
De la avaricia.
La avaricia se echa de ver, por donde quiera, pareciéndose al amor y a los celos.
De la avaricia.
En el mismo hecho de recomendar la generosidad, está visto que hemos vituperado el defecto opuesto a ella, que es la avaricia. Es verdad que este vicio no es tan común como en otro tiempo. En el día todos quieren gozar, y se cree que el ansia de adquirir dinero no nace sino de la necesidad de gastarlo. Pocos jóvenes se encuentran, pues, avaros; pero llega la edad en la que se disipan las ilusiones de la juventud con los años, y los cuidados de un porvenir suelen apretar las manos más abiertas. Un hombre de mundo puede pensar muy bien en su fortuna, pues es natural que a medida que adelanta en la carrera de la vida, discurra en el establecimiento de su familia, educación de sus hijos, y en fin, en proporcionarse una vejez cómoda y libre de necesidades; mas no debe extenderse el deseo de adquirir hasta las pequeñeces, y sobre todo deben evitarse las riñas domésticas delante de testigos.
Hay padres de familia que no saben contener su disgusto cuando una persona rompe un mueble; que manifiestan toda su cólera cuando un criado ha quebrado un vaso o una taza, y alteran la alegría y armonía de una concurrencia con el espectáculo de sus reconvenciones; evitad siempre estas contiendas escandalosas que manifiestan una alma pequeña, y aun falta de educación. El defecto que más perjudica con respecto a las mujeres es la avaricia. A la llegada de un joven avaro, las señoritas se retiran, las madres abandonan todo proyecto de establecimiento, y aun cuando sea más hermoso que Adonis, y más rico que Creso, difícilmente encontrará una joven que quiera tomar su nombre y dirigir su casa. Un marido avaro, un hombre que calcula los pares de zapatos de su mujer, que repasa las cuentas de su modista, que regatea una vara de percal, y que cuenta uno por uno los realillos que cuesta un palco en la ópera, es un monstruo, un ente peligroso con el cual no se debe comunicar, y de quien nunca se huirá lo bastante.
"La avaricia hace al hombre duro y egoísta"
Evitad pues la avaricia; si la naturaleza os inclina a tan pernicioso defecto, corregidle y dominadle. La avaricia se echa de ver, por donde quiera, pareciéndose al amor y a los celos; se vislumbra por las miradas y por el aire. Un hombre avaro tiene mil expresiones propias que, sin conocerlo, usa para alabar su sórdida pasión. La vista de un gasto le hace temblar, el lujo le irrita. Señora, dice a una joven delante de su marido, es exquisito el punto de ese velo, excelente bordado, los guantes primorosísimos; bien deben de haber costado. Apuesto a que valen lo menos ... La joven se muerde los labios, y el marido que había hecho aquel regalo en un momento de amor y de prodigalidad, echa ya de menos su dinero, y rehúsa a su mujer una sortija o un estuche que la había prometido. Otra vez se acerca a un caballo de regalo, elogia su alzada, su crin y su estampa. Caballero, dice, volviéndose a un hombre de unos cincuenta años que admira el animal con él; he aquí un hermoso caballo, es fino y de raza, pero su hijo de Vd. es un joven un poco vivaracho, y dos o tres fatigas este caballo puede abrirse de pechos, y vea Vd. cuánto dinero ha perdido; habrá costado a Vd. este animal doscientos doblones; pues por cincuenta hubiera Vd. tenido otro que fuese lo mismo. Entonces el hijo que galopaba hasta perderse de vista, ostentando su destreza y buen caballo, se muerde los labios de impaciencia, y el padre queda poco contento de su liberalidad.
Los hombres avaros son los que se alteran en el juego por un tanto, los que se olvidan siempre de los aguinaldos a los criados, y a quienes el apetito desordenado de dinero hace incurrir en una infinidad de faltas sociales que no perdona el mundo.
La avaricia hace al hombre duro y egoísta. Un avaro echa de menos el traje que da algunas veces a los pobres por ostentación; tiene miedo de aventurar una peseta, jamás convida a un amigo; dinero que ha prestado le parece ya dinero perdido, y poco a poco va apartando de sí a todo el mundo. Como esta pasión es solitaria y nunca está más satisfecha que mirando al arcón, poco a poco va perdiendo todos los motivos de sociedad que le aleja de él, el hombre más fino cuando tiene la desgracia de abandonarse a este vicio, se hace extranjero en la sociedad, se aísla y el pensamiento que le ocupa le degrada y envilece. Huíd, pues, de tan odioso vicio; estamos muy lejos de aconsejar la prodigalidad, pero puede decirse que es mil veces preferible a la avaricia que apoca el alma. La avaricia se aumenta con la edad, así como la pasión por el juego; y nunca sobre la vigilancia para arrancar de nosotros sus primeras semillas.
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