Del tacto social II . Manual de Carreño
Si una persona de poco tacto llegare a ponernos en el caso de dirigir la palabra a otra con la cual estemos mal avenidos, hagámoslo de una manera cortés y afable
Tacto social: dignidad, discreción y delicadeza
Manual de Buenas Costumbres y Modales. Urbanidad y Buenas Maneras
Aquella urbanidad
24. Cuando la persona con quien hablamos está desavenida con su familia, es poco tacto preguntarle por ésta, o hacer en la conversación alguna alusión que bajo tal respecto pueda ponerla en embarazo.
25. Cuando después de algún tiempo de ausencia, nos encontremos por primera vez reunidos con dos amigos nuestros que lo hayan sido también entre sí, no les dirijamos la palabra de manera que los pongamos en la necesidad de hablarse o extenderse amigablemente, mientras no observemos que existe entre ellos la misma armonía que antes de nuestra ausencia. Y evitemos siempre poner en aquel caso a dos personas que sabemos se encuentran desavenidas o a quienes tengamos motivos para creer no les sea agradable el tratarse.
26. Si una persona de poco tacto llegare a ponernos en el caso de dirigir la palabra a otra con la cual estemos mal avenidos, hagámoslo de una manera cortés y afable, pues sean cuales fueren nuestros resentimientos, en aquel acto sería altamente impropia toda muestra de repugnancia o desabrimiento. Y si nuestro desacuerdo procede por causa de naturaleza grave, y nos costare por tanto un grande esfuerzo el manifestar afabilidad, siempre tendremos el recurso de retiramos pasado un breve rato.
27. Cuando una persona que nos haya ofendido se dirija a nosotros con el objeto de satisfacernos, mostrémonos con ella delicados, generosos y afables; y si el asunto de que se trate no valiera la pena de entrar en detenidas explicaciones, saquémosla prontamente del embarazo que siempre se experimenta en tales casos, manifestándole que su sola intención nos deja satisfechos, y excitándola con ingenuo y amistoso empeño a variar la conversación. Estas consideraciones hacia la persona que expresa el deseo de satisfacer a otra, serán todavía más esmeradas cuando un caballero haya de tributarías a una señora.
28. Ninguna consideración puede obligarnos a cultivar relaciones que evidentemente hayan llegado a sernos perjudiciales; pero nada nos autoriza tampoco para cortarlas bruscamente, en tanto que nos sea posible contemplar el amor propio de personas de quienes hemos recibido muestras de estimación y afecto. Cuando nos veamos, pues, en tan penosa necesidad, apelemos a las frías fórmulas de la etiqueta, de que usaremos sin dejar nunca de ser afables; y omitiendo todo acto de familiaridad en el trato con la persona a quien nos importa alejar de nosotros, conseguiremos indudablemente nuestro objeto, sin causarle el sonrojo de manifestárselo por medio de un acto explícito.
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29. Siempre que una persona incurra a nuestra presencia en una falta cualquiera, usemos de un discreto disimulo, y aparezcamos como si nada hubiésemos advertido.
30. En los círculos donde veamos que se ignoran las reglas de la etiqueta, limitémonos a observar aquellas que sean absolutamente indispensables para manejarnos con dignidad y decencia; el observar además aquellas que sólo tienden a comunicar gravedad y elegancia a los actos sociales, mortificaría a los circunstantes, por cuanto creerían que íbamos a ostentar entre ellos la superioridad de nuestra educación.
31. La persona que cante o toque en una reunión, deberá adaptar sus piezas a la naturaleza del auditorio. La música seria y profunda es tan sólo propia para los círculos de aficionados; así como la música brillante y alegre, es la única que agrada entre personas que no poseen los conocimientos necesarios para poder gustar de lo más sublime y recóndito del arte. Y es de advertirse también que en uno y Otro caso, cuando la reunión no es exclusivamente filarmónica, sino que tiene además por objeto otros entretenimientos, las piezas que se canten o se toquen deben ser siempre cortas, a fin de que no lleguen nunca a fastidiar al auditorio.
32. Para nada debemos ser más mirados y circunspectos que para pedir a otro nos informe de algún hecho que deseamos conocer. El hombre de tacto no hace jamás una pregunta indiscreta, ni se expone al sonrojo de una negativa o de una respuesta evasiva; y cuando se ve en el caso de inquirir algo, elige las personas a quienes tiene más derecho de interrogar, y las oportunidades en que sus preguntas han de aparecer más prudentes y naturales, y por lo tanto más dignas de ser satisfechas.
33. Si vemos que una persona intenta hacer algo contrario a su salud, naturalmente procuraremos impedírselo por los medios que nos sugiera el grado de amistad que con ella nos una; mas tratándose de un hecho ya consumado, abstengámonos de causar a nadie temores y alarmas, y limitémonos a hacer prudentemente aquellas indicaciones a que estemos llamados, con el objeto de evitar el resultado que sea de temerse.
34. No digamos nunca a una persona que la encontramos aniquilada o de mal semblante, ni le preguntemos qué enfermedad sufre, tan sólo porque la notemos macilenta y descolorida, ni le manifestemos hallarla con demasiadas carnes. Para que cualquiera de estas manifestaciones deje de ser una falta de tacto, se necesita que la persona a quien se dirige nos la haya sugerido ella misma de algún modo, y sobre todo que no lo acompañemos de sorpresa ni menos de aspaviento.
35. Evitemos, en cuanto nos sea posible, el hablar a una persona sobre su edad, y guardémonos de decir a nadie la que creamos representa en su exterior, aún cuando nos excite expresamente a ello. Las conversaciones de esta especie son enteramente ajenas de la buena sociedad, y sobre todo de las personas de fino tacto, las cuales deben siempre contemplar los inocentes caprichos y debilidades del corazón humano.
36. Delante de personas de edad muy avanzada, no se atribuye jamás a la vejez una enfermedad cualquiera de que se trate; ni hablando de un enfermo, se dice que no podrá restablecerse porque sus años han gastado ya sus fuerzas; ni se emite, en fin, ningún juicio que directa o indirectamente tienda a presentar a la ancianidad como excluida de ciertos actos, goces o costumbres de la vida social, ni como llamada a un género especial de vida, ni mucho menos como cercana al sepulcro.
37. Cuando una persona tome equivocadamente para sí y manifieste agradecernos un saludo, una expresión atenta, o cualquiera otra demostración obsequiosa que en sociedad dirijamos a otra persona, guardémonos de sacarla de su error, y mostremos por el contrario, con toda naturalidad, que era a ella a quien nos hablamos dirigido.
38. La amistad suele imponernos el penoso deber de comunicar a una persona un acontecimiento para ella desgraciado; y si no procedemos en esto con suma delicadeza, si no procuramos atenuar la fuerza de sus impresiones por medio de precauciones juiciosas y oportunas, la entregamos a toda la vehemencia del dolor, y acaso añadiremos a sus sufrimientos morales el quebranto de su salud. Para dar una noticia fatal procuremos preparar gradualmente el ánimo de la persona que ha de recibirla y, si no nos es posible, valgámonos de alguno de sus deudos, que son siempre los más llamados a ejercer estos tristes oficios, y los que pueden hacerlo de una manera más prudente y oportuna.
39. Guardémonos de dirigirnos a una persona, por muy amistosa que sea nuestra intención, a pedirle informes ni a hablarle de ninguna manera sobre una desgracia que sabemos acaba de acontecerle, mientras no estemos seguros de que ha llegado ya a su conocimiento; a no ser que seamos nosotros mismos los llamados a participársela, pues entonces nos apresuraremos a llevar nuestro deber, de la manera que queda indicada en el párrafo anterior.
40. Jamás entremos con nadie en detenidas discusiones sobre aquellas materias en que los hombres profesan generalmente opiniones sistemáticas en las cuales permanecen siempre y aún llegan a aferrarse. Las personas de tacto no sólo respetan las opiniones de todas las demás personas, sino que, para ser siempre agradables en su trato, omiten el defender las suyas propias, cuando alguno las ataca sin una intención ofensiva y maligna; a menos que un ministerio legítimo las llame a sostenerlas y propagarlas, en cumplimiento de un deber profesional y de conciencia.
Rara será la ocasión en que la tolerancia no sea en estos casos el mejor partido, y más rara todavía aquella en que la controversia no deje en los ánimos un rastro de malevolencia, o por lo menos de desabrimiento.
41. A la persona que se dispone a emprender un viaje, no se le hacen encargos que puedan causarle incomodidades, sino cuando se tiene con ella una íntima confianza, o cuando se trata de un asunto muy importante y no puede emplearse otro medio para lograr lo que se desea. El que pretende que una persona se encargue de conducirle a otro punto un objeto cualquiera, no debe creer justificada su exigencia por la sola circunstancia de que éste sea poco voluminoso; pues fundados en esta razón podrían otros muchos amigos creerse autorizados para hacerle iguales encargos, y nada hay más embarazoso y desagradable que la conducción de un lugar a otro de diferentes objetos ajenos, para ocuparse luego en la penosa tarea de ponerlos en diferentes manos.
En cuanto a enviar cartas con la persona que va de viaje, cuando existe una vía pública y segura de comunicación, sin que a ello obligue una necesidad justificada, esto no sólo es indiscreto e inconsiderado, sino que incluye además el mezquino propósito de ahorrar un gasto insignificante.
42. Sometámonos a todas aquellas privaciones que no nos acarreen graves perjuicios en nuestros intereses, antes que pedir prestados a nuestros amigos los muebles, los libros u otros objetos que tengan destinados a su propio uso, especialmente cuando este uso sea diario y constante, y no puedan fácilmente reemplazar lo que nos presten.
El hombre de tacto no pide jamás a su amigo aquello que éste más aprecia, aquello en que particularmente se recrea y se complace, aquello que con el uso o al pasar a otras manos puede sufrir algún daño o desmejora.
43. Cuando tengamos que entregar dinero a una persona por remuneración de su trabajo, y sea de temerse que este acto pueda en alguna manera causarle pena, no se lo entreguemos delante de un tercero, y, si es posible, valgámonos para ello de un niño o de un doméstico. Esta consideración debe guardarse muy, especialmente a las personas que, habiendo gozado de alguna comodidad, han caído en desgracia y han tenido que apelar a una ocupación cualquiera que les proporcione el sustento.
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44. No nos pongamos nunca innecesariamente en actitudes peligrosas cuando nos encontremos con otras personas y especialmente con señoras. Los actos de esta especie producen sensaciones más o menos desagradables y cuando se ejecutan con ánimo de ostentar destreza, agilidad o valor, revelan además un carácter poco elevado y circunspecto.
45. Nada hay en sociedad más delicado ni que necesite de más fino tacto que el uso de las chanzas. Ellas sazonan a veces la conversación, amenizan el trato, y aún llegan a ser pequeñas demostraciones de aprecio y de cariño; pero, sea dicho en puridad de verdad, la naturaleza no ha concedido a todos aquella discreción, aquella delicadeza, aquel tino que en tan alto grado se necesita para que ellas sean verdaderamente aceptables; y no siempre basta poseer una buena educación, ni estar animado de la intención más sana y amistosa, para saber dirigir chanzas tan finas y oportunas que dejen de ser bajo algún respecto desagradables o mortificantes.
Las personas que no poseen este don especial deben abstenerse severamente del uso de las chanzas. Por omitirlas ninguno experimentará jamás un desagrado; por dirigirlas no será raro ver que se turben las más sólidas y más antiguas relaciones de amistad.
46. Las chanzas no pueden usarse indiferentemente con todas las personas ni en todas ocasiones; ellas son privativas de la confianza y enteramente ajenas de la etiqueta; rara vez es lícito a un hijo usarlas con sus padres, a un inferior con su superior, a un joven con una persona de edad provecta; en ningún caso son oportunas en círculos serios, en conversaciones que no anime el buen humor, y en momentos en que aquellos a quienes es lícito dirigirlas tengan contraída su atención a un determinado asunto.
Y aún atendidos todos estos requisitos, restará siempre consultar el carácter y la educación de las personas, las impresiones que accidentalmente modifiquen y determinen su manera de ser, sus gustos, sus costumbres, sus caprichos, finalmente, la relación que la chanza que se dirige pueda tener con otras personas que se hallen presentes.
47. Aún cuando la chanza que se nos dirige a nosotros no esté autorizada por las reglas anteriores, recibámosla con afable tolerancia, y no sonrojemos jamás con un frío desabrimiento, ni mucho menos con palabras destempladas y repulsivas, a aquel que no ha tenido la intención de desagradarnos, y cuya culpa no es otra que carecer de las dotes de una fina educación.
- El tacto social: discreción y delicadeza
- El tacto social: discreción y delicadeza II
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