Del deseo inmoderado de manifestar talento.
No hay cosa más agradable que el talento que va acompañado de gusto, discernimiento y juicio.
Del deseo inmoderado de manifestar talento.
No se perdonan en el mundo pretensiones superiores a las de los demás; y la mayor concesión que hace el amor propio, es mirar el mérito ajeno como igual al suyo; pero lo que más le hiere es la pretensión de manifestar talento. De tal manera es la naturaleza humana que tiene celos aun de sus propia cualidades, y no perdona al talento, sino cuando conoce que éste se ignora a sí mismo. Conviene, pues, saber contenerse, y muy a menudo se manifiesta talento en el mismo procurar no manifestarlo. Nos arrastra demasiado el ardor de querer brillar; nos hacemos habladores sin echarlo de ver, y se cansa a las gentes a quienes se creía divertir.
En otro tiempo eran distintas las clases, y no estaba la instrucción tan difundida como en el día. Las personas instruidas solo sabían una cosa, que ciertamente sabían bien; pero en general les eran ajenas otras especies de conocimientos, sin saber salir del círculo estrecho que se habían trazado. Esta situación de la sociedad sirvió de texto a Moliere para escenas muy graciosas. Así en el "Enfermo imaginario", Diaforo y su hijo Tomás nos dan una excelente lección del ridículo en el que se incurre al hablar de cosas que no se entienden. Es verdad que el retrato está un poco recargado, pero un hombre que ostenta conocimientos ajenos de los que le oyen, se halla desde luego en el caso de Diaforo poco más o menos.
No hay cosa más agradable que el talento que va acompañado de gusto, discernimiento y juicio; cualidades preciosas que jamás se estimarán lo bastante, y que son como un pasaporte con el cual se viaja por do quiera sin miedo y sin trabas. Cuando el talento está solo, más bien puede ser dañoso que útil; cansa y fatiga; es un licor demasiado fuerte que se sube a la cabeza y atolondra, no obstante su volatilidad y ligereza. Si queréis apreciar el mérito de un hombre con acierto, escuchad el juicio que de él hacen las mujeres. Muchas veces sucede encontrarnos en una reunión cerca de dos mujeres a quienes no conocemos, oigamos entonces su conversación sin mezclarnos en ella. Ábrese la puerta del gabinete, y anuncian que va a entrar el señor N. Vedle allí, dice la una, mírele Vd. como anda, como se dirige al ama de la casa, se diría que acaba de ganar la batalla de Austerlitz o de Marengo. No parece sino que el suelo es indigno de que él le pise; vea Vd. como mira a un lado y a otro con aire de protección.
Vaya, sea en hora buena, se sienta por felicidad lejos de nosotras. Tiene Vd. mucha razón, dice la segunda, estar cerca de él es la cosa más enfadosa del mundo; si tuviera que estar a su lado toda la noche, creo que levantaría inmediatamente la visita, e iría a oír a lo menos el último acto de la "Donna di il lago". Sin embargo, dicen que es un hombre de talento. ¡Talento! replica la primera que se halla más cerca, sí; talento de aquellos que no sirven para nada; la otra noche nos la malogró toda explicándonos las propiedades del gas, y la diferencia de las lanas de España y las de Inglaterra. Répareme Vd., señora, a aquella señorita rubia que él ha cogido a su lado. ¡Ay qué fastidiada debe de estar! como se la conoce que se está conteniendo por no bostezar y él la sigue mirando muy satisfecho y continúa sus demostraciones. Apuesto a que la está hablando de las aguas de Sacedón o de Solán de Cabras.
"El deseo inmoderado de manifestar talento, nos conduce a hablar de cosas que otros no nos entienden"
Esto es lo que se merecen, y con mucha razón, los habladores importunos. Cierto autor célebre habla de los hombres de talento que brillaban a su vez, y que por la mañana componían las palabras y chistes que debían derramar a la noche. El uno debía solamente defenderse un día y triunfar el otro. Evitad siempre estos cálculos preparados que salen de lo natural. Dos hombres de esta calaña se parecen a dos gallos de pelea, que divierten con sus picotazos, y si se les tolera es lo más al principio de una comida, porque sus voces cubren a lo menos el ruido desagradable de los platos y los cubiertos. El deseo inmoderado de manifestar talento, no solamente nos conduce a hablar de cosas que otros no nos entienden, sino también a tratar de un arte o ciencia que no conocemos más que superficialmente delante de aquellos que la poseen o son sus profesores. Gentes hay, cuyo furor de hablar les engaña de tal manera, que se dirigirán a un Miguel Ángel para hablarle de pintura, a Rossini de música, o al célebre Álvarez de escultura; y que hubieran emprendido una disertación sobre el arte cómico con el mismo Isidoro Maiquez. Deciden, cortan y trinchan con toda la apariencia, no de pedir consejo, sino de dar lecciones. Se parecen en esto a un sobrino de Fontenelle, hombre tan fastidioso y necio, como su tío era agudo y amable, y que como nos dice agradablemente Roulier en su poema de las disputas, era tan atrevido en apoderarse de la conversación que
"Estando el mismo Richelieu presente,
de Mahón o de Genes las jornadas,
hubiera referido osadamente".
Este sobrino, pues, de un autor tan discreto atormentaba con sus contradicciones a Fontenelle, que a pesar de sus ochenta años, y de una gran sordera, conservaba siempre una gran franqueza. Si Fontenelle decía una cosa, inmediatamente tenía pronta la réplica su sobrino; se arrimaba a su tío y le soplaba en la trompeta: "y yo tío, digo que ..." Entonces Fontenelle quitaba su trompeta, acaba la conversación diciendo tranquilamente: "ah, tú lo dices, mi sobrino ...:"
En las conversaciones hay un medio igualmente distinto de cierta pereza de hablar o de un escozor de hablar mucho. Conviene, pues, estudiarse para conocerse y vencerse en la ocasión. El estar infatuado de sí mismo, dice Labruyere, y haberse persuadido íntimamente que se tiene talento, es una cosa que no sucede sino aquel que no tiene o que tiene muy poco.
Esta máxima siempre presente ahorraría muchos discursos inútiles o poco convenientes, y haría que juzgásemos con menos severidad a muchas personas a quienes daña el mucho hablar.
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