Origen de las reuniones y conversaciones. V
El joven no debe huir de la conversación de las mujeres honestas, porque solamente en compañía de ellas aprenderá a templar la efervescencia de la edad, y a dar finura y gracia a sus modales
El origen de las reuniones y conversaciones
Aquella urbanidad
La idea de la ganancia, cuando se fija por algún tiempo en un entendimiento débil, ardiente, subyugado por vanas combinaciones, convierte la duda en certidumbre y hace mirar como infalible lo que ardientemente desea. La ilusión es tan viva, que no la destruye la experiencia de las pérdidas, y a despecho de éstas, toma incremento. Después de las reflexiones antecedentes es casi inútil observar que en el juego se pierde todo sentimiento de decencia y de finos modales, el hombre se hace ordinario, grosero, villano, caústico y mordaz, no guarda consideración a la calidad ni a los derechos de los otros, ofende su amor propio, y hace traición a sus propios sentimientos.
El jugador preferirá las reuniones en que sea la libertad más lata. Así como el placer es de tal índole que no siempre obedece las órdenes del deseo, y huye rápidamente cuando ve algún lazo, aunque sea de rosas, ni observa reglas de tiempo, ni de lugar, ni se sonríe a todas las conversaciones, por lo mismo diré al jóven que se aleje de aquellas reuniones en que tenga que dar razón de por qué no llegó a tal hora, porqué se marchó antes de la de costumbre, en donde a la fuerza haya de sentarse en sitio que no le gusta, que haya de presentarse en un traje que le repugna y acomodarse irremisiblemente a los modales de los demás, y dejar en el umbral de la puerta su propio carácter para tomarlo otra vez a la salida.
El joven y las conversaciones con las mujeres
El joven no debe huir de la conversación de las mujeres honestas, porque solamente en compañía de ellas aprenderá a templar la efervescencia de la edad, a dar finura y gracia a sus modales, a ejecutar sus movimientos con gallardía, a dar a su conversación amabilidad sin bajeza, a ser modesto sin timidez, valiente sin ímpetu, a tener el brío que sabe respetar la decencia, la alegría que no pasa de sus buenos límites, las finas atenciones que previenen los deseos sin manifestar ocuparse de ellos, y aquel hablar franco y cordial que no degenera en confianza temeraria y plebeya.
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Cualquiera asunto frívolo o grave, humilde o sublime, serio o jocoso, con tal que agrade a los presentes y no ofenda la moral puede ser objeto de conversación, pues aquí más que en otra parte puede ser tenido por razón y por ley lo que el consentimiento universal elige. Los poetas satíricos han querido encerrarnos dentro de más angostos limites; y así es que ponen en ridículo las preguntas relativas a la salud, cual si la salud no fuese el asunto más interesante para los hombres. Tampoco quieren que se hable del tiempo cual si las vicisitudes de la estación no influyeran sobre el estado físico y moral de la especie humana, sobre los productos del campo, sobre el curso del comercio, y muchas veces sobre los pensamientos de los hombres grandes y pequeños.
Los temas de algunas conversaciones
Algunos poetas nos critican cuando en las reuniones hablamos de artes y de comercio, de paz y de guerra, de gobierno y de política, pero quieren que nos ocupemos de los satélites de Júpiter y del anillo de Saturno. En verdad que así Júpiter como Saturno pueden ser objeto de nuestras conversaciones, y aun es de desear que lo sean, tanto por que alimentan el alma con ideas sublimes, cuanto porque sirven de guía al marinero que va errando en la superficie de los mares; pero hay cosas que nos tocan tan de cerca, que es muy difícil no hablar de ellas; como es difícil no decir ¡ay! cuando nos quemamos un dedo. Además, si, se considera que el objeto principal de los que se reúnen para un rato de conversación es entretenerse y reír, se comprenderá que es casi imposible desterrar los asuntos ridículos de cualquiera parte que vengan.
Se puede hablar sin conocimientos de la paz y de la guerra, como se habla de los rábanos y de las calabazas; así, pues, el límite que debe fijarse a las conversaciones respetando siempre la moral, no se debe ir a buscar en la calidad de los asuntos sino en la ignorancia del que habla y en el fastidio de quien oye. Excluídos de las conversaciones los más interesantes discursos, se les ha echado frecuentemente en rostro que no versan sino sobre cosas frívolas, con cuya censura se da a entender que han olvidado ser el principal objeto de las conversaciones el deseo de divertirse. Si el campo en que se presenta el placer es ya tan limitado, ¿cómo se trata de limitarlo más todavía? Los hombres más famosos del mundo han gustado de ocupar algún rato con fruslerías y en juegos de niños, como una distracción de cosas importantes, o como un medio de divertirse después de haberse ocupado de cosas graves.
Las conversaciones frívolas
Chesterfield dice que las frivolidades de las conversaciones son la ocupación de las almas pequeñas que ni piensan, ni desean pensar. Es un error. Las frivolidades de las conversaciones, lo mismo que las fugitivas imágenes del sueño, sirven para hacernos reír un poco y nada más. ¿Qué diríais de un hombre que para distraeros de la melancolía os aconsejase que leyeseis las Noches de Young? Son dignos de admiración los que después de haberse ocupado en el estudio, o en negocios de gabinete pueden volver al estudio o a los negocios en las conversaciones; mas no son merecedores de desprecio los que después de cumplido su deber necesitan reposo.
De la misma manera que una comida no es excelente sino cuando satisface todos los paladares, así no son excelentes las conversaciones sino presentan una variedad de asuntos que corresponda a las necesidades de cuantos toman parte en ellas. Generalmente hablando los asuntos serios no pueden agradar a la mayoría de los presentes, por que la mayoría va a las conversaciones a procurarse reposo para la reflexión y alimento a la fantasía.
Suelen ser asuntos enojosos y opuestos al objeto de las conversaciones, los siguientes: Los incesantes lamentos acerca de males a los que no se puede hallar remedio. A veces la conversación, lejos de ser un tejido de agradables y amenos discursos, se convierte en una verdadera jeremiada. Si alguno consigue olvidar los males comunes, uno u otro de los circunstantes se los recuerda con circunstancias nuevas, y agrava su afecto doloroso con la perspectiva de un porvenir más lamentable. Es como si un esclavo proponiéndose divertirse hablase de sus cadenas. Este suele ser un defecto de los viejos que no saben abrir su alma a la esperanza de los ignorantes incapaces de mirar las cosas bajo diferentes aspectos, y de los entendimientos débiles que sucumben en cualquiera lucha. Algunos disfrazan esta descortés costumbre con el sentimiento de compasión por los males ajenos, esto es, para mostrarse compasivos atormentan a los presentes. Pedro ha muerto de repente; Pablo se ha suicidado; el pan está por las nubes; el pedrisco ha destrozado las viñas; las contribuciones son insoportables; la guerra es inminente; la peste se acerca. Falta, poco para que nos anuncien el fin del mundo, cual sucedía en los pasados siglos, idea que suele insinuarse en los discursos de la plebe, cuando alguna calamidad le aflige.
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