito. - Papá, ¡qué dia tan divertido hemos pasado hoy!

Emilio. - Ya ve V., papá, que no nos mareamos, bien podia V. contarnos alguna cosita.

El Padre. - Hoy, hijos mios, hemos estado en casa de un hermano mio; por lo tanto debo deciros que después de nuestros padres, nada hay que nos toque tan de cerca como nuestros hermanos; y es obligación nuestra amarlos como a nosotros mismos. Son, como ha dicho un hombre de talento, amigos que nos da la naturaleza. ¿No es, pues, vergonzoso ver tantas familias desunidas con celos y rencores? Esta reunión de hijos bajo un mismo techo, bajo la misma ley paternal, esta reunión que debería engendrar la más tierna amistad, es justamente la que en los corazones mal dispuestos désarolla gérmenes perniciosos. ¿Qué sucede al muchacho que tiene envidia de las caricias hechas a sus hermanos, aun después de habérselas hecho a él mismo? Triste, de mal humor, pasa los días en formar sentimientos rencorosos contra aquellos que la naturaleza le convida a amar, y se aflige de verlos alegres.

Los sentimientos penosos que abriga, crecen a medida que él va creciendo; su rencor es terrible cuando llega a ser hombre, y en su hermano ve solamente un enemigo que supone le usurpará una parte de los bienes de sus padres. Mueren éstos, y antes de cerrarse el sepulcro, ya empieza a disputar con violencia la parte suya y la de sus hermanos. Luego que recibe lo que le corresponde, se ausenta, o se reconcentra dentro de sí mismo; no se acuerda que tiene hermanos sino para aborrecerlos; alégrase si son más desgraciados que él; su dolor se aumenta si prosperan; aun se atreve a ultrajar la memoria de los autores de sus dias, acusándolos de haber sido injustos, porque lleno de mala fe, no quiere convenir que la injusticia está en su corazón.

Tal es la horrible situación del mal hermano, y casi siempre nace de envidia. Indicaros, hijos mios, un vicio tan horroroso, es enseñaros a que le aborrezcáis.

Jacobito. - Mi querido papá, yo nunca seré así; jamás aborreceré a mis hermanos.

Emilio. - Yo querré a Jacobito y a Luisita como V. quiere a nuestro tio Antonio.

Luisita. - Y yo amaré a mis hermanos, aunque me hagan rabiar, así como mamá me quiere a mí, aun cuando a veces suelo enfadarla.

La Madre. - Ven, hija mia, a que te dé un beso; lo que acabas de decir es para mí más agradable que este vientecillo que viene a templar el ardor de la tarde.

El Padre. - No basta, hijos mios, que los hermanos se quieran, deben ayudarse mutuamente. En general, siempre que lo requiere el caso, es preciso socorrer a nuestros semejantes, teniendo presente que en circunstancias iguales el hermano debe ser preferido al hombre con quien no estamos unidos con los lazos de la sangre. Los hermanos menores tienen obligación de respetar al mayor, no porque sus derechos sean más sagrados, sino porque su edad le da una experiencia que puede serles útil; él por su parte, debe ser el protector de ellos, hacer las veces de padre en ausencia o muerte de éste. La amistad entre hijos de unos mismos padres no es un afecto, que se puede adoptar o desechar libremente; es una orden de la naturaleza, es un deber sagrado; faltar a él sería un crimen.

Jacobito. - ¿Y si mi hermano no quisiera mi amistad?

El Padre. - Debes amarle continuamente, y ayudarle. No estará siempre en tí el agradarle; pero no hay un momento en que no debas ser generoso con él; por la palabra generoso no quiero decir que hagas todo lo que exija la situación en que se encuentre, sino aquello que puedas.

Emilio. - Dígame V., papá, ¿deberé obrar con los demás hombres lo mismo que con mis hermanos?

El Padre. - Sí. El género humano es una inmensa familia. Debemos dar la preferencia a nuestros mas próximos parientes, mas no por esto estamos dispensados de cumplir del mismo modo con cualquiera otro.

Jacobito. - Y ¿he de hacer bien a un hombre que no conozco?

El Padre. - Sí, hijo mio. Para hacer bien no es preciso saber a quien se le hace. Todos tenemos necesidad unos de otros en este mundo. El hombre mas rico ¿puede jurar que será siempre rico? ¿Quién sabe si llegará a ser tan pobre como aquellos a quienes ha dado limosna algunas veces? ¿Te acuerdas, Emilio, de aquella bonita Fábula de Samaniego, el León y el Ratón?

Emilio. - Sí, papá; y si V. quiere la diré ahora.

El Padre. - Dila, pero muy despacio; como la digas bien te regalaré un merengue al llegar a casa.

Emilio recitando:

Estaba un ratoncito aprisionado,
en las garras de un león, el desdichado.

En tal ratonera no fué preso,
por ladrón de tocino ni de queso,
sino porque con otros molestaba
al león que en su retiro descansaba.

Pide perdón llorando su insolencia,
al oir implorar la real clemencia,
responde el rey en majestuoso tono:
(No dijera mas Tito): "Te perdono".

Poco después cazando el león, tropieza
en una red oculta en la maleza;
quiere salir, mas queda prisionero,
atronando la selva ruge fiero.

El libre ratoncillo que lo siente,
corriendo llega, roe diligente
los nudos de la red, de tal manera
que al fin rompió los grillos de la fiera.

Conviene al poderoso
para los infelices ser piadoso.
Tal vez se puede ver necesitado
del auxilio de aquel más desdichado.

La Madre. - Emilio ha ganado el merengue.

Jacobito. - ¿Quiere V. que yo también diga una fabulita que viene ahora a pelo?

El Padre. - Sí, de este modo nuestro entretenimiento será mas divertido.

Jacobito recitando:

EL CASTOR Y LA LIEBRE (Nota 1).

(Nota 1: Esta fábula y las que siguen en el discurso de la obra, son de la colección de fábulas morales y literarias de Don Rafael José Crespo.)

Si es la fortuna instable,
¡Oh cómo es insensato
el que desdeña el trato
del pobre e infeliz!

El ser más despreciable
es para amigo bueno;
tal vez su ingenio ameno
te puede hacer feliz.

Así al castor la liebre le decia,
jurándole amistad eterna y pura.
¡O qué bien que sentía!

Lo vió por experiencia, pues un día
salió un bravo lebrel de una espesura,
trabó con él querella,
y hete al triste castor en apretura.

Ya le tenia a diente,
mas el castor gritó tan reciamente:
que quedó muy a cola Dafne bella
cuando notó en Apolo presumido
muy grande vocación de ser marido.

La liebre al punto sale,
y aquí de su talento portentoso,
sin uña como el oso,
sin cuerno como el buey, ¿para qué vale?

Al fin halló remedio;
pues al ir el lebrel a echarle el guante,
pasa mi buena liebre por en medio,
el lebrel al instante
deja al triste castor, que al bosque escapa,
sigue a la liebre hacia la selva espesa;
y ella tiesa que tiesa
entre si aquí la coge, aqui la atrapa.

Llega al vivar al cabo,
y haciendo besamanos con el rabo,
le da las buenas noches lindamente,
y se cuela hacia adentro prontamente,
al tiempo que iba a echarla como en chanza
allá en los intramuros de la panza.

El Padre. - Bien, Jacobito, también tú tendrás un dulce. Ya habrás observado como la liebre se portó generosamente, así debemos portarnos nosotros. Figúrate que dos hombres se han unido; aquel de los dos que abandona el otro cuando implora su socorro es culpable; su propio corazón, la tierra y el cielo le condenan. Pero veo que hemos llegado a la playa, y aquí termina por hoy mi instrucción; pues por el camino iremos hablando de otras cosas.

 

Nota
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