Urbanidad con nuestros padres.
Por grande que sea la dignidad, por alto el empleo que ocupemos, ninguna consideración nos dispensa del respeto que debemos a nuestros padres.
De lo que debemos a nuestros padres.
Con razón se coloca en la parte destinada al decoro religioso, el que debemos guardar con los autores de nuestros días. Aunque este precepto tome origen de la misma naturaleza, está especialmente dictado por Dios y forma una parte esencial de nuestros deberes religiosos.
Por grande que sea la dignidad, por alto el empleo que ocupemos, ninguna consideración nos dispensa del respeto que debemos a nuestros padres. En todas partes, en cualquiera circunstancia, los hijos están obligados al decoro riguroso que exige la calidad de padre y de madre. Es preciso mostrarles exteriormente un aprecio sincero, saludarlos con amabilidad, hablarles con sumisión, servirlos, agasajarlos y jamás faltarles al respeto.
¡De que oprobio no se cubriría el hijo desnaturalizado, que afligiese escandalosamente a los mismos, a quienes la religión y la ley natural le ordenan amar y respetar! El que así procediese, atraería sobre si el anatema de los hombres y la venganza del cielo. ¡De qué castigo más terrible aun no se haría digno, si olvidase sus deberes hasta el punto de agraviar a sus padres con palabras duras y ofensivas; si se burlaba de sus imperfecciones, si les reprendía con insultante orgullo, si publicaba sus faltas, si las cubría de ridiculez!
El que levantase la mano contra los autores de sus días, sería el objeto más execrable para Dios y los hombres, pasaría por un monstruo de la naturaleza, se haría odioso a sí mismo, y perecería destrozado por sus remordimientos en brazos de la desesperación: podríamos recordar aquí los terribles castigos que ha ejercido el Señor contra los hijos ingratos y rebeldes. Bien conocido es el rigor con que trató a Absalon que se sublevó contra su padre. Víctima de su atentado y rebeldía, una muerte trágica y desgraciada puso término a su criminal desobediencia.
Debemos aguardarnos a ser tratados por nuestros hijos, del modo que nosotros habremos tratado a nuestros padres. Si les hemos tributado veneración y respeto, tendremos derecho a los mismos homenajes. Dios no permitirá que un buen hijo pase a ser un día padre infeliz.
Mas con los hechos que con las palabras hemos de mostrar a nuestros padres el afecto que les profesamos; cuando se les estima con sinceridad, se aprovechan todas las ocasiones que se presentan para acreditárselo. Al cuidado que se toma para que solo lleguen a sus oídos expresiones dulces y obsequiosas, es preciso añadir una viva solicitud en obedecerles, en servirlos, en procurarles todo lo que pueda infundirles satisfacción, consuelo y alegría. En un solo caso, sin embargo, podremos dispensarnos de seguir ciegamente su voluntad, y es cuando nos manden alguna cosa contraria a las leyes de la religión y de la moral. Debemos amar a los padres como a nosotros mismos; pero no, más que a Dios.
"En la vejez, sobre todo, es cuando a nuestros padres se les hace más necesario nuestro auxilio"
Un hijo menos apreciado de sus padres que sus hermanos y hermanas, está igualmente obligado a los deberes impuestos por la naturaleza. En estos casos, las quejas y la cólera serían intempestivas y hasta reprensibles. Solo por medio de la moderación, de la mayor humildad, de la paciencia y de la dulzura, logrará que cese la predilección paternal, y reconquistará la gracia y el cariño de sus padres.
Ten buen cuidado de tu madre todos los días de tu vida (decía a su hijo el virtuoso Tobías): acuérdate de los dolores que por ti ha sufrido, y a los riesgos a que se ha visto expuesta para darte a luz, criarte y educarte. Honremos, pues, a nuestros padres con toda la sinceridad de nuestro corazón, guardémonos de ofenderlos en la menor cosa, de causarles el menor disgusto, de darles el más ligero motivo de inquietud y de pena.
No solamente les debemos obediencia y respeto, si no también socorro, protección y asistencia. Si desgracias inesperadas les agobian, si se encuentran en un estado de aflicción y de apuro, entonces la naturaleza reclama sus derechos; debemos emplear todas nuestras facultades, todos nuestros medios para volverlos a una situación más próspera y halagüeña. Es de nuestra obligación alimentarlos, procurarles todo lo que les falte, y no sufrir que experimenten la amargura y los tristes efectos de la mendicidad. Por más que hagamos por nuestros padres, por cuidados y alivios que les prodiguemos, jamás podremos pagarles lo que les debemos, ni volverles lo que nos han dado.
En la vejez, sobre todo, es cuando se les hace más necesario nuestro auxilio. Entonces es cuando los hijos deben redoblar su celo, su vigilancia, su condescendencia. No sea que las enfermedades crónicas por asquerosas que sean, os alejen de su persona y ni disminuyan vuestro afecto. Antes al contrario, rodeadlos entonces de vuestro cariño, y hacedles a cada instante más agradables los últimos momentos de su peregrinación en la tierra. Los padres a quienes aliviaréis y consolaréis en una edad avanzada, os estrecharán con manos desfallecidas, os colmarán de bendiciones cuando su alma libre de los vínculos del cuerpo volará al seno de su Criador, pero ... ¡ay de los hijos ingratos y desnaturalizados! Sus padres bajando al sepulcro no podrán dejarles más que su maldición, o su desprecio.
No me detendré mucho hablando de ciertas atenciones particulares que es estilo guardar a los padres. En principio de año, la víspera del día de su santo Patrón, es indispensable ir personalmente a felicitarles, dándoles un nuevo testimonio de una verdadera adhesión. Esta misma atención es debida a los tíos, hermanos, y otros bienhechores nuestros.
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