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Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). V

La escuela y el hogar eran los otros ámbitos en los que resultaba apropiado un silencio, quizá no tan drástico como el del templo, pero sí con escasísimas excepciones

Departamento de Linguística General, Universidad de Almeria
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Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta
Manuales de cortesía. Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta

Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975)

Tan contundente economía verbal llegaba incluso a desembocar en el más completo de los silencios, cuya significación cobraba aspectos diversos en función del contexto en el que se desarrollaba. Dentro del templo sólo había lugar para el recogimiento íntimo, emocionado incluso, pero silencioso a ultranza, presto para captar mejor las verdades y los misterios profundos de la fe. Cuando la divinidad habla sin voz, de la feligresía sólo cabe esperar que escuche a través del silencio, o cuando menos que manifieste la voluntad de hacerlo. Por ello se recomendaba rezar mentalmente, o hacerlo en voz bajísima e inaudible para los demás (Cartilla moderna de urbanidad, anónimo, 1927: 38), no permitiéndose el más mínimo resquicio de expresión lingüística, ni tan siquiera para un monosilábico saludo entre personas de intimidad que hubiesen pasado una temporada más o menos larga sin encontrarse, dejando paso en su lugar al componente gestual con una leve y rápida inclinación de cabeza (Escuelas Pías, 1910: 152-160).

Por supuesto que el compromiso del general Franco con la Iglesia Católica condujo a recomendaciones análogas. Todo ello no dejaba de comportar una manifestación del poder divino, ante cuya dimensión los hombres perdían el don del ejercicio de la palabra (nota 8). Pero del mismo modo determinaba significativos ejes del poder psicosocial atribuido al clero, único estamento humano, no sólo autorizado a sortear esa dinámica comunicativa durante las celebraciones religiosas, sino también a convertirse en albacea semiótico de los designios indescifrables contenidos en el hermético silencio de los dioses.

La escuela y el hogar eran los otros ámbitos en los que resultaba apropiado un silencio, quizá no tan drástico como el del templo, pero sí con escasísimas excepciones y, en todo caso, intensificando la característica parquedad verbal de las personas con gusto, refinamiento y tacto. Sabido es que el silencio escolar, sólo quebrantable para responder a los requerimientos de los docentes, suponía una forma de reconocimiento y respeto hacia estos. Sorprende más, o lo hace desde la mentalidad actual, el cuasi mutismo que reinaría en las familias elegantes, mitad expresión de respeto, mitad transcripción de una mentalidad individualista a ultranza.

(Nota 8: Curiosamente, el don humano de la palabra ha sido atribuido en la historia de las grandes religiones a la intervención de la divinidad, desde el mismo inicio de la historia en la antigua Mesopotamia (García Marcos, 2001)).

El tópico, de todas formas, permanece vigente hasta casi la segunda mitad del siglo XX, ya que E. de Borbón recomienda mantener una distancia considerable en la relación entre padres e hijos, fuera de la cual no es posible, a su juicio, ejercer una educación responsable y efectiva. A consecuencia de ello se evitarán las intimidades que perviertan esa relación y que, en el peor de los supuestos, lleguen a convertirla en un mero vínculo amistoso.

Por descontado que las confidencias madre/hijo se consideran imposibles por definición, predominando de manera harto nítida la tabuización en los intercambios comunicativos entre hablantes de distinto sexo, incluso por encima de lazos tan directos como los que unen a una madre con su hijo. Sólo son admisibles las que discurrirían entre madre e hija, que de todas formas habían de ser evitadas hasta el momento del matrimonio (nota 9).

La comedida actividad lingüística recomendada por la urbanidad tampoco hacía distingos según el canal empleado. Si hasta ahora hemos conocido algunas de sus manifestaciones en la vida oral de la lengua, la escritura tampoco se vio libre de sus protocolos y recomendaciones. Hay que empezar diciendo al respecto que, por descontado, este no era asunto intrascendente, antes todo lo contrario, entre las costumbres corteses de la época. La mayoría de los libros de urbanidad y cartillas formativas de los escolares, al menos hasta antes de 1936, consagraban un espacio específico para la instrucción de los jóvenes bien educados en el correcto y adecuado uso de la escritura que, como tendremos ocasión de comprobar de inmediato, se hallaba absoluta y totalmente convenido desde el eje social. Al mismo tiempo, esta circunstancia testimonia el auge de su uso para avatares sociales de índole diversa, como parece indicar la nómina relativamente amplia de opciones con las que contaban los hombres y las mujeres que recurrieron a la comunicación escrita durante aquella época.

No en vano algunos textos, como el "Trato social y buenas maneras. Lecciones para las señoritas alumnas de las religiosas hijas de María", editado por la reverendas madres escolapias, recogen explícitamente el gran uso de la misma, probablemente más en las mujeres que en los hombres, como presumía la Vizcondesa de Bestard de la Torre, quien además señalaba que tal inclinación femenina no dejaba de ser valorada con cierto burlón desdén entre el sexo opuesto (Escuelas Pías, 1910: 138). Como digo, el ideal estilístico de las cartas quedaba configurado en torno a ese tono neutro, sencillo y moderado que ya conocemos.

(Nota 9: Para las damas refinadas, a la vista está, el sacramento y la convención social que conllevaba el matrimonio se resolvían mediante un mismo procedimiento verbal, la confesión, realizada ante la autoridad pertinente en cada caso, el sacerdote o la madre).

Para contribuir al mismo había que evitar las muletillas, los equívocos y los términos ambiguos, suprimiendo cualquier tentación gráfica en forma de viñetas, dibujos o colorido (nota 10). Tampoco estaba bien visto cruzar la letra y, por descontado, se sugería hacer acopio de buena caligrafía e irreprochable ortografía. Su tono dependería del interlocutor al que iba dirigida la correspondencia, siendo apropiado el máximo respeto posible para con los superiores, la llaneza para con los iguales y el cariño para con los inferiores.

El utilitarismo que movía al uso de la correspondencia redoblaba el énfasis en hacer la mayor demostración posible de transparencia expositiva, reproduciendo por escrito la sencillez de la conversación. Clara, llana y fácil, como recordaban las Cartas instructivas de García Barbarín que conocen su quinta edición en 1923, a la correspondencia parecía convenirle lo "poco y bueno" a lo "mucho y malo" (García Barbarín, 1923: 8). Desde luego, a través de esa certera y precisa contención estilística la correspondencia estaría en mejores condiciones de responder a los fines comunicativos que impulsaban a su uso, concentrados en torno a tres grandes epígrafes: mantener relaciones de familia, de amistad o de negocios, en lo que parece constituir la tríada psicosocial en la que se desenvolvió aquella sociedad. Las de negocios tratarían únicamente el asunto que las motivase, y en ellas, más que en ninguna otra forma de correspondencia, sería necesario encarecer la brevedad estilística que se recomendaba como norma general. Habrían de ser contestadas todas las cartas de esta clase que se recibiesen, sin excusa de ningún tipo.

Las cartas de cortesía exceden un tanto el marco de los meros círculos de amistad desde el que están, a priori, contempladas. Mediante ellas se respondía a quien habían escrito con anterioridad, se testimoniaba la gratitud (nota 11), servían para contestar a invitaciones que hubiesen sido cursadas previamente, para manifestar júbilo por hechos beneficiosos, o condolencia por los luctuosos y, en fin, para felicitar a sus destinatarias (nota 12).

Esta correspondencia iría dirigida a superiores, bienhechores, amigos íntimos y, de forma más restringida, a otras amistades en sentido amplio. En ese listado se me antojan especialmente significativas dos cuestiones: una, que la correspondencia, al parecer, cuando menos entre las clases medias, sólo miraba hacia arriba en la pirámide social; dos, que incluye la figura del bienhechor, del "padrino social" que ha influido en la consecución de algún fin social mediante el poder que detentase (nota 13). Lo que más me llama la atención es que esa figura estuviese tan socialmente sancionada que figurase en los libros de formación de instituciones tan elitistas como los escolapios. Por último, quisiera destacar también que las cartas familiares estaban dirigidas a parientes y amigos de máxima intimidad. En ellas podía incurrirse en la mala tentación de llenarlas de asuntos frívolos, como el mero intercambio de noticias cotidianas propias o ajenas, clase de contenido que había de ser evitado y sustituido por la escueta información sobre acontecimientos destacados en la vida de cada cual (Escuelas Pías, 1910: 140).

(Nota 10: En este apartado sólo se aceptan el escudo de armas familiar, el monograma y las iniciales en la parte superior izquierda).

(Nota 11: Lo que cubre, además, una casuística diversificadísima, desde los favores recibidos directamente, hasta los libros donados por un autor, o la atención dispensada a una tercera persona que antes ha sido recomendada por quien escribe la carta).

(Nota 12: Posibles felicitaciones que han de responder a alguno de los siguientes supuestos: fiestas, onomásticas, pascuas, principio y fin de año).

 

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