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Príncipe o mendigo, aun con el mismo vestido.

Demos en esta materia razón a Kant y concluyamos que un hombre, al fin de cuentas, es lo que la educación hace de él.

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El deseo de sentirse importante.

Además del alimento y el descanso, es una de las más básicas necesidades de la especie que domina la tierra. Muchos se pasan la vida creyendo perseguir otras metas menos psicológicas, mas no es atrevido sostener que se trata siempre de lo mismo.

El deseo de importancia hizo que Aquiles prefiriese una muerte joven y gloriosa antes que una apacible y larga vida. Frente a tal ejemplo el sacrificio de Sócrates fue menor, puesto que ya contaba más de ochenta cuando se decidió a beber la copa que, según el adagio, le dio su grande renombre.

Tampoco se extingue el deseo tan sólo en la forma de vivir, sino que en ocasiones excede los estertores del hombre y gobierna sus anhelos de sepultura. ¿Qué puede decirse si no del sacrificio de tantos esclavos para levantar una pirámide? Unos elogian la maravilla arquitectónica y sus propiedades matemáticas, otros estiman repugnante el sacrificio de familias enteras para satisfacer las ambiciones de importancia de un cadáver disecado.

Nuestro más importante dormitorio queda en Buenos Aires, en el barrio de la Recoleta. El joven Borges ya escribía en el veinte unos versos dedicados al que creía ser el lugar de su descanso. Si se lee bien, toda una declaración de clase y una expresión nítida de nuestro "deseo de importancia".

¿Y para satisfacer qué otro deseo es que se suelen acumular más riquezas de las que podrán gastarse durante el breve chisporroteo de la vida? ¿Para qué se empeñan tantos esfuerzos en "adquirir un nombre", o en títulos y cargos honoríficos o en ostentosos automóviles, joyas carísimas y finísimos vestidos y a veces, hasta compañías que no tienen otro objeto que el de alardear frente a los demás seres humanos?

¡Pero qué desacertado sería aquel que quisiera exigirles a los hombres la renuncia a tan natural necesidad! Por el contrario, el motivo de estas líneas puede decirse que es de índole económica. ¿No es cierto que en la búsqueda de mayor notoriedad podrían muchos hombres diversificar mejor su cartera de inversión, gastando algunas monedas para adquirir el hábito de la cortesía?

"La cortesía vuelve noble al hombre humilde"

En efecto, la cortesía vuelve noble al hombre humilde, tanto como su carencia hace al rico dos veces plebeyo. Es un vestido invisible que realza nuestras maneras sin afectarlas, nos hace príncipes de la conducta y nos distingue naturalmente sin necesidad de ningún exceso.

Pero me anticipo a lo que se pueda objetar, no se trata de una virtud superficial. La cortesía, el respeto y las buenas maneras, son como la piel del hombre: es lo que se ve de afuera, pero acusa los humores que se esconden por dentro. Quien respeta francamente a los demás no tiene inconvenientes en sostener una puerta, ceder el paso, escuchar sin interrumpir, pedir las cosas "por favor", y dar las "gracias".

Demos en esta materia razón a Kant y concluyamos que un hombre, al fin de cuentas, es lo que la educación hace de él. Desdichadamente, la práctica de las buenas maneras se ha vuelto un fenómeno tan raro que en la actualidad conforma una suerte de código masónico que maneja una selecta minoría y que sirve para identificar a los otros miembros de la logia de la cortesía. Una ventaja tiene esto: más preciada es una virtud cuanto más rara, y lo que antes era la regla hoy será motivo para destacarse. ¿No es que ya no subrayamos la falta de educación sino lo contrario?

Dar la mano con equilibrada firmeza, mirando a los ojos y sonriendo. Escuchar atentamente, rebatir con educación, sopesar los adjetivos, respetar a los mayores, no abusar de la autoridad, ceder el paso a los peatones. El que cumple estas gratuitas pautas tiene ya ganada la mitad del camino al reconocimiento. Éste es el sencillo y distinguido arte del vivir cortésmente, ésta es la secreta forma de nobleza que nos permite la República.

 

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