
Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). IX
La función de la lectura permanece poco menos que inalterable a lo largo del tiempo, incluso hasta nuestros días, como medio de formación e información
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Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975)
El nacional-catolicismo no descuidará, antes bien todo lo contrario, el componente sonoro de la correcta ejemplaridad en la actuación lingüística. Sin embargo, las coordenadas en las que operó fueron algo más que distintas. Es probable que, de facto, ese ideario de delicadeza vocal femenina siguiese vigente. A él, desde luego, pareció ajustarse la filmografía de la época, tanto en versiones originales como en los doblajes de las producciones norteamericanas, lo que no deja de ser un dato más que indicativo. En todo caso, la preocupación por antonomasia de la corrección fónica durante la España de Franco iba por otros derroteros bien distintos, y más acusadamente socio- y geolingüísticos que estos.
Hablar bien consistirá, básica y fundamentalmente, en seguir el modelo fónico castellano, evitando cualquier forma de desviación dialectal, tenida por impura, o por deformada, de acuerdo con el paradigma dialectológico acuñado por M. Alvar (nota 21).
Al margen de la cuestión fónica, para poder conversar con propiedad era imprescindible haberse formado adecuadamente, misión encomendada a la lectura, en tanto que vehículo permanente de conocimiento del mundo, más allá de la etapa de escolarización de los individuos (García Barbarín, 1923: 18). Como era de esperar, ello implicaba la radical prescripción de textos sospechosos de albergar la más mínima y larvada sombra de frivolidad, tan inadecuados al ideal galante en el que nos estamos desenvolviendo. Por el contrario, se animaba a la lectura de libros de historia y viajes, además de los clásicos literarios en los que siempre podían encontrarse ejemplos instructivos y patrones modélicos en el uso del idioma. Y, por supuesto, los libros confesionales y textos de fe, cuya lectura convenía ejercer a diario (Escuelas Pías, 1910: 16). Para tan utilitario objetivo lector era recomendable contar con un lápiz a mano, al objeto de subrayar aquello que se considerase más destacado (García Barbarín, 1923).
La función de la lectura permanece poco menos que inalterable a lo largo del tiempo, incluso hasta nuestros días, como medio de formación e información, además de otros usos lúdicos que la liberación de las mentes acepten y que, por lo demás, siempre han estado más o menos presentes, con independencia de los dictados de la cortesía lingüística. Lo que no deja de ser un dato significativo es, justamente, ese acento en el utilitarismo lector y ese rechazo morboso a toda forma de hedonismo.
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Si se exceptúan los clásicos, los viajes y la historia, como es fácil imaginar, aplicando ad pedem literae tan drástico criterio, en el dominio de la frivolidad está condenada a caer la mayor parte de la producción impresa. En 1875 Sinués todavía refiere -y recomienda- la práctica de la lectura en voz alta como gran diversión familiar, normalmente ejercitada tras la cena, entre 10 y 12 de la noche, y preferiblemente declamada por la señora de la casa. Pero está claro que esta debió ir individualizándose progresivamente, al menos en los ámbitos urbanos, como indirectamente apuntan todas esas preocupaciones y restricciones que acabamos de apuntar.
(Nota 21: Me refiero a la idea de que los dialectos son deformaciones geográficas de las normas lingüísticas, tal y como lo expresa el propio Alvar (1969). En otro lugar (García Marcos, 1999b) ya he tratado sobre los vínculos más que manifiestos, y más que intensos, entre la dialectología española de la postguerra y la ideología nacional-catolicista).
Bien es verdad que la decidida actitud que muestra García Barbarín no deja de ser fruto de una victoria de la lectura, especialmente en el caso de las señoritas (nota 22). Entre los formadores en urbanidad no había sido extraña la idea de que la lectura, en el mejor de los casos, hacía perder el tiempo; en el peor trastorna la razón y exalta la imaginación (Escuelas Pías, 1910: 104).
Naturalmente, detrás de los corsés mentales que proscribían la lectura femenina latía una pretensión más silenciosa, sutil, y también más lacerante, como era seleccionar sexualmente la transmisión del conocimiento, apartando a las mujeres de todo aquello que no fuera la más pura y escueta descripción de actividades o hechos ya consumados y, por tanto, inapelables. A principios del siglo XX, por tanto, nos seguimos desenvolviendo en una línea de tensión ideológica sobre la instrumentalidad de la lectura ya iniciada en el racionalismo neoclásico, bien es verdad que desde presupuestos y con miras más que diferentes a los que acabamos de comentar. Desde esas posiciones se albergó la firmísima -y tampoco del todo infundada- convicción de que la transmisión de las nuevas ideas, en la medida en que estaban iluminadas por la razón frente al oscurantismo irracional de la mentalidad del Antiguo Régimen, garantizaba de manera poco menos que automática su implantación y difusión, con la repercusión política subsiguiente e inmediata que de ello cabía esperar.
En cierta medida ese fue el tiempo que inauguró la fe desmedida de todo buen revolucionario en la propaganda, en la propagación de las ideas como acicate, incluso como requisito previo e indispensable, de los movimientos de transformación de las sociedades. Por eso fue también la época de los grandes ejercicios de crítica y divulgación de pensamiento a través de la prensa, del Spectator inglés, o de El Pensador y El Censor en España. Se diría que tampoco fue otra la convicción última que animó al abate Grégoire y a los hombres de la Revolución Francesa de 1789 a llevar a cabo su polémica y profusamente recordada política lingüística, encaminada a hacer del francés, no ya una lengua central y centralizada, sino y sobre todo un instrumento que garantizase la circulación efectiva de las nuevas verdades hasta los últimos rincones del país.
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Ese clisé seguirá vigente en los movimientos revolucionarios de la Europa del siglo XX. Los anarquistas españoles cuidaban con esmero la destreza lectora de sus afiliados, firmemente convencidos de que sólo un obrero que alcanzaba ciertos grados de cultura estaba en condiciones de trabajar por su liberación, de preparar la revolución que ansiaban y con la que soñaban. En las formaciones marxistas, anhelantes de reeditar la Revolución Bolchevique en otras partes del planeta, el aparato de propaganda tenía una importancia crucial.
(Nota 22: La escritura tampoco estaba exenta de tales restricciones, máxime en el caso de la creación literaria. Sinués (1875) justificaba a la mujer escritora -en última instancia a ella misma, como por lo demás reconoce en el texto- por la moralidad y el buen espíritu que pueden llegar a transmitir).
Desde la trinchera ideológica contraria se compartía, paradójica y tal vez sintomáticamente, idéntica preocupación por el cuidado de la propaganda y de la difusión de ideas que, hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XX, van a tener en la letra impresa su único y valiosísimo transmisor. A propósito baste recordar ahora las nunca inocentes preocupaciones lingüísticas de Mussolini o la radical redefinición del diccionario de la lengua alemana, acorde con los principios del credo nazi. Desde el mantenimiento del status quo, desde posiciones del más literal inmovilismo político-ideológico que abogaban por el estricto mantenimiento del orden establecido sin mutaciones a derecha o izquierda, la difusión de las ideas, sobre todo a poco que tuviesen un tinte mínimamente innovador, era interpretada como un enemigo más que potencial.
En principio, se perseguía implacablemente la mera alusión a contenidos que aun lejanamente cuestionasen ese orden inquebrantable, y en especial sus dos grandes pilares, como sabemos, monarquía e iglesia. Todavía en los años 60 y 70, sobre todo entre familias acomodadas en el ámbito rural andaluz, se manifestaba cierta preocupación ante la excesiva afición lectora femenina, igualmente sospechosa de fomentar la molicie y el descuido domésticos. Pero esta no dejaba de ser una manifestación residual de un pausado clausurado. La escuela nacional de Franco se encargó de propiciar la alfabetización masiva y prácticamente generalizada del país, pues no en vano estaban también persuadidos del poder enorme del tránsito impreso de sus verdades políticas.
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