Condecoraciones Españolas.
Les citoyens méme qui ont bien mérité de la patrie doivent étre récompensés par des honneurs, et jamáis par des priviléges. (J. J. ROUSSEAU, Economie politique.)
Condecoraciones Españolas.
El Negociado de Condecoraciones afecto a la Subsecretaría del Ministerio de Estado, requiere no solamente una atención muy esmerada, sino también un exacto conocimiento de las numerosas disposiciones, en vigor hoy día, que es preciso tener presentes para cuanto se relaciona con las concesiones y para redactar su complicado y difícil formulario, que la multiplicidad de leyes y decretos vigentes ha entorpecido muchísimo. También es preciso conocer los convenios internacionales que existen determinando reglas para la concesión de cruces a los súbditos extranjeros, y las leyes que sobre el particular rigen en otros Estados, como, por ejemplo, en Inglaterra, donde no se permite a los nacionales aceptar cruces extranjeras más que en determinados casos y previo un permiso firmado por el mismo Soberano; en Alemania, que exige también a los suyos la previa autorización, y en casi todos los demás Estados, como Austria y Bélgica, que tienen convenido con la correspondiente reciprocidad, el no condecorar a sus respectivos súbditos sin comunicar oficialmente a sus Gobiernos el deseo de concederles una gracia cualquiera, que debe determinarse previamente.
Las condecoraciones, que tanto se prodigan en ciertos países y que algunos afectan estimar en muy poco, sin duda por carecer de las que desean son, sin embargo, bien reglamentadas y rodeadas del mayor prestigio posible, una verdadera necesidad en todo Estado bien organizado, y un poderoso medio de gobierno; debiendo reconocerse que el primero que imaginó una condecoración debía ser un genio político superior, puesto que supo crear un mundo de la nada. Estimular el amor al trabajo, el celo en el servicio nacional, las acciones más heroicas y las más brillantes, recompensándolas sin perjuicio para nadie, ni crear cargas nuevas al Tesoro, por medio de una cinta y de una alhaja de escaso valor, y la mayor parte de las veces con un simple diploma es, a nuestro juicio, de lo más grande e ingenioso que ha podido concebirse.
Sólo un país que contase con un presupuesto desahogadísimo y con un cuantioso superávit, podría permitirse el lujo de suprimir sus condecoraciones y premiar, con ascensos o con determinadas sumas de metálico, a sus nacionales, pero, al emplear este medio peligrosísimo, se expondría a los más inmorales resultados, uno de los cuales sería indudablemente, rebajar en absoluto la dignidad del ciudadano, aguijoneando su avaricia.
El país que no esté en ese caso debe pensar seriamente en organizar sus recompensas de modo que, sin necesidad de recargar sus presupuestos, pueda otorgar una gracia al verdadero mérito, alentar la constancia, estimular los buenos deseos y premiar los servicios verdaderamente dignos de remuneración. Y si se estudia esta cuestión, salta a la vista que no son los países que dejan sus condecoraciones más desprestigiadas y que tienen mayor facilidad en concederlas o venderlas, los que están a la cabeza de la civilización; viendo por el contrario, que los Gobiernos más respetables, desde el autócrata de Rusia al demócrata de Francia, procuran rodear del mayor prestigio posible sus órdenes civiles y militares.
"Una condecoración otorga una gracia al verdadero mérito, alenta la constancia, estimula los buenos deseos y premia los servicios verdaderamente dignos de remuneración"
Las conceden con gran parsimonia y previas minuciosas formalidades, calculan sus diversos grados, reservando siempre los superiores, y fijando todos un número de años de servicio para otorgarlas al empleado civil, según sus respectivas categorías; y cuando el funcionario público, antiguo y laborioso trabajador, recibe esta clase de recompensas, que estima más que un ascenso (ascenso ahorrado a su Gobierno por esta distinción), la ostenta con orgullo, porque sabe y está seguro de que, el simple particular que no ha hecho nunca nada, ni siquiera encanecer como él en el servicio nacional, no le mostrará un grado superior o igual, de la Orden que ha merecido y obtenido con su trabajo, con su celo y con su lealtad. Y esos países que marchan a la cabeza de la civilización, tienen organizada una administración superior por todos conceptos, y más barata tal vez que la de ciertos Estados que, alardeando de demócratas, no quieren fijar su atención en este asunto.
Mucho se ha hecho ya en España con el Decreto de 1878 reglamentando la concesión de los grados de la Orden de Carlos III, que no tiene más inconveniente que el establecer demasiadas excepciones, anulando así en gran parte las disposiciones del Decreto en lo que se refiere a los grados superiores, y además no expresa el tiempo que debe trascurrir entre la concesión de un grado y la del inmediato superior; siendo también de sentir que no se obligue a indicar en la propuesta oficial el servicio prestado por el candidato propuesto para la cruz; prohibiendo las concesiones por propuestas particulares, en las que más bien parece se concede la recompensa al que la pide que a la persona agraciada; y como lo que da prestigio a una Orden es siempre la causa que motiva la concesión de la gracia, debiera declararse dicha causa en el Decreto, porque nadie desconoce que no se respeta ni considera una cruz del Mérito Militar con distintivo blanco, como se admira y envidia una cruz laureada de San Fernando.
Sería de desear que se crease una sola y única Orden, de difícil y razonada concesión, con pensión para los militares y abono de servicio para los civiles, que podría ser la de San Fernando, sencilla para éstos y laureada para aquéllos, que el español pueda ostentar con orgullo y satisfacción, procediendo a la abolición de todas las existentes, civiles y militares, y estableciendo una Cancillería independiente de todos los Ministerios que vigilase el exacto cumplimiento de la ley; pero ya que esto no pueda ser, convendría que la Orden de Isabel la Católica se rigiera por un Decreto parecido al que se dio para la de Carlos III, que tan buenos efectos ha producido ya en la práctica, y que se modifique lo dispuesto en la Ley de Presupuestos, estableciendo fuertes derechos por las cruces, con lo que las convierte en privilegio del favor particular y de la fortuna. También pudiera hacerse una tarifa equitativa para la concesión del exequátur para el uso de las cruces extranjeras otorgadas a los españoles, haciéndolo rigurosamente obligatorio, pero no con los crecidos y poco razonados derechos que hoy se exigen. Una simple convención internacional, como las que existen con Alemania, Austria y Bélgica, exigiendo que las cruces se remitan siempre por conducto de los Ministerios de Negocios extranjeros, bastaría para hacer obligatorio el exequátur.
Respecto de los canjes, y en general para la concesión de gracias a súbditos extranjeros, sólo diremos que por decoro nacional se impone la necesidad de no otorgar cruces, tanto en número como en categoría, sino con arreglo a la más estricta reciprocidad. Muy fácil sería el atenerse a este principio, que nunca se ha tenido en cuenta en España.
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