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Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). X

Las costumbres lingüísticas que la cortesía trataba de erradicar de los repertorios de grupos hegemónicos dentro del mundo urbano se fueron desplazando, bien hacia capas bajas del espectro social, bien hacia el mundo rural

Departamento de Linguística General, Universidad de Almeria
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Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta
Manuales de cortesía. Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta

Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975)

4. A modo de conclusión

En las páginas anteriores he tratado de realizar una primera cala, no sé hasta qué punto suficiente, en algunos de los aspectos que conformaron el ideal de la cortesía española entre 1875 y 1975, sin ignorar que ello permitía cuando menos ilustrar parte de la propia historia interna del país. Ese propósito, en gran medida por fuerza concentrado en el terreno diacrónico, no por ello deja de aproximarnos a las raíces de las que se nutren algunos hábitos lingüísticos vigentes hasta nuestros días, o hasta fechas muy recientes. Buena parte de esa pervivencia registra una constante muy significativa, quizá indicativa también de otros mecanismos semióticos que operan en las sociedades humanas a través del tiempo y de su organización social.

Las costumbres lingüísticas que la cortesía trataba de erradicar de los repertorios de grupos hegemónicos dentro del mundo urbano se fueron desplazando, bien hacia capas bajas del espectro social, bien hacia el mundo rural. Desde luego que ha sido allí donde durante más tiempo los hijos han evitado tutear a los padres y sobre todo a los abuelos (nota 23), donde predomina en la actualidad el uso de apodos, en muchas ocasiones hereditarios y familiares, como medio de identificación más segura e inmediata de los miembros de sus comunidades o donde, en fin, se practicó la lectura hogareña en voz alta, tradición que pervivió hasta los años 50 y 60, aunque menos especializada sexual y jerárquicamente, pues fue ejercida sin más por los miembros alfabetos de cada familia.

(Nota 23: Fenómeno al que tampoco son ajenos otros hablantes del mundo hispánico. En Colombia no es desconocido el uso de usted para dirigirse a los padres, principalmente concentrado en estratos medios y bajos, en tanto que las zonas altas de la pirámide social prefieren el tuteo. A pesar de todo en el español bogotano parece estar creciendo una tendencia que intercala ambos procedimientos. Debo agradecer a la profesora Neyla Pardo sus valiosísimas informaciones al respecto).

En todo caso, a medida que la escolarización fue extendiéndose, y las distracciones diversificándose con la paulatina incorporación de los medios de comunicación de masas a la vida doméstica, ese hábito se perdió por completo. Otras veces esos restos de antigua cortesía verbal han constituido un indicio manifiesto de la lentitud con la que determinados colectivos sociales han ido incorporándose a la evolución de los tiempos.

El estamento militar, que no en vano fue el último bastión de la España pre-democrática, ha mantenido inalterable las fórmulas gremiales de apelación con posesivo. En otras ocasiones, sin embargo, nos hallamos ante auténticos fósiles lingüísticos que testimonian un pasado en situación de irreversible extinción. En la España que abre el siglo XXI todavía es posible encontrar personas de avanzada edad que mencionan el nombre de Dios, de la Virgen María o de las altas jerarquías de la santidad en cualquier clase de conversación, como si de fieles discípulos escolapios se tratase, a la usanza de 1910, en lo que no deja de ser un comportamiento excepcional, incluso entre los propios católicos.

De todas formas, como advertía, todo ello no es más que mera información colateral para una investigación cuyos objetivos principales estaban concentrados en tratar de aproximarse a la regulación social ejercida sobre el comportamiento lingüístico de una época, en íntima conexión con otros aspectos de índole social, ideológica e histórica. Esa fotografía sociolingüística a la que en última instancia se aspiraba está poblada de seres opacos, capaces de ensamblar el más complacido de los talantes frente a alocuciones que les resultaban tediosas o de despedir a las visitas, lamentándose del corto tiempo que les habían dispensado, invitándolas a que prolongasen su estancia, pero acompañándolas sin retorno posible hasta la puerta. Comportamientos de este calado son a la vez un nítido exponente de hasta qué punto predominaba el culto, en ocasiones casi rayano en lo obsesivo, por las buenas formas sociales, en el más literal de los sentidos admitidos por el término "forma". La opacidad de estos seres, por otra parte, no conocía límites ni restricciones. Incluso el mismo entorno familiar se encontraba surcado, quizá minado, por callados túneles de privacidad que no transcendían ni siquiera para con sus semejantes más inmediatos.

No es de extrañar que, sobremanera durante las dos primeras décadas del siglo XX, la familia que abunda en los círculos de la España socialmente elevada sea un ente hermético en todas sus manifestaciones, no sólo en lo lingüístico. De la misma forma que estaba proscrita con letras mayúsculas la transmisión de secretos familiares, ese fanático velo que oculta lo familiar de los ojos ajenos alcanzaba incluso sus más inocentes manifestaciones, como los juegos de los pequeños que convenía verlos discurrir en el hogar doméstico, no en la calle, como recomendaban las siempre precavidas madres escolapias.

Existió, por tanto, un canto a la privacidad a ultranza, a la desconfianza suma, a la consideración del lenguaje como un instrumento de transmisión de información, negocios, etc., pero no de transparencia de la personalidad individual y de sus cuitas, ni siquiera en los tejidos más íntimos de la biografía de los seres humanos; hecho que no deja de ser, como mínimo, una invitación a la reflexión sobre dos cuestiones: una, cómo se puede construir una intimidad real sin comunicación que la medie; dos, que la moralidad cristiana, tan a menudo invocada, no dejaba de ser una excusa formal y vacía de contenido, hasta el punto de fomentar hábitos lingüísticos tan contrarios a su dogma como esa insinceridad a ultranza con la que parecían querer dotar a todas las personas refinadas de la época.

La causa eficiente de semejante oscurantismo ontológico se repartía, en partes asimétricas, entre el lenguaje y el no lenguaje, entre un conjunto de formas lingüísticas estereotipadas incapaces de testimoniar la más mínima gota de individualidad o, en el extremo lingüístico opuesto pero con idéntica función social, la exhortación al mayor comedimiento posible, incluso al silencio. En todo caso, ambos polos de la urbanidad lingüística española de ese período se presuponían, y hasta se complementaban. Convenía hablar lo menos posible, pero cuando había que hacerlo, cuando el silencio cedía su lugar al lenguaje, entonces la actuación verbal discurría entre un listado metódico y profuso de temas y recursos lingüísticos aptos, pertinentes.

Es inevitable preguntarse dónde quedaba espacio -si es que quedaba realmente alguno- para el pensamiento autónomo, para la expresión particular y, en definitiva, para la libertad individual, más que mínima se diría que casi inexistente.

En gran medida la pregunta es bastante ociosa porque indirectamente la respondió hace ya algunas décadas Adorno (1967) al caracterizar el desarrollo y expansión de una ideología como una gran operación lingüística colectiva. No pretendo equiparar la urbanidad lingüística con la jerga que sustenta y oculta las ideologías desde la perspectiva de Adorno; sí, en cambio, llamar la atención sobre la circunstancia evidente de que algunos de los rasgos de la segunda concuerdan con las atribuciones sociales encomendadas a la primera, tal y como han sido comentadas en los apartados anteriores.

En efecto, la urbanidad y la cortesía verbales también terminan conformando mensajes automáticos que, aferrados al más estricto nominalismo, sin embargo intentan mostrarse como auténticos, cuando en realidad se desenvuelven en un universo antitético porque, como señala Adorno (1967: 16) "quien domine la jerga, no necesita decir lo que piensa, ni siquiera pensarlo rectamente". Al igual que en esta, prima la relación yo-tú, sustituyendo incluso la objetividad que excede a ese marco referencial y, consiguientemente, conlleva un irracionalismo puro, mecánico, perfectamente consecuente con el automatismo del que arranca.

Estoy convencido, además, de que las notas definitorias de la jerga son susceptibles de ser extrapoladas para la interpretación de hechos lingüísticos como la cortesía verbal justo por la existencia de un principio de reversibilidad entre la ideología y el lenguaje; esto es, porque no sólo podemos interpretar la ideología como lenguaje en términos de Adorno, sino porque también la actividad lingüística puede ser entendida en términos ideológicos, siguiendo ahora a Gramsci o a Bajtín.

 

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