Las amistades nuevas y el arte de agradar
Amistades nuevas son, en el moderno concepto de la frase, las resultantes del conocimiento superficial y del cambio de atenciones a que nos obliga la convivencia...
La nuevas amistades. El conocimiento superficial de las personas
Aquella urbanidad
Es realidad, y dada la amplitud que hoy se concede a la palabra amigo, conviene hacer constar de antemano que las relaciones acerca de las cuales vamos a tratar no son aquellas que nacen a impulsos de recíproca estimación y se desarrollan por virtud de afectuosa simpatía y de trato franco y cordial.
Amistades nuevas son, en el moderno concepto de la frase, las resultantes del conocimiento superficial y del cambio de atenciones a que nos obliga la convivencia con personas que comen con nosotros en la misma fonda, que pasean a nuestro lado en el mismo jardín o en la misma playa y que se sientan cerca de nosotros en el mismo salón de lectura.
Las nuevas amistades o nuevos conocimientos son, pues, un género casi exclusivo del verano, género que bien podemos aventurarnos a clasificar de ambiguo.
En dos grandes grupos, según sus opiniones diametralmente opuestas, se dividen los que tienen criterio propio en esta cuestión.
Forman en el primer grupo los recelosos en demasía, los que acogen cualquier insinuación con gesto displicente y murmuran con algo de enojo y con mucho de desconfianza: ¡Hum! Caras nuevas... ¡ Dios nos libre de ellas!
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Pertenecen al segundo grupo los atolondrados, los que por virtud de expansión irreflexiva gozan puerilmente entablando conversación con personas desconocidas, y al llegar la noche se acuestan repitiendo con júbilo vanidoso: ¡Buen día el de hoy! Ya tengo cuatro amigos más.
Para los unos, todo lo que es nuevo es malo y debe ser rechazado por su novedad.
Para los otros precisamente el mayor encanto estriba en lo nuevo, y se dan por satisfechos repitiendo la vulgaridad de que "es bueno tener amigos aun cuando sea en el infierno".
Veamos cómo proceden ambos.
Para los espíritus recelosos, el veraneo constituye una mortificación, toda vez que les fuerza a proceder con más cautela que la habitual y a vivir siempre en guardia. Hasta les cuesta trabajo devolver el saludo al vecino con el que se cruzan en la escalera de la fonda o dar las gracias por alguna muestra de atención que hacia ellos se tiene. Temen que una inclinación de cabeza o una frase de cortesía "pueda comprometerles".
Ya en este terreno, resulta casi cómico ver a que extremos los lleva su desconfianza. Si alguien viene a sentarse junto a ellos, si una familia se les aproxima durante tal o cual excursión, son extraordinarias las precauciones que adoptan para alejarse y para evitar que les dirijan la palabra. Cualquier señora elegante se les antoja sospechosa; cualquier caballero se les figura un estafador o un farsante. Hasta se cuidan de que sus hijos jueguen a distancia de los demás niños, temiendo que la fraternidad prontamente trabada por los inocentes pequeñuelos sea comienzo de relaciones con los padres de las criaturitas.
Los que de tal modo piensan y proceden tienen a mano un arsenal de ejemplos que esgrimen a modo de formidables espadas en apoyo de su conducta.
Al efecto, recuerdan que tía Margarita hizo conocimiento y amistad en Biarritz con una señora tan linda como respetable, al parecer, la cual resultó una envenenadora perseguida por la policía italiana; otras veces citan el caso de la abuela, que después de tratar durante un mes a un matrimonio tan correcto como amable, recibió la desagradable sorpresa de ver a la Guardia Civil deteniendo a aquella parejita, digna predecesora en estafas y trapisondas de la familia Humbert.
Es cierto que en ocasiones suceden casos de este género; pero no es menos cierto que resulta absurdo convertir en regla general lo que, por fortuna, constituye una excepción. Además, semejante regla aplicada indistintamente da lugar a injusticias y a desatenciones que tocan en la descortesía y que pueden ser hasta dañosas para quien las comete, privándole de relaciones que acaso le fueran útiles y provechosas.
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Por el contrario, los que se dejan llevar por su espíritu expansivo, por afanes de novelería y por deseos de ensanchar el círculo de sus conocimientos, corren el riesgo de pagar el pecado de la imprudencia, teniendo que romper amistades a poco de haberlas contraído y sufriendo la molestia de ver que han depositado intimidad y confianza en personas indignas de tales demostraciones de afecto.
Digamos además que el recelo suele ser frecuente en los hombres, en especial en los que han adquirido, por dolorosa experiencia, práctica del mundo, y que la imprevisión y el deseo inmoderado de adquirir numerosas amistades es casi exclusivo de la juventud y de la mujer.
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