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Buenos modales, una antigualla

Las formas o los modales cultivados no reprimen las emociones, sólo las reconducen, con el objetivo de mostrar que la compañía de los otros no nos es del todo indiferente

La Vanguardia -lavanguardia.es
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Un hombre abre la puerta de un automóvil a otra persona como gesto de cortesía
Los buenos modales no son un anitugalla. Un hombre abre la puerta de un automóvil a otra persona como gesto de cortesía

Buenos modales, civismo, urbanidad ...

La educación de nuestros jóvenes ha dado un giro radical

Todas las palabras que en tiempos designaron la buena educación han caído en desuso. Modales, cortesía, urbanidad, compostura, son conceptos desaparecidos del lenguaje habitual y, me atrevería a decir, desprovistos de significado para las generaciones más jóvenes. Aunque el lenguaje no crea la realidad, sirve para ordenarla y darle sentido. La parafernalia que encumbró a los buenos modales fue parte irrenunciable de la educación de cualquier niño (más aún, de cualquier niña bien) hasta hace cuarenta años. ¿Por qué ha dejado de serlo? ¿Hay que imputar el cambio a la llegada de la democracia y de las libertades? ¿Es un cambio bueno o malo? Y si es malo, ¿es posible recuperar lo que se perdió?

No cabe duda de que el sentido de la educación ha dado un giro radical, mayormente para bien, pero no faltan las zonas grises. Es bueno que la educación básica alcance hoy a todos los estratos sociales. Que se haya desprendido de castigos y represiones absurdos, que haya suprimido algunas distancias, evitando rigideces disciplinarias y normas que encorsetaban y enturbiaban las relaciones. No lo es tanto, sin embargo, que la igualdad y las libertades, no siempre bien entendidas, y abonadas por reiteradas innovaciones psicopedagógicas, hayan propiciado una confusión de territorios, mezclando las funciones de maestros y alumnos, padres e hijos, en un totum revolutum en el que nadie sabe a qué está jugando.

Una a una han ido cayendo las obligaciones y las reglas más elementales, mientras la espontaneidad infantil cobraba un valor insólito. Era lógico que ocurriera. Era forzoso liberarse de las muchas constricciones ridículas que la educación franquista y nacionalcatólica había impuesto sin remisión. Pero el paso de una forma de educar a otra fue exagerado y sin concesiones. Se echaron por la borda las convenciones sociales sobre la base implícita de que las buenas maneras eran prejuicios trasnochados e inútiles, que marcaban barreras innecesarias entre el menor y el adulto, que tintaban de hipocresía relaciones que debían ser más naturales. ¿Por qué aprender a contenerse en lugar de permitir que cada cual se comportara a su aire? ¿A quién podían beneficiar las represiones si no a quien tenía poder para imponerlas?

La liberalización de las costumbres era bienintencionada. Había que desprenderse de mucho lastre autoritario y así se hizo. Pero ahora lamentamos haber ido demasiado lejos. Pues, al mismo tiempo, cambiaron los instrumentos de socialización. Vino la tele y unos programas cuyo mayor objetivo era enganchar a la audiencia, infantil o adulta, al precio que fuera. Se aceptó el lenguaje incorrecto y chabacano. Empezó a estar bien vista la blasfemia y la palabra soez, las salidas de tono eran divertidas, incluso en boca de los personajes públicos. Se adoptó la crítica fácil que recurría a la burla y no al argumento. Digamos que nos volvimos todos un poco cínicos, en el sentido de los antiguos filósofos griegos, que no sabían distinguir la crítica social de la mala educación y se jactaban de incumplir las normas sociales más aceptadas. Diógenes fue uno de ellos: vivía en una cuba de vino, se exhibía desnudo, y defecaba en la calle. Así daba a entender su desacuerdo con el sistema y con los abusos de poder.

"Manners before morals" (Maneras antes que morales), escribió Oscar Wilde en boca de un personaje de la obra El abanico de lady Windermere. Las buenas maneras son el principio de la moral. Las formas o los modales cultivados no reprimen las emociones, solo las reconducen, con el objetivo de mostrar que la compañía de los otros no nos es del todo indiferente. Ser civilizados tiene un coste, supone reprimir ciertos deseos, no dar rienda suelta a la espontaneidad, guardar las distancias, dar importancia al respeto mutuo. La cortesía es una ficción, no cabe duda, lo ha notado bien el filólogo Eustaquio Barjau, pero una ficción necesaria porque resuelve la contradicción que sentimos al querer ser libres y autónomos y tener que vivir con los demás.

A los buenos modales hoy los llamamos civismo. Un concepto vinculado a la ciudadanía y a la civilidad glosada con entusiasmo por Eugeni D'Ors. El civismo es más democrático, sustituye a la cortesía y a los buenos modales, que eran impuestos por la clase alta - la corte -, la que creaba las reglas y las modas, al resto de la sociedad. La voluntad de ser iguales ha forzado el cambio de lenguaje. En las escuelas no hay clases de urbanidad, sino de ciudadanía. Pero si queremos recuperar los buenos modales, el civismo se queda corto.

Según el escritor satírico irlandés del siglo XVIII Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver, "las buenas maneras son el arte de que los demás se encuentren bien con uno mismo". Un arte que no solo se cultiva en la ciudad o en el espacio público, sino en la escuela y, sobre todo, en la familia.

 

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