
Imposición de las Birretas Cardenalicias en la Real Capilla. Discurso del docto Prelado valenciano.
Discurso del docto Prelado Valenciano en la ceremonia de imposición de las Birretas Cardenalicias en la Real Capilla.
Imposición de las Birretas Cardenalicias en la Real Capilla, el domingo 14 de Diciembre de 1884.
Los Cardenales Monescillo y González colocáronse frente al regio dosel, y allí el docto Prelado valenciano pronunció un sentido discurso, cuya síntesis, despojada de las galas de su elocuente oratoria, es la siguiente:
Señor: Por triste privilegio de la ancianidad, que no por mérito, me ha correspondido llevar la palabra en este solemnísimo acto. Diré, en su virtud, que gracias a la munificencia de V.M., y merced a las benignidades del Papa, ha podido acercarse mi humilde persona a las gradas del Trono para recibir, con la Birreta Cardenalicia, los honores de Príncipe de la Iglesia. Compensados estaban, con demasía, los escasos merecimientos del Pastor, como también lo estarían, aunque él fuera esclarecido en ciencia y virtudes, con ocupar la silla de Santo Tomás de Villanueva y del Beato Juan de Rivera, y con merecer a la docilidad de sus ovejas el testimonio de la más fiel observancia.
Bien declara esta solemnidad, genuina expresión de las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado, que allí donde se entienden y conciertan ambas potestades, la que representa la dignidad Real y la que es propia del Pontificado, por feliz ventura han de mostrarse en toda su grandeza el imperio del orden, la majestad del honor y los prestigios de la confianza pública; porque amparada la Iglesia con la protección de los Reyes y servidos Reyes y pueblos por el ministerio de la Iglesia, naturalmente han de reflejar en el Estado la justicia, que afirma los Solios, y la Religión, que los santifica. Ni es mera urbanidad este concierto. En él se encierra lo que tiene de augusto el principado temporal y lo que tienen de obligatorio los Tratados y Concordatos, pues Dios ha ordenado que la cabeza y el corazón de las sociedades humanas hayan, por regla segura de sus concepciones y movimientos, una moral santa, basada sobre una religión divina.
Al dar en esto debo hacer alto, sin permitirme interpretar lo que mi carísimo hermano, el Señor Cardenal Arzobispo de Sevilla, hubiera expresado con palabra atildada y con suaves acentos. Mil perdones, Señor, pues no han acertado a entonar este magnífico espectáculo los rudos estilos y la tosca frase del anciano Arzobispo de Valencia. Ambos purpurados, con lealtad castellana y con llaneza española, damos gracias a V.M. por la dignación con que nos ha laureado con el emblema de la fortaleza, enviado desde el teatro de los martirios por el gran Pontífice León XIII, y concluyo consagrando a Su Santidad el testimonio de la más cumplida adhesión y del más cordial reconocimiento a tan paternales benignidades. He dicho.
La ceremonia terminó con el santo sacrificio de la Misa y con la bendición de los nuevos purpurados.
El Rey vestía uniforme de Capitán General, con Toisón y banda de San Fernando.
Asistieron todos los altos dignatarios de Palacio y hasta 35 Grandes de España.
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