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Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). VIII

En las conversaciones con personas de autoridad se antepondría señor al título de nobleza, al cargo civil que ocupasen los interlocutores o al oficio militar desempeñado

Departamento de Linguística General, Universidad de Almeria
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Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta
Manuales de cortesía. Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta

Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975)

Todo este arsenal apelativo sigue una compleja casuística de uso. Como norma general, e inflexible, se mantiene en cualquier clase de situación comunicativa, sea en interacciones orales (nota 19), sea a través de la escritura. Esta última obliga a variar las formas de tratamiento de acuerdo con el lugar de las cartas en que vayan a ser usadas. Por mencionar un botón de muestra ilustrativo de cuanto digo, García Barbarín (1923) recuerda que en misivas dirigidas al Papa el encabezamiento ha de recoger Beatísimo Padre (Bmo. P.), en tanto que dentro del texto se utilizará Su Santidad o Vuestra Santidad (S. Sd./V. Sd).

La oralidad mantenía formas más o menos estables, aunque en ella crecía la dependencia respecto de la situación de comunicación, los interlocutores o las referencias que se hicieran. En las conversaciones con personas de autoridad se antepondría señor al título de nobleza, al cargo civil que ocupasen los interlocutores o al oficio militar desempeñado a partir del grado de capitán (nota 20). Para referir dichas personas ante un tercero, era preferible recurrir al pronombre su más el correspondiente título que la denotaba ("Su majestad el rey nos recibirá en palacio"), excepto en el caso de que el interlocutor sea pariente del aludido ("Su señor tío, el ministro de agricultura").

Los posesivos introducían una suerte de regla estamental que transcribía el colectivo al que pertenecían los individuos que hablaban, en lo que no deja de ser una forma de subrayar que la identidad social está precisamente ahí, en la adscripción a un grupo del mosaico social y en la perpetuación, también verbalizada, del mosaico en sí mismo. De ese modo, los súbditos dirían mi rey, mi obispo correspondería a los sacerdotes o mi capitán actuaría dentro del estamento militar.

Todas estas fórmulas, por lo demás, cubrían también a las consortes (señora gobernadora), hecho que da fe del papel secundario de la mujer en esa sociedad, pero no del de la unidad familiar. Muy al contrario, es la totalidad de la misma quien ocupa, o deja de ocupar, los cargos de prestigio y poder sociales.

Para concluir con este apartado sólo apuntaré que la interacción comunicativa con un superior también aconsejaba la utilización de fórmulas específicas para solventar necesidades comunicativas muy habituales en los círculos sociales depositarios de la elegancia y la finura en el uso de la lengua. Los ofrecimientos debían realizarse mediante frases como "tendría el honor de ofrecer a usted...", "¿me haría el obsequio de aceptar?", "permítame usted que le ofrezca". Los favores, por su parte, recomendaban fórmulas como "tenga usted la bondad", "¿será usted tan bueno/a que me conceda...?", frente al agradecimiento que parecía aceptable mostrarlo a través de construcciones como "dígnese usted aceptar la expresión de mi gratitud", "se lo agradezco a usted como usted puede imaginar, gracias".

(Nota: 19 No deja de ser curioso, no sé hasta qué punto también tragicómico, que las madres escolapias se dirigiesen a sus alumnas preparándolas explícitamente para mantener conversaciones con el Papa).

(Nota 20: Excluidos de ello quedaban papas, reyes y casa real, respectivamente invocados como Beatísimo (Santo) Padre, Majestad y Alteza).

Para solicitar la repetición de algún fragmento de conversación perdida, se recomendaba emplear "dispénseme usted" o "no he entendido bien", suficientes para mantener el buen tono. Siempre atentos a cultivar ese tacto que encandilaba a E. de Borbón, las faltas propias se subsanaban mediante peticiones indulgentes similares a "sírvase usted dispensarme", "suplico a usted que me dispense la distracción". Las peticiones habían de ser respondidas con "sí señor, con mucho gusto", "tengo gran placer en ello", mientras que cuando era forzoso negar, para no perder la delicadeza, bastaba con "no, señor; mucho lo siento, pero no me es posible".

A la vista de tales consejos, procedentes de la misma pluma que ponderaba sencillez, modestia expresivas y huida de toda afectación, hoy es inevitable tener la sensación de que, o tales conceptos han debido sufrir una aguda mutación en el transcurso de las últimas décadas, o las pautas de urbanidad verbal con las que vivió la España de la mayor parte del siglo XX no dejan de ser un espejismo demasiado -significativamente-cargado de contrasentidos.

3.6. Un mundo (temática y estilísticamente) galante

Breve, concisa y contenida, regida por la más cristiana de las modestias y respetuosa del orden establecido, a la correcta urbanidad en el lenguaje no le cabrá más opción que hacer acopio de la mayor galanura posible. Escenario galante que encontraba su primera, y tal vez más genuina, expresión en una selecta nómina de temas adecuados a tal fin, sobre los que girarían las conversaciones sostenidas por las personas distinguidas, pero que en última instancia también impondría hábitos formales de etiqueta lingüística, entre los que no podían faltar los consabidos listados de usos de la lengua que había que cultivar (y otros que era menester evitar) a fin de propiciar un clima de tales características.

Durante las visitas, actividad más que central en el mundo de relaciones sociales con el que se abre y prolonga el siglo XX, era preferible abordar asuntos agradables, excepto cuando se da el pésame (anónimo, 1920?). En ellas sólo estaba autorizado introducir narraciones -sencillas, claras y breves-, informes lo más metódicos posible sobre algún acontecimiento, preguntas formuladas de la manera que menos hiriese la sensibilidad de los contertulios, cumplidos que no supusiesen lisonjas, pequeñas bromas y citas. Estas últimas, bien escogidas y oportunamente colocadas, denotaban una gran elegancia conversacional y, por supuesto, eran un sutil ingrediente añadido en los cumplidos finos.

Con esas premisas, en el contexto de una sociedad tan circunspecta como la que estamos abordando, la conversación no invitaba, desde luego, a realizar espectaculares explosiones de alegría, ni tan siquiera de buen humor sin matizaciones. Entre personas distinguidas era menester evitar los chistes por principio, en favor de una seriedad grave para el hombre, dulce para la mujer.

Los chistes sólo encerraban peligros, habida cuenta de que en el fondo no eran más que manifestaciones resbaladizas, crueles e irrespetuosas, reflejo en todo caso de un alma malvada. Siempre perniciosos, parecían más denostables entre mujeres.

Como he señalado hace un instante, un mundo en verdad galante no podía renunciar a seleccionar los recursos formales que lo transcribiesen adecuadamente. La Cartilla moderna de urbanidad (anónimo, 1927: 12) sintetizaba de modo más que nítido lo que había sido, y lo que siguió siendo durante mucho tiempo, el ideal por excelencia de dicción, cifrado en hablar pausadamente, pronunciar con claridad y no repetir palabras ni frases.

Desde muy antiguo a la voz se le concedió una importancia determinante, sobremanera en las mujeres. Opinaba Sinués en 1875 que, para mejor contrarrestar la inevitable cólera masculina, la mujer debía desarrollar una serie de sutiles comportamientos. La mujer blanda, por no decir lánguida, capaz de hacer uso de palabras dulces, de sonreír tan solo y, sobre todo, de transmitir armonía con las suaves inflexiones de su voz tenía ganado no poco terreno en esta simbólica, también con frecuencia injusta, batalla de estereotipos para ambos sexos.

Las mujeres cedían de grado el pomposo control de la oratoria y la elocuencia al sexo masculino, recluyéndose a cambio en los modestos, más íntimos y, con toda certeza, más efectivos cuarteles de la dulzura doméstica, ejercida mediante una voz por sí misma capaz de resumir todos estos caracteres. No quiere ello decir que gramática, léxico e incluso la cantidad de producción verbal estuviesen exentas de toda responsabilidad en esta empresa común que era la galanura verbal en la mujer. Sólo que su primera manifestación estaba en el nivel fónico y, como tal toma inicial de contacto con los interlocutores, la voz era considerada el más manifiesto exponente de la feminidad lingüística. No faltaron incluso las explicaciones pseudofisiológicas para sustentar esa perspectiva.

En época de Sinués se albergaba la convicción de que la voz reflejaba la personalidad (1875: 229-235), distinguiendo dos grandes tipos al respecto, directamente vinculados a otras tantas formas de personalidad. De un lado, existían caracteres violentos, coléricos, malhumorados, poseedores de voces ásperas y desagradables que contrastan vivamente con los temperamentos dulces y suaves que generan voces moduladas, más apropiadas para la persuasión. La voz, en principio, era un atributo natural y, dada esa condición, no podía ser modificada por completo, si bien cabrá atenuar sus malos vicios a través de la educación, convicción que se mantendrá hasta la Guerra Civil.

 

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