Cortesía de unas naciones a otras. II.
Los Godos condenaban a muerte al que abandonase el país o quisiera abandonarlo.
La cortesía de unas naciones a otras.
Moisés que deseaba preservar de la idolatría a su pueblo circundado de idólatras, le prohibió el matrimonio con los extranjeros, y en sus leyes se mostró algo duro con ellos.
Los forasteros deben ser por efecto de celo alejados de aquellos países en que los ciudadanos deciden de los negocios y distribuyen los cargos en la plaza pública, porque aquellos cargos suelen cederse al mejor postor, y cada vendedor quisiera ser solo como cada comprador también quisiera serlo. He aquí la razón porque en Atenas un extranjero que se mezclase en las asambleas del pueblo era muerto, y porque los griegos se batían con tanto calor contra los persas, los cuales si hubiesen sido dueños de Grecia, habrían abolido aquel mercado (Nota 2).
(Nota 2). Esta ocurrencia del autor echa abajo el amor patrio, el amor a la independencia y el amor a las instituciones políticas que tanto distinguieron a los griegos. Es atribuir a una causa muy miserable el sublime motivo del valor que hizo triunfar a los griegos. Gioja ha sido muy injusto y Milcíades y Temístocles y Alcíbiades no pudieron nunca imaginar que sus victorias se atribuyeran a tan mezquino impulso. ¡Cuán diferente es la idea que concibe uno del valor de los griegos cuando ve a un puñado de hombres defenderse contra un millón de soldados!
Esta es una de las razones por las cuales las repúblicas se mostraron más avaras en conceder a los extranjeros el derecho de ciudadanía que los monárquicos.
Los cartagineses que eran grandes comerciantes, ahogaban a los que iban a traficar a Cerdeña y hacia las
columnas de Hércules.
En Atenas solo podían comerciar en el público mercado los extranjeros domiciliados, después de haber satisfecho la contribución que se les imponía. Los otros debían exponer sus mercancías en el Pireo.
En estado habitual de guerra, temiéndo los príncipes la disminución de sus ejércitos y el aumento de los ejércitos enemigos, prohibían la emigración al extranjero. Los Godos condenaban a muerte al que abandonase el país o quisiera abandonarlo, y si el reo obtenía del soberano el perdón de la vida, era condenado a cárcel perpetua, o azotado o privado de la vista. Con esta y otras leyes semejantes se asociaba en la mente del pueblo la idea de extranjero con la idea de delito. La guerra acostumbra de tal modo los pueblos a la carnicería, que se miran como enemigos desde el momento en que no viven en el mismo territorio. Los africanos de la costa de Zanguebar, víctimas de la crueldad de los portugueses, asesinan a cuantos se acercan a su país. Los tártaros y los habitantes de la Taurida robaron y mataron durante largo tiempo a los que se metían en sus tierras.
Como los conquistadores están persuadidos del odio que despiertan en los pueblos conquistados, los deprimen, ensalzando otro tanto a los nacionales que los ayudaron a sujetarlos. Después de la conquista de Inglaterra por los daneses, cuando un inglés encontraba a uno de éstos en un puente o en otro sitio angosto, estaba obligado a detenerse, descubrirse, saludarle y no moverse de allí hasta que lo hubiese perdido de vista.
Las recíprocas asechanzas que en los pasados siglos se tendían los estados, los renacientes rompimientos de los tratados sin pública infamia, el recurrir a las armas sin previa declaración de guerra, los enemigos interiores, que por espíritu de partido se unían a los extranjeros, las prontas sublevaciones de la plebe cuando los tribunales eran malos, todo esto movía la desconfianza de los Soberanos contra cuantos venían del extranjero o tenían la apariencia de serlo. De aquí provinieron los protectores de los extranjeros y los cónsules más tarde. Cuando los griegos, depuesta después de muchos siglos la natural rudeza, comenzaron a gustar las ventajas del comercio, establecieron en sus ciudades personas encargadas de procurar a los extranjeros hospedaje cómodo y cuantos placeres dependiesen de ellos. Dieron el derecho de ciudadanía a los príncipes que recibían bien a sus comerciantes, y finalmente, pusieron a los forasteros bajo la protección de una divinidad particular.
Los romanos más bárbaros que los griegos porque eran conquistadores y no comerciantes, destinaron a los embajadores extranjeros un lugar distinguido en el circo y en el teatro, y admitían gratuitamente a los extranjeros a los baños públicos, al paso que los ciudadanos pagaban; concedieron el honorífico título de aliados a los pueblos de quienes habían recibido servicios, o a los cuales no hubiesen podido sujetar, y crearon un juez para decidir las cuestiones de los extranjeros.
En la edad media la devoción logró que los peregrinos fuesen libres de los infinitos y gravosos peajes que los señores feudales habian establecido en cada puente, canal, entrada de ciudad o pueblo, lugar alto o sitio plano. Los torneos atraían de todos los países forasteros ilustres a quienes los príncipes regalaban trajes suntuosos, y los recibían de ellos. El comercio, que después del siglo XI emprendieron los venecianos, pisanos y genoveses en todos los sitios del mundo conocido, les alcanzó el privilegio de crear tribunales y hacerse juzgar según sus leyes en medio de las naciones extranjeras, fundadas por su industria y sus capitales (Nota 3).
(Nota 3). En caso muy parecido se encontraban los catalanes que no iban en zaga a los republicanos de Italia en sus atrevidas empresas y en sus viajes marítimos.
- Cortesía de unas naciones a otras. I.
- Cortesía de unas naciones a otras. II.
- Cortesía de unas naciones a otras. III.
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