La urbanidad de los ojos y de la cara
A menudo se conoce, dice el Sabio, por lo que se trasluce en los ojos, lo que una persona lleva en el fondo de su alma, su bondad o mala disposición
La urbanidad de los ojos y de la cara
Aquella urbanidad
A menudo se conoce, dice el Sabio, por lo que se trasluce en los ojos, lo que una persona lleva en el fondo de su alma, su bondad o mala disposición; y aunque no se pueda tener a través de ello certeza absoluta, resulta, sin embargo, señal bastante frecuente. Por tanto, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en cuanto a lo exterior, es el de componer los ojos y regular el modo de mirar.
Una mirada limpia
La persona que quiere hacer profesión de humildad y de modestia y presentar un exterior prudente y comedido, debe procurar tener los ojos dulces, sosegados y recogidos.
Aquellos a quienes la naturaleza no ha concedido este beneficio y que no tienen este atractivo, deben tratar de corregir esta deficiencia por medio de una compostura alegre y modesta, y tener cuidado de no hacer que sus ojos sean más desagradables a causa de su negligencia.
Hay algunos que tienen ojos horribles, que revelan un hombre iracundo o violento; hay otros que tienen siempre los ojos exageradamente abiertos y que miran con osadía; es lo propio de espíritus insolentes, que no tienen respeto a nadie.
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Se encuentran también aquellos que tienen ojos extraviados, que miran sin parar tanto a un lado como a otro; eso es propio de espíritus ligeros.
Se hallan también algunas veces quienes tienen los ojos tan fijos en un objeto, que parece que quisieran devorarlo con los ojos; y con todo, ocurre con frecuencia que ese tipo de personas no prestan la mínima atención al objeto que tienen delante; son de ordinario personas que piensan intensamente en algún asunto que les afecta mucho, o que tienen la mente errante, sin detenerla en nada determinado.
Hay otros que miran fijamente al suelo, y a veces, incluso, de un lado a otro, como personas que buscan con los ojos algo que acaban de perder; son espíritus inquietos e indecisos, que no saben qué hacer para salir de su desazón.
Todos estos modos de fijar los ojos y de mirar son totalmente contrarios a la cortesía y al decoro, y sólo se pueden corregir manteniendo el cuerpo y la cabeza derechos, y los ojos modestamente bajos, y procurando mostrar un exterior natural y atrayente.
Si es impropio llevar la vista muy elevada, también lo es, para los que viven en el mundo, llevarla demasiado baja; eso es más propio de un religioso que de un seglar.
Sin embargo, los eclesiásticos y los que aspiran a serlo, deben mostrarse con mirada y exterior muy recogidos. Pues la cortesía exige a aquellos que han abrazado ese estado o tienen propósito de ingresar en él, que se acostumbren a mortificar sus sentidos y manifiesten con su modestia que por estar consagrados a Dios, o porque quieren consagrarse a Dios, tienen su mente ocupada en Él y en lo que le concierne.
La regla que se puede adoptar respecto de los ojos es tenerlos medianamente abiertos, a la altura de su cuerpo, de manera que se puedan ver claramente y con facilidad a todas las personas con quienes se está. Con todo, no hay que posar los ojos fijamente en nadie, particularmente en personas de distinto sexo o que sean superiores. Y si es conveniente mirar a alguien, es preciso hacerlo de forma natural, suave y educada, y que no se pueda advertir en las miradas ninguna pasión ni afecto desordenado.
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Es muy descortés mirar de reojo, pues es signo de desprecio, y eso no se puede permitir -o a lo sumo, a los señores para con sus criados-, para reprenderlos por alguna grosería en que hubieren incurrido. Es indicio de mala educación mover los ojos constantemente y pestañear de continuo; es muestra de espíritu mediocre.
No es menos contrario a la cortesía que a la piedad mirar ligera y curiosamente todo lo que se ofrece; se debe procurar no mirar demasiado lejos, sino mirar sólo ante uno mismo, sin volver la cabeza ni los ojos de un lado a otro.
Pero como el espíritu del hombre se inclina naturalmente a verlo todo y a saberlo todo, es muy necesario velar sobre uno mismo para no dejarse arrastrar, y dirigir con frecuencia a Dios aquellas palabras del Profeta Rey: "Aparta mis ojos, Dios mío, y no permitas que se detengan a mirar cosas inútiles".
Es grave falta de urbanidad mirar por encima del hombro, volviendo la cabeza; portarse así es despreciar a las personas con quienes se está.
Como lo es también mirar desde atrás por encima del hombro de alguno que lee, o que tiene alguna cosa, para ver lo que lee o tiene.
Hay algunos defectos relativos a la vista que denotan tanta bajeza o ligereza que, de ordinario, sólo los niños o los escolares pueden ser capaces de incurrir en ellos. Por groseros que sean tales defectos, no hay que sorprenderse de que se expresen aquí, para que los niños se prevengan contra ellos, y para que se pueda velar sobre ellos para impedirles que se dejen arrastrar.
Hay algunos que a veces hacen visajes con los ojos para aparentar que son terribles; hay otros que remedan a los bizcos y a los bisojos para hacer reír; algunos distorsionan los ojos con los dedos; se encuentran también los que miran con un ojo cerrado, como hacen los arcabuceros cuando tiran al blanco.
Todas esas formas de mirar son totalmente contrarios a la urbanidad y al decoro. No hay persona sensata, ni niño bien educado, que no considere todas esas muecas como cosas indignas del hombre cuerdo.
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