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I. EL CÓDIGO DE LA CIVILIZACIÓN: El penúltimo jalón del camino. XII.

El penúltimo jalón en el camino. La generalización de la educación.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta nuestros días
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Las publicaciones más próximas a nosotros apenas mencionan ya esa ligazón y se remiten, en términos morales, a afirmar esa reciprocidad ética a la que me refería anteriormente. Sin embargo, las publicaciones de finales del siglo XIX y comienzos del XX ahondan en esa ligazón: Manuel Antonio Carreño así lo hace notar, al igual que Martínez Aguilo, José Codina o Mr. Blanchard (Carreño, 1910:29; Martínez Aguilo, 1923:5-6; Codina, 1925:3,8; Mr. Blanchard, 1864:12). Ahora bien, esa ligazón ha de ser equilibrada de tal modo que la virtuosidad moral de la persona resulta incompleta si ésta no se manifiesta públicamente de un modo adecuado y viceversa. Muestras de este equilibrio las encontramos en las palabras del Padre Vicente Gambón o de Mr. Blanchard. El Padre Vicente Gambón advierte de la oquedad e hipocresía de unos modales que carezcan del adecuado correlato moral. En su "Manual de Urbanidad Cristiana" -que en 1898 iba ya por su cuarta edición y que vería reediciones en 1903, 1917, 1921, 1929, 1943, 1947, 1953, 1957 y 1962- afirma:

"Los modales más corteses, la finura más atildada, son una simple máscara de hipocresía, que desaparece en cualquier ocasión imprevista y repentina, cuando no se hallan cimentados en la virtud, y no les presta savia y vida una conciencia ajustada a los deberes que ella impone" (Nota: Padre Vicente Gambón, Manual de Urbanidad Cristiana; citado en Benso Calvo (1997:111)).

De forma análoga, Mr. Blanchard se refiere a aquella persona que aún siendo moralmente intachable, carece de una correcta presentación de su interioridad vía conducta depurada y cortés:

"Supongamos hijos míos, un hombre que cumple con exactitud los deberes de la moral y de la virtud [...] Pero le falta la buena crianza porque carece de aquellos modales atentos que hacen amable a la virtud. Un hombre semejante es como un diamante sin pulir: me da pena verle hacer sin gracia cosas muy loables; duélome de oír que se presenta en una concurrencia sin saludar: que se apodera, sin más examen, del primer lugar que encuentra vacío: por su desaseo escita nauseas, viniendo a suceder que, a juzgar por las apariencias, no respeta a los hombres el mismo que está pronto a morir por ellos" (Mr. Blanchard, 1864:12).

En definitiva, el código de la civilización también incluye en sí mismo un argumento justificador de las buenas maneras basado en la reciprocidad ética en el trato. A partir de ahí, las consignas morales complementarias se desvanecen en publicaciones temporalmente próximas a nuestros días (López) mientras figuran con claridad en publicaciones anteriores (Carreño, Mr. Blanchard, Martínez Aguilo o Codina). Sobre esa des-moralización de los códigos de buenas maneras hablaré con más detenimiento en el siguiente capítulo.

5.2.2. El argumento higiénico.

El comportamiento y la emocionalidad de la civilización presuponen el desarrollo de un patrón de conducta y autorregulación personal en los que la noción de 'higiene' desempeña un papel fundamental. A lo largo de los siglos XIX y XX, las buenas maneras aparecerán indisolublemente ligadas al concepto de higiene entendido como protección y mejora de la salud del individuo y del grupo. El objeto de la higiene lo constituirán las condiciones globales de vida que afectan a la vida humana -el suelo, el aire, la luz, el agua, la nutrición, el cuidado corporal o las infecciones (Alonso Marañón, 1987:24) - siendo este mismo concepto el que se emplee para justificar la pertinencia de ciertas conductas y la improcedencia de otras muchas. Y es que, a mi juicio, uno de los rasgos característicos fundamentales del código de la civilización es la utilización de un argumento higiénico para legitimar cada una de las coacciones que sobre la conducta y la emocionalidad operan en nombre de la civilización.

Del mismo modo que sucedía con la urbanidad, la higiene y su enseñanza aparecen en la legislación como uno de los contenidos que ha de formar parte del currículo escolar. La primera vez que aparece con el estatuto de asignatura independiente -con la denominación 'Fisiología e Higiene'- se le asigna el carácter de materia obligatoria en las escuelas primarias de todos los grados, tal y como queda fijado en el Real Decreto del 26 de Octubre de 1901 (Alonso Marañón, 1987:25). Sin embargo, antes de que sucediera esto, la higiene ya había hecho acto de aparición en anteriores disposiciones legales. El Reglamento General de Instrucción Pública del 29 de Junio de 1821 se refería a la asignatura 'Fisiología e Higiene' como disciplina preceptiva para las escuelas especiales, aquellas que ofrecían enseñanzas prácticas para la vida civil como medicina, farmacia o cirugía (Alonso Marañón, 1987:26). Otro Reglamento, el de Escuelas Públicas de Instrucción Primaria Elemental del 26 de Noviembre de 1838, hace alusión a la higiene como elemento fundamental de instrucción y educación de los alumnos insistiendo a los profesores para que presten atención al aseo del alumno además de favorecerlo (Alonso Marañón, 1987:26). Sirva también como ejemplo de esta presencia de la higiene en las disposiciones legales la Ley de Instrucción Pública del 9 de Septiembre de 1857; la denominada 'Ley Moyano'. En ella se recomienda que en los estudios de primera enseñanza se proporcionen al alumnado nociones básicas de higiene y en el caso de las niñas, higiene aplicada directamente al ámbito doméstico (Alonso Marañón, 1987:27).

A todo esto es preciso añadir que a partir de 1879 es cuando se incrementa notablemente el número de obras declaradas legalmente de texto para su uso escolar. Únicamente esta declaración habilitaba a una obra para que pudiera ser utilizada por los maestros en sus clases (Alonso Marañón, 1987:30) (Nota: En el Apéndice I de Alonso Marañón (1987) puede encontrarse un amplio listado de libros de texto aprobados para la enseñanza de la higiene en las escuelas). En conclusión, hasta 1901 no queda la higiene obligatoriamente estipulada como materia de enseñanza. Aunque en la enseñanza secundaria podía estudiarse a partir del Decreto-Ley de Octubre de 1868 (Alonso Marañón, 1987:36), hasta el comienzo del siglo XX se fía básicamente la enseñanza de la higiene a la ejemplaridad de los actos del maestro, a sus recomendaciones y a la vigilancia que ejerce sobre sus alumnos.

La presencia de la higiene en las disposiciones y textos legales no es más que una de las posibles manifestaciones de su centralidad en la vida social del siglo XIX, centralidad que no desaparece en el siglo XX. Esta centralidad se desarrolla al amparo de la denominada 'revolución médica' (Sendrail, 1983:394). Dicha revolución, que constituye el marco en el que se activa la preocupación por la higiene, se produce a raíz de los avances en el conocimiento bacteriológico liderados por Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910). Así, el microbio se convierte en el nuevo agente patógeno, invisible a los ojos humanos y vector de contagio de posibles enfermedades. La higiene es, en gran medida, un instrumento de lucha continua contra ese enemigo invisible y una actitud preventiva ante el peligro sobrevenido de contagio (Sendrail, 1983:395). La medicina hace oír su voz autorizada, dotada de legitimidad científica, al respecto de conductas y hábitos medicalizándose, en general, e higienizándose, en particular, más y más aspectos de la vida de las personas (Sendrail, 1983:421). Esto comporta una disminución del umbral de sensibilidad ante la enfermedad, con lo cual siempre se es susceptible de enfermar ante la acción de los bacilos (Nota: Señala Sendrail (1983:422) cómo "[...] se introduce en la historia cultural de los males la idea de que todos podemos estar enfermos aunque nos creamos en buena salud [...] He aquí que se puede ser portados constante de enfermedades eventuales"). Se desarrolla la medicina preventiva, dentro de la cual se inserta la preceptiva higiénica.

Una vez trazada esta panorámica general acerca de la presencia social de la higiene es el momento de observar de qué modo es utilizada como argumento legitimador en el ámbito de las buenas maneras. En lo que concierne a su presencia en las publicaciones sobre buenas maneras, ésta podría calificarse de abrumadora. El radio de acción de la higiene se extiende al cuidado corporal, las comidas y la satisfacción de las necesidades fisiológicas, si bien pueden encontrarse también en los textos preceptos relativos a la higiene en el dormir, en el lenguaje, en la atención de lo doméstico o en el estudio. Veamos a continuación con mayor detenimiento cada uno de estos aspectos.

La higiene se define como el arte de observar la salud evitando enfermedades (Porcel y Riera, 1924:11). Para ello, lo primero que ha de tenerse en cuenta es el aseo corporal, entendido cada vez más como actividad que abarca la totalidad de la dimensión física de la persona y como protección frente a dolencias y daños sobre la salud (Nota: La limpieza ya no es como antaño una operación reservada únicamente a las partes visibles del cuerpo. El hecho de que la higiene tenga en consideración la totalidad de la dimensión física de la persona hace que tal operación se amplíe hasta las zonas no visibles; operación en la que resulta inexcusable la utilización de agua y jabones. Melchor Herrero en su Curso abreviado de Higiene Doméstica, economía, puericultura y educación (Madrid, 1911) afirma: "El agua en la limpieza del cuerpo es también de suma utilidad y se usa no sólo en lavados o lociones y baños parciales, sino también en baños generales..., todo muy completo para la limpieza". Citado en Díaz Plaja (1974:566). Con todo, el baño general en su modalidad de ducha diaria sólo se institucionalizaría a partir de 1960. Cfr. De Miguel (1991:133)). Así se señala explícitamente en "El Maestro de sus Hijos" de Mr. Blanchard:

"Si supiéramos el sin número de enfermedades internas y externas que la falta de aseo nos ocasiona, cuidaríamos mucho más de una cosa que interesa tanto a nuestra salud. Mas como los malos efectos de la falta de aseo son poco aparentes, y no tan ejecutivos que produzcan inmediatamente todo su estrago en la vigorosa juventud, cuando una experiencia funesta los hace conocer a la edad de la reflexión, lo más que se puede lograr es contener en parte el progreso de los males y dolencias producidos por el descuido" (Mr. Blanchard, 1864:69).

 

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