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Los manuales de buenas costumbres. IV.

Los principios de la urbanidad en la ciudad de Mérida durante el siglo XIX.

Universidad Autónoma de Yucatán
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Los manuales de buenas costumbres.

Los reglamentos de policía y los bandos de buen gobierno contribuyeron igualmente a la conformación de este sistema regulador de conductas. El pretendido buen gusto y la armonía en el comportamiento decimonónico, por una parte, se definía por la posesión de las condiciones morales de la conversación, tanto en el orden lingüístico como en el moral. (Oscar G. Walker Sarmiento, "Educación y valores: La exquisita pretensión de ser 'chic' a través de la lectura del manual de urbanidad y buenas costumbres de Carreño", en Revista Enlace, vol. II, 2003.)

De ahí que desde la década de 1840 las reglas de las buenas costumbres emprendieron la tarea de aleccionar el lenguaje público, limitando y reclamando con exacerbación la compostura de las formas tradicionales de comunicación. Los moralistas increparon y promovieron una campaña para disciplinar el empleo del lenguaje popular. (La moderación en el uso del lenguaje era conocida desde finales del siglo XVIII. las autoridades meridanas ya habían procurado inculcar a la gente que el lenguaje correcto "conduce mucho a la honestidad, sociedad y sibilisación de las gentes, con que debe resplandecer una república bien ordenada (...) se encarga que todos los vecinos sean verdaderos políticos, de vida honesta y sociable, procurando por todos (los) medios evitar cuantos desórdenes dictare la prudencia y luz de la razón natural con lo que merecerán ser honrados y ocupados en los oficios (...) a que fueren idóneos y aptos según su calidad". Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Ayuntamientos, vol. 141, exp. 2, "Ordenanzas municipales", Mérida, 1790. Un bando de esta naturaleza data de 1803, cuando el rey Carlos iv condenó severamente a los novohispanos que incidieran en las blasfemias, juramentos y maldiciones, palabras escandalosas y obscenas. La responsabilidad de conservar este orden en los lugares más comunes, como las casas públicas -tabernas, billares y cafés-, correspondía a los propietarios, quienes asumirían "la falta de observancia (...) y además se les impondrá la pena de cerrarlas". Juan N. Rodríguez de San Miguel, Pandectas hispano-mexicanas, México, UNAM, 1980, tomo III, pp. 401-402. Esta clase de medidas también puede encontrarse en los bandos de buen gobierno de muchas ciudades mexicanas. En Orizaba, por ejemplo, las autoridades sancionaron contra las ofensas de la blasfemia o cualquier obscenidad que ofendiera la moral pública. Entre las muchas disposiciones hubo prohibiciones contra el exhibicionismo de los baños practicados en los lugares públicos y hubo una particular insistencia en el contenido de los libros cuyas enseñanzas fueran contrarias a la moral. Eulalia Ribera Carbó, Herencia colonial y modernidad burguesa en un espacio urbano. El caso de Orizaba en el siglo xix, México, Instituto Mora, 2002, p. 228.).

Un bando de 1841 sancionó con multas o trabajos en obras públicas por tres días a los individuos que en las calles profirieran expresiones deshonestas o provocativas, cantarán versos o palabras obscenas contra terceros. (En los archivos existen múltiples representaciones de esta práctica. Puede verse, por ejemplo, Agey, Poder Ejecutivo, Gobernación, vol. 5, exp. 127.). El Reglamento de policía de 1852 esgrimía: "Sin perjuicio de la acción concedida por el derecho común, se prohíbe decir en las calles apodos, injurias y palabras deshonestas, y los jueces de manzana lo evitarán con una multa de uno a cinco pesos ó igual número de días de prisión, dando cuenta a la autoridad inmediatamente". (Reglamento de policía de la ciudad de Mérida, capital de Yucatán, Mérida, Imprenta de J. D. Espinosa, 1852, pag. 9.).

De ahí los múltiples juicios por injuria realizados en los tribunales. Estos procesos son la representación de una cotidianidad del sentimiento compartido por la reputación y el honor, por lo que el insulto, la acusación falsa o el simple mote vejatorio en el portal de una casa puede incidir en la intervención de la justicia. (Mirta Zaida Lobato, El progreso, la modernización y sus límites (1880-1916), Buenos Aires, Sudamericana, 2002, p. 552.). La justicia juega entonces un papel central en la reparación de los daños causados en el honor y en la reputación de las personas. Por esta razón, también se expresa en los códigos penales de 1872, 1896 y 1906:

El que exponga, venda, circule ó distribuya bajo cualquier forma canciones, folletos, cualesquiera manuscritos o impresos, figuras, pinturas, esculturas, grabados, fotografías o litografías obscenas o cualquiera otro objeto que sea contrario a las buenas costumbres, será castigado con arresto de dos a diez meses y multa de cincuenta a quinientos pesos. (Código penal del estado, Mérida, 1896, Libro III, "Título VI, Ultrajes a la moral o a las buenas costumbres", cap. II. "Duelo", p. 129; Código penal para el Estado de Yucatán, Mérida de Yucatán, Imprenta de la Lotería del Estado, 1905, Título VII, "Delitos contra el orden de las familias, la moral pública o las buenas costumbres", cap. II. "Ultrajes a la moral pública y a las buenas costumbres", p. 100.).

En el artículo 1° del Reglamento de policía, ornato y buen gobierno de 1870, se lee:

Siendo la base de toda sociedad en los pueblos cultos, la moralidad y las buenas costumbres, se previene y faculta a todo ciudadano para aprehender y remitir a la cárcel pública al que atrevidamente ofendiese en las calles o plazas la honestidad, decencia y decoro con palabras obscenas o perpetrando acciones torpes y escandalosas. (Reglamento de policía, ornato y buen gobierno de la ciudad de Valladolid, Caihy, Impresos hojas sueltas, s/clasif., 1870.).

En los mismos términos, el Reglamento de policía de 1852 también pretendió evitar los repetidos encuentros armados -duelos por el honor- causados por uso de lenguaje inapropiado, las injurias reales o agravio que ofende el honor individual o familiar. En 1847, por ejemplo, Antonio Flores hirió a Miguel González por llamarlo pícaro y sinvergüenza, porque según el ofendido "las voces de pícaro y sinvergüenza (...) son las más altamente denigrativas de honor de un ciudadano y de las que puede perjudicar a su fortuna". ("Causa instruida contra D. Antonio Flores por haber herido a D. Miguel González", Agey, Justicia, Penal, s/clasif., Campeche, 18 de febrero de 1847.).

En la parcela social, la educación se calificó como el baluarte medular del progreso y de la modernidad. (Cfr. Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México, Siglo XXI Editores, 1982, p. 179; Eguiarte Sakar, "Historia de una utopía", 1993, p. 273; Edward Palmer Thompson, Costumbres en común, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 434-435. Desde los primeros años de vida independiente las autoridades esgrimían la importancia de la educación. En su Manifiesto a los mexicanos de 1829, Vicente Guerrero argüía que estaba "Convencido de que las luces preparan y hacen triunfar el imperio de las libertades, abriré todas las fuentes de la instrucción pública. Los gobiernos populares, para quienes es un interés que los pueblos no vivan humillados, se apresuran a dar a las artes y a las ciencias el impulso que tanto les conviene. El tiempo arruina progresivamente los monumentos que levantó la Revolución francesa y casi no permanecen otros que los empleados a beneficio de los progresos de la razón". En este mismo sentido, durante el porfiriato las autoridades también asumían que "Nada puede contribuir tanto a la prosperidad nacional, como la ilustración pública y la acertada dirección que se dé a la juventud". Guerra, México: del Antiguo, 1988, tomo I, p. 394. Un examen minucioso acerca de las políticas educativas durante el siglo XIX se observa en Ibid., pp. 394-431.).

La importancia de la educación se advierte en los planteamientos de Lucas Alamán cuando escribió que la libertad estaba garantizada por la instrucción, y que la educación coincidía con el fomento de las obligaciones sociales. Por este motivo, la educación moral constituía el objetivo más importante de la enseñanza pública. José María Luis Mora, por su parte, en 1824, afirmó que el compromiso más importante del Estado era la instrucción de la juventud. La necesidad de una educación para la sociedad nacía de la indispensable valoración de los principios fundamentales del hombre. Aun cuando el hombre posee una sensibilidad moral que poco a poco se enajena en consecuencia de una sociedad corrompida, reproduciendo los mismos valores que constantemente observa en su medio, el hombre es capaz de reivindicarse social y moralmente.

 

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