De nuestros deberes respecto a los pobres, a los enfermos y a los desgraciados. II.
La urbanidad encierra una misión mucho más dulce y más suave que la de dar elegancia a nuestras maneras e iniciarnos en las prácticas escogidas de una sociedad de buen tono.
Nunca diremos a un enfermo que hallamos sus facciones alteradas, ni le haremos preguntas que puedan alarmarle.
Cuando la enfermedad ha pasado a ser crónica, lo más conveniente es no hacerle preguntas indiscretas, y procurar por lo contrario divertirle y distraerle.
Nada es más imprudente y absurdo que la conducta de aquellas personas que refieren a los enfermos otros casos análogos al suyo, cuyos pacientes han sufrido muchos años o han sucumbido a su dolencia.
Esto es al mismo tiempo falla de bondad, de juicio y de tacto, y sin embargo hay muchas gentes que incurren en ella, porque no meditan bastante sus palabras.
Lejos de esto, debemos hacer olvidar en cuanto sea posible sus males a los que están enfermos; así por ejemplo si salimos con uno que se cansa, diremos que nos fatiga ir muy de prisa, si estamos con uno a quien haga daño lar luz, diremos que nos molesta, etc. Hay en la naturaleza humana un principio egoísta y envidioso, que se desconsuela al verse privado del bien que disfrutan los demás.
Preciso es ser tolerantes con los pobres enfermos, y ahorrarles toda clase de mortificaciones, porque su angustioso estado los hace ser más susceptibles.
Si la enfermedad, no está muy visible, y nos halda de ella el enfermo, asegurémosle que no la hemos echado de ver.
Si se detiene mucho en sus pormenores, no cambiemos de conversación, porque esto te haría creer que nos importuna y que no nos interesamos por el.
Si se trata de una persona que tenga la vista muy débil, le acercaremos los objetos sin afectación y sin demostrarle que creemos que necesita de nuestro auxilio. Si se trata de uno que esté un poco sordo, no levantemos demasiado la voz, ni nos impacientemos de modo que le recordemos su desgracia.
Hay algunas personas que so pretexto de excesiva sensibilidad se alejan de los pobres enfermos. Esto no es sensibilidad, sino repugnante egoísmo. Los que obren así, podrán engañar a tos estúpidos, pero nunca se conciliarán el aprecio y la simpatía de las personas sensatas.
Pensemos que tal vez mañana seremos víctimas de la enfermedad que nos horroriza; y que ¡ay de nosotros si todos tuviesen esa misma exquisita sensibilidad de que hacemos un necio alarde!
La caridad es mucho menos difícil de ejercerse con los pobres, que con aquellos a quienes un revés de la suerte ha colocado en una situación precaria y miserable. Para socorrer a estos últimos se necesita un tacto una finura y sobre todo una abnegación sin límites, para que el beneficio no degenere en injuria y no le hagamos un daño moral superior al que le hace la suerte.
Para dar en estos casos con finura, es preciso renunciar de antemano a la recompensa del agradecimiento, y hacer que nuestras dádivas aparezcan como el precio de un trabajo cualquiera, aunque para nosotros no tenga valor ni lo necesitemos.
Si nos convidasen a sus modestas comidas, las aceptaremos sin resistencia, y procuraremos demostrar buen humor y apetito. Si nos hacen algún pequeño regalo, nunca nos mostraremos pesarosos por el temor de que les haya costado sacrificios.
No les hablemos nunca de su penosa situación; pero si ellos nos la refieren, acojamos su confianza con verdadero interés y tierno afecto.
Nunca serán excesivas las consideraciones con que tratemos a los desgraciados, y cuanto más procuremos honrarlos en público, más nos honraremos a nosotros mismos.
Si uno de estos infelices con quienes se muestra tan avara la fortuna, entrase en nuestra casa, en el acto en que estuviéramos recibiendo visitas, le daremos el lugar que le corresponde por su nacimiento y educación, y le manifestaremos tanta deferencia, como a las demás personas que nos favorecen.
Por pobres que sean sus vestidos, no nos avergoncemos de saludarlos en la calle o en cualquiera parte que los encontremos.
Sin embargo, como el objeto de este delicado proceder es no ofender su susceptibilidad, nunca los expondremos a hallarse en una sociedad que pueda humillarlos con el contraste de su lujo. Si salimos con ellos, nos pondremos nuestro más modesto traje, para no avergonzarlos.
Procuremos no colocarlos jamás en el compromiso de presentarse vestidos póbremente en una reunión elegante, pues entonces parecerá que hacemos un ridículo alarde de nuestra bondad sin tener en cuenta su martirio.
Mi tarea está ya terminada: ojalá correspondan los beneficios que produzca, a la verdadera fe y convicción que me han inspirado cada una de sus páginas; porque en la senda del progreso que tan rápidamente recorremos, el hombre llegará a ser ciudadano del mundo; y para serlo dignamente, necesita elevar la urbanidad a su último grado de perfección y cultura.
La urbanidad es una lengua universal, comprensible a todos los pueblos de la tierra, y el que la posea puede lanzarse sin temor hasta a las más apartadas regiones, seguro de que por do quiera será amado, respetado y bendecido.
Aun los pueblos más incultos profesan casi una fanática idolatría hacia los hombres de modales distinguidos, y los rodean de atenciones y respeto; por lo tanto podré concluir diciendo: que la urbanidad es una moneda de valor inmenso, que circula por todos los ámbitos de la tierra.
- De nuestros deberes respecto a los pobres, a los enfermos y a los desgraciados. I.
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