
La urbanidad del rostro.
Dice el Sabio que por el aire del rostro se conoce al hombre sensato.
La urbanidad del rostro.
Dice el Sabio que por el aire del rostro se conoce al hombre sensato. Por eso debe cada uno procurar componer de tal modo su rostro que al mismo tiempo sea amable y edifique al prójimo con su exterior.
Para hacerse agradable a los demás no hay que mostrar en el rostro nada severo ni repulsivo; tampoco debe aparentar nada huraño ni fiero; no hay que ver en él nada ligero o que aparente infantilismo; todo en él debe rezumar gravedad y cordura.
Tampoco es educado mostrar un rostro melancólico o disgustado; es necesario que nunca muestre ira o algún otro sentimiento desordenado.
El rostro debe mostrar alegría, sin relajación ni disipación; serenidad, sin caer en el descuido; apertura, pero sin dar muestras de excesiva familiaridad. Debe ser dulce sin flojedad, y sin dejar traslucir nada que parezca bajeza. Debe, más bien, mostrar a todos reconocimiento y respeto, o al menos afecto y benevolencia.
Con todo, es conveniente componer el rostro según los distintos asuntos y ocasiones que se presentan; pues si se debe sentir con el prójimo y manifestar, a través de lo que se refleja en el rostro, que se participa en lo que le afecta, no hay que presentar el rostro alegre o jovial cuando se comunica una noticia triste, o cuando ha ocurrido a alguien algún accidente desgraciado; ni tampoco hay que mostrar rostro sombrío cuando se va a comunicar algo agradable y que debe ser motivo de gozo.
En relación con los propios asuntos, el hombre sensato debería tratar de ser siempre el mismo, y mantener el rostro inalterado; pues así como la adversidad no debe abatirlo, tampoco la prosperidad debe hacerle más alegre. Debe mantener el rostro siempre tranquilo, que no cambie fácilmente de actitud y de sentimiento, según le suceda algo agradable o desagradable.
Aquellas personas cuyo rostro cambia en cada ocasión que se presenta son muy molestas y difíciles de soportar; pues tan pronto se muestran con rostro alegre, como con rostro y aire melancólico; que algunas veces denota inquietud, otras veces impaciencia. Todo esto demuestra que tal persona no tiene virtud, ni hace esfuerzo alguno para dominar sus pasiones, y que sus formas de actuar son totalmente humanas y naturales, y en absoluto de acuerdo con el espíritu del cristianismo.
Tampoco hay que tener rostro alegre y despreocupado con todo tipo de personas.
Denota sensatez mostrar en el rostro mucho comedimiento cuando uno se halla con personas a quienes se debe sumo respeto, y es cortés adoptar siempre aire serio y grave en su presencia.
Igualmente es educado no tener el rostro demasiado efusivo con los inferiores, especialmente con los criados; y aunque con los inferiores se debe tener dulzura y condescendencia, también es importante no familiarizarse con ellos.
En cuanto a las personas con las que uno se siente libre y con las que se conversa de forma habitual, es conveniente mantener el rostro más alegre con ellas, para hacer así más fácil y agradable la conversación.
Denota aseo limpiarse todas las mañanas el rostro con un lienzo blanco, para desengrasarlo. No es tan conveniente lavarlo con agua, pues eso hace al rostro más susceptible al frío en invierno y más tostado en verano.
No es decoroso frotarse y tocarse cualquier parte de la cara directamente con las manos, sobre todo cuando no hay necesidad. Si es necesario hacerlo, como para quitar una suciedad, hay que hacerlo con suavidad, con el extremo del dedo; y cuando uno se ve obligado a limpiarse la cara en tiempo de calor, debe servirse del pañuelo, sin frotar muy fuerte, ni con las dos manos.
No es educado consentir cualquier suciedad o barro en el rostro; con todo, nunca hay que limpiarlo en presencia de los demás; y si ocurre que uno lo advierte cuando se halla en compañía, debe cubrirse el rostro con el sombrero para quitarlo.
Es cosa muy descortés, que tiene mucho de vanidad y no conviene a los cristianos, ponerse lunares en la cara, y emplastarlas con blanco y bermellón.
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