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Las mujeres. Apariencia y reputación.

La sociedad penaliza, muchas veces de forma injusta, a las personas que no visten o actúan como los demás.

Reflexiones sobre las costumbres. 1818
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Las mujeres. Apariencia y reputación.

¿Por qué no debían destinarse algunos magistrados para que velasen por la conducta de las mujeres, que se informasen de sus costumbres, que castigasen a las que attopellan las leyes de la modestia y del pudor, y escribiesen sus nombres en carteles y los fijasen en las esquinas, como se hacía en Atenas? Porque ¿no es un descaro lo que hace esa que los petimetres llaman la más bella mitad del género humano? ¿Con qué desvergüenza se presentan en las calles, en las plazas, y hasta en el templo del Señor? Y lo peor es el verse confundidas las clases y las personas.

¿Qué imporfa que la joven soltera Doña E.E. sea de una descendencia noble, si no se advierte nobleza alguna en sus acciones? Si ella misma no atiende a conservar la reputación de su carácter, ¿cómo quiere que las demás la tengan en aquella reputación? Si cuando habla, y cuando canta no profiere palabra que no sea groseramente equívoca, ni se le oye canción que no haga sonrojear hasta a los menos escrupulosos, ¿qué concepto quiere que formen de ella? ¿Podrá quejarse si alguien se toma la libertad de decirle algunas palabras menos decentes, y aun libertinas y disolutas? ¡Cómo se ha de quejar si ella se complace de ellas, y aun parece que las busca de propósito y ama sus resultas!

Yo no sé si me engaño, pero juzgo que las mujeres de nuestros tiempos hacen poco aprecio de la castidad, según el modo deshonesto con que se presentan, y según la licencia de sus costumbres. Doña G.G. es una mujer casada, pero desde que dobló el cuello al yugo del matrimonio, parece que descorrió el velo al pudor. Sus hijas que estudian el espíritu de la madre mejor que la madre el de sus hijas, descubren muy pronto sus debilidades, ven el aire inmodesto que da a sus movimientos, las conversaciones licenciosas que tiene con sus amantes; y de las libertades que ven en público, infieren lo que deben hacer por escondites. De aquí ¡qué consecuencias tan funestas! ¿Cómo podrán remediarlas las madres cuando son la causa de ellas? ¡Qué efecto podrán tener las amonestaciones que le hagan por serias y graves que sean!

Las mujeres están enormemente engañadas si piensan que el aire lúbrico de sus pasos, de sus palabras y de sus movimientos, y el deshonesto vestir les son ventajosos. Los hombres inmoderados que no buscan sino calmar el furor de su pasión, celebrarán por gracias lo que no son más que obscenidades; pero los sensatos, los moderados y juiciosos, los hombres de probidad y de virtud, que saben dar a cada cosa su justo precio, las mirarán con abominación.

Por bella que sea una señora, si la modestia no la acompaña, su beldad perderá mucho de su mérito. La modestia es un velo que da el más bello realce a la hermosura, ¿Por qué es tan celebrada Doña C.C.? Repáresela por donde quiera que vaya, y verán que de todo su gentil cuerpo no se descubre más que su blanco y torneado cuello, su hermosa cabeza, sus bellas manos, y la punta de su lindo pie. La modestia se ve en sus ojos, el rubor de sus mejillas, y la discreción en sus labios. Su dulce mirar deja una suave impresión en los corazones; y los llena de su imagen. Nadie se va de su presencia que no sienta una dulce inquietud en su alma, y una ansia tranquila de volver a verla. Su amable beldad no inspira aquellos sentimientos bajos y groseros que infunden esas hermosuras inmodestas, sino que deja en el fondo del corazón una emoción ligera como el iris, y suave como la rosa que se comunica al alma, y la hace participar de una pureza inalterable, semejante a la del adorable objeto que la causa. ¿Qué hombre por inmoral y disoluto que sea no estimará incomparablemente más a Doña C.C. que a Doña G.G. y Doña E.E.?

 

Nota
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