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I. EL CÓDIGO DE LA CIVILIZACIÓN: El penúltimo jalón del camino. VIII.

El penúltimo jalón en el camino. La generalización de la educación.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta nuestros días
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En este sentido, cuando el código de la civilización tiene como objeto al individuo perteneciente a la burguesía, su misión ya no es tanto civilizar como abrillantar y distinguir. Esto es, el código contempla una doble misión en función del destinatario a quien se dirija; bien civilizar en el caso del pueblo; bien distinguir y abrillantar en el caso de los estratos burgueses. Ahora bien, independientemente de que se refiera a unos o a otros, se trata de un código específicamente burgués. Este carácter se manifiesta de diferentes formas:

-- El código se concibe como instrumento propiciador de una sociabilidad pacífica y ordenada que trata de encauzar la espontaneidad conductual y expresiva de los individuos de acuerdo con un modelo general de comportamiento y emocionalidad que respete y reproduzca el orden social burgués. Paz y orden social pueden ser trastocados por las clases populares y su habitual -a ojos de la burguesía- incontinencia e impulsividad. Por lo tanto, el código mostrará el debido respeto que es necesario observar en relación con este orden en el que la preeminencia corresponde a la burguesía; esto es, el código traduce en sus preceptos la jerarquía social. La civilización de las clases populares pasa por que éstas aprendan urbanidad, es decir, el modelo de conducta y emocionalidad propio de la ciudad y de sus principales promotores, la burguesía, frente a la barbarie y carácter salvaje de los habitantes del campo. Las buenas maneras que preconiza el código tienen como última intención de la armonía y cohesión sociales, el mantenimiento del orden social, la prevención frente a posibles desórdenes sociales y el ajuste de los estratos populares a dicho orden. Parte importante de este ajuste ha de producirse respetando a la autoridad y las leyes, siendo sendos elementos altamente significativos en un individuo civilizado (Nota: Señala Martínez Aguilo (1923:93) en sus Nociones de Urbanidad: "¿Así pues, toda persona, cómo cumplirá con las autoridades y las leyes? - Toda persona cortés tendrá a las autoridades el mayor respeto y obediencia, y a las leyes prestará la más completa sumisión").

A este respeto subyace el esfuerzo nacionalizador y centralizador a cargo del Estado en su propósito de socializar políticamente a los individuos para hacer de ellos ciudadanos aptos. Así, durante todo el siglo XIX y parte importante del XX -ostensiblemente visible durante el periodo franquista- contenidos esenciales de las buenas maneras serán enseñanzas relativas al amor a la patria y la devoción por las costumbres nacionales. Esta dimensión político-nacionalizadora de las buenas maneras será, conforme avanza el siglo XX y sobre todo tras el periodo de la dictadura franquista- desgajada de los contenidos generales de la urbanidad para configurar con frecuencia una asignatura específica -que puede denominarse 'educación cívica', 'civismo' o 'ciudadanía'- que tiene como misión proporcionar una enseñanza al alumnado acerca del marco legislativo democrático, la organización y gestión políticas e inculcar actitudes democráticas como la participación, el respeto o la tolerancia

-- El código de la civilización ya no se ampara, a diferencia de los anteriores, en una legitimación teológica de la desigualdad social. Si tras el desmantelamiento del Antiguo Régimen se reconocen progresivamente cotas de igualdad jurídica para todos los individuos independientemente de su adscripción social, al tiempo, la desigualdad social tiende a ser presentada como un hecho natural propio del simple hecho de la necesidad del ser humano de vivir junto a sus congéneres; un hecho consustancial a la sociabilidad humana. Esta naturalización de la desigualdad convierte en una circunstancia igualmente natural la posición de subordinación de las clases populares con respecto a la clase burguesa. Desde esta perspectiva, la burguesía sume el papel desempeñado antaño por la nobleza, convirtiéndose en el grupo social que ostenta mayor dignidad, altura moral, corrección conductual y como tal solicita ese reconocimiento amén de entenderse acreedora de los más altos niveles de estima y consideración sociales (Nota: Afirma al respecto el Abad Sabatier en su manual El Amigo de los Niños (s/d:226-227): "¿Yen orden a la obligación respecto de los hombres ha de haber diferencia? Sí, Señor, pues aunque todos los hombres son iguales por naturaleza y a todos debemos un amor fraternal y entrañable, hay con todo ciertas jerarquías que los distinguen unos de otros, según los diferentes motivos de dependencia y subordinación; por lo que de un modo tratamos a nuestros padres, reyes y magistrados, de otro a nuestros iguales, y de otro también a nuestros criados e inferiores").

-- El código de la civilización re-elabora el antiguo innatismo nobiliario en el terreno de las buenas maneras y sustituye la centralidad del linaje por la educación. La nobleza había fundado el carácter distinguido de sus maneras en un linaje igualmente distinguido como vehículo transmisor a través de generaciones de esa brillantez en las maneras. De un modo u otro, se argüía que la sangre noble contenía en sí esa predisposición innata para unas maneras depuradas y distinguidas. Ese innatismo nobiliario mediado por el linaje es incompatible con el ideario burgués y clasista en el que los ciudadanos se construyen a partir de sus propias capacidades sin quedar, al menos teóricamente, determinados por ninguna circunstancia de antemano. La predisposición a las maneras civilizadas no reside en el linaje sino en el aprendizaje inconsciente, informal y ejemplar que recibe el individuo en el seno de la familia burguesa. Ocurre que después, estas enseñanzas informales e inconscientes son interpretadas en términos de naturalización; enseñanzas aprendidas sin esfuerzo y por tanto consustanciales al sujeto de procedencia burguesa.

El sistema educativo en el que se integra, a partir de la enseñanza secundaria, no le enseñará nada básico que no haya aprendido en el ámbito familiar, a lo sumo, reforzará o pulirá lo aprendido. Así, su grado de civilización termina por presentarse a ojos de las clases populares como un grado natural. Por el contrario, las clases populares, que no encuentran en la familia ese núcleo de civilización primaria, habrán de ser instruidos al respecto en la escuela. Su aprendizaje será formal y consciente y no podrán disfrutar del marchamo de naturalidad burguesa. Además, su aprendizaje en lo relativo a las maneras deberá ser el justo para que reconozcan y respeten el modelo de vida burgués así como el orden social establecido. Civilizar las clases populares no es dotarlas más que de unos rudimentos básicos (leer, escribir y las cuatro reglas) e inculcarles un modelo de gestión conductual y emocional acorde con el ordenamiento de la sociedad. El universalismo del código de la civilización reconoce la capacidad de los seres humanos para dotarse de una conducta y una emocionalidad civilizadas, y por ello ha de hacerse extensible a las clases populares. Mas, también, el sentido de este universalismo reside en mostrar que estas clases populares aún son bárbaras o incivilizadas o salvajes puesto que no han asimilado lo que es "humano" o "universal", en definitiva, no han asumido el modelo civilizado.

-- El código de la civilización entiende el argumento higiénico como pilar fundamental que actúa como justificación científica, racional y valorativamente aséptica de los preceptos de buenas maneras que configuran el código. La noción de higiene adquiere vigor en los siglos XIX y XX para referirse al conjunto de dispositivos y mecanismos tendentes al mantenimiento de la salud, tanto individual como pública (Vigarello, 1991:210-211). El avance de la industrialización y los procesos que le son parejos -urbanización, éxodo rural, hacinamiento...- plantea a partir de la segunda mitad del siglo XIX y durante el siglo XX el problema de la acumulación de miembros de las clases populares en la ciudad, sus deficientes condiciones materiales de vida y las amenazas que en términos de salubridad general supone para el conjunto urbano (Labisch, 1985:604 y Ruiz y Palacio, 1999:36-7). La higiene emerge como instrumento de apariencia neutral, objetiva y base científica que promete conjurar tales amenazas. Pero también la higiene es el instrumento empleado para integrar socialmente a estas clases populares periféricas a través de la modificación racional del comportamiento y no tanto mediante una modificación sustancial de sus condiciones de vida (Labisch, 1985:605). Esta integración de las clases populares le es de especial interés a la burguesía como adalid del proceso industrializador ya que supone el asegurarse una reserva permanente en cantidad y calidad de trabajadores (Labisch, 1985:599 y Rodríguez Ocaña y Molero Mesa, 1993:135). De ahí deriva, en gran medida, el impulso burgués a la higiene, que habrá de concretarse en las enseñanzas higiénicas que se proporcionan en el nivel de la instrucción primaria y en la justificación higiénica del comportamiento.

El ideal higiénico es enarbolado por la burguesía que lo traslada a los estratos populares como medio para lograr su integración social. Dicha integración viene acompañada de un proceso de moralización mediante la higiene; moralización que simultáneamente es garantía de orden social (Vigarello, 1991:240 y Rodríguez Ocaña y Molero Mesa, 1993:142). En el intento de civilizar a las clases populares se pretende una mudanza de sus hábitos y una corrección de sus vicios actuando sobre la dimensión física de los individuos, en donde la suciedad es indicativa de falta de dignidad personal, puerta abierta para persistir en el vicio (Vigarello, 1991:243). Como ya he apuntado, de lo que se trata es de civilizar en términos higiénicos al pueblo no tanto transformando sus condiciones materiales de vida como simplemente instruyéndolo. Se desarrolla una pedagogía de la higiene que arranca en las escuelas y tiene su continuidad en visitadores médicos, dispensarios y consultorios (Rodríguez Ocaña y Molero Mesa, 1993:141) introducidos en el tejido urbano popular. Para la burguesía, las clases populares comienzan de cero; tienen que aprenderlo todo en materia de higiene (Vigarello, 1991:244).

 

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