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J. EL CÓDIGO DE LA CIVILIZACIÓN REFLEXIVA: Autoavuda y cuidado del Yo. VII.

Autoayuda y cuidado del yo. La civilizaciópn del conocimiento.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta nuestros días
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4. La civilización reflexiva a través de la autoayuda.

El código de comportamiento y gestión de las emociones que se configura a partir de la literatura de autoayuda voy a denominarlo "código de la civilización reflexiva". Mantengo el vocablo "civilización" en tanto con esta noción se alude al nivel de autocontrol que ejerce la persona sobre sus conductas y emociones. Añado el vocablo "reflexiva" puesto que entiendo, en la línea definida por Cas Wouters, que ese control se flexibiliza al tiempo que se solidifica a partir de un pensar sobre sí mismo y un pensar lo pensado; es decir, a partir de un examen introspectivo y el consiguiente autoanálisis del comportamiento y los afectos. Es pues éste el código que prevalece en condiciones de informalización, individualización e igualdad. Su carácter reflexivo, de cualquier modo, es lo que interesa recalcar con relación a los códigos anteriores y es lo que voy a ilustrar desgranando los contenidos de las obras de autoayuda. El código de la civilización reflexiva parte de una gestión adecuada de las emociones, gestión que sitúa a la persona en condiciones de alcanzar la felicidad. Partiendo del autoescrutinio individual se accede a un par de conceptos clave para entender el código: la responsabilidad y la opcionalidad. Veamos cada una de estas cuestiones con mayor detenimiento.

El objetivo del código que me ocupa es la consecución de la felicidad entendida como una amalgama de éxito y bienestar psíquico. No existe una definición precisa y unívoca de la felicidad en las publicaciones que he manejado pese a que se explicite como objetivo. El éxito no se identifica al uso tradicional con el carácter sobresaliente de una persona en la vida pública, o en los negocios, o en la política, o en el ámbito académico o en el terreno artístico sino que se trata de un éxito discreto, individualizado e independiente respecto a una ratificación social mayoritaria. Éxito es el de la persona que rehace su vida tras la pérdida de un ser querido o tras cualquier debacle emocional; el del modesto deportista que persevera en su entrenamiento después de la derrota o el del asesor laboral que en un ayuntamiento consigue trabajo para ciudadanos desempleados. Es un tipo de éxito que no tiene por qué contar con un refrendo público, que podría o no llegar aunque sin ser imprescindible para poder hablar con toda propiedad de éxito (Martín y Boeck, 1997:14). El bienestar se asocia a un estado de plenitud y paz espiritual ajeno a tribulaciones y ligado a una trayectoria vital de la cual la persona es dueña y que, por descontado, gobierna.

Alcanzar dicho objetivo, nunca definido conceptualmente con precisión -entre otras cosas debe ser cada uno quien lo llene de contenido- pasa por una correcta autorregulación emocional. El código de la civilización reflexiva prioriza en sus consideraciones las emociones sobre el comportamiento: una vez gestionadas las primeras con pericia, dicha gestión se traducirá en una conducta acorde con ellas. Y es que la gestión de las emociones, los afectos y la subjetividad es el horizonte que nunca ha de perderse de vista. Esta actuación prioritaria sobre las emociones y la autorregulación de las mismas, pone en primer plano la subjetividad individual como dimensión fundamental y auténticamente característica de la persona; dimensión sobre la que cada uno debe trabajar en aras de su felicidad. Las emociones son susceptibles de ser manejadas, redefinidas; no son al uso romántico un caudal ingobernable e impredecible: se trata de ser emocionalmente inteligente. Ser emocionalmente inteligente comporta una autorregulación de las emociones desarrollada con arreglo a una concepción de la inteligencia abierta a la subjetividad individual frente a la tradicional visión de la misma que la identifica con la capacidad de abstracción, la lógica formal, la comprensión de relaciones conceptuales o la acumulación de conocimientos generales.

Ser emocionalmente inteligente es estar dotado de "Inteligencia Emocional". Este concepto nace inicialmente como crítica de lo que se entiende es un concepto demasiado restringido de inteligencia, centrada siempre en aspectos pragmáticos, utilitarios, matemáticos, objetivos y sin consideración alguna hacia el nivel emocional de la persona. Así, el concepto tradicional de inteligencia, medido gracias a diferentes tests y expresado numéricamente ha de ser superado incluyendo entre sus contenidos la dimensión emocional de la persona. Esta concepción de inteligencia reconocería cinco capacidades diferentes o áreas de actuación de la persona en función de las cuales podrían establecerse los niveles de inteligencia emocional de la persona. Así, primero se toma en consideración el reconocimiento de las emociones propias y la capacidad para darles un nombre. En segundo lugar, se tiene en cuenta la gestión de las emociones y cómo se conduce la persona ante sus reacciones emocionales. En tercer lugar, se atiende al potencial existente en cada individuo para dicha gestión teniendo presente el aserto de que para tal gestión es necesario "un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de esfuerzo" (Martín y Boeck, 1997:22). En cuarto lugar, se presta atención a la predisposición empática de todo lo que es expresado gestual y no verbalmente. Y por último, se abordan las relaciones sociales y la capacidad para solucionar conflictos interpersonales o percibir los estados de ánimo del interlocutor y ajustar el comportamiento y la emocionalidad a dichos estados. Éstas son pues, las capacidades que resultan relevantes para el concepto de inteligencia emocional (Martín y Boeck, 1997:22-23) (Nota: Basándose en estas dimensiones se elaboran tests que miden cuantitativamente la inteligencia emocional de una persona si bien éstos son todavía hoy insuficientes. Cfr. Martín y Boeck (1997:26)).

De cualquier modo, este concepto de inteligencia emocional, aunque recientemente apuntado y publicitado, ya encuentra antecedentes, aunque menos perfilados o más intuitivos, en publicaciones de autoayuda como la de Wayne W. Dyer y sus "zonas erróneas". Dyer anticipa en el tiempo -1978- la crítica que desde la perspectiva de la inteligencia emocional se hace de la concepción clásica de inteligencia: afirma que la inteligencia no ha de concentrarse exclusivamente a la resolución de problemas lógicos más o menos complejos y amplía sus competencias al aprovechamiento de las propias potencialidades y a la capacidad para escoger los sentimientos con los que hacer frente a una determinada situación (Dyer, 1978:23-24). Las emociones, desde esta óptica, no son elementos ajenos a una voluntad individual de control de las mismas; no son elementos inefables fijados de manera determinista en la naturaleza de las personas. Es posible un control reflexivo de las emociones que haría del individuo un sujeto emocionalmente inteligente. Los sentimientos o las emociones " [...] son reacciones que eliges tener" (Dyer, 1978:25). Un sencillo silogismo constituye la base de esta afirmación:

"Premisa mayor: Yo puedo controlar mis pensamientos.

Premisa menor: Mis sentimientos provienen de mis pensamientos.

Conclusión: Yo puedo controlar mis sentimientos." (Dyer, 1978:26)

La legitimación intelectual del concepto de inteligencia emocional se busca en autores que a lo largo de la historia del pensamiento se hayan centrado en el origen y efecto de las emociones -Empédocles (450 a.C.) y su teoría de los cuatro temperamentos básicos, Robert Burton (1577-1640) y su "Anatomía de la Melancolía" o Charles Darwin (1809-1882) y su estudio de la expresión de las emociones en los hombres y los animales (1872)- y su legitimación científica se basa en los estudios sobre el funcionamiento del bulbo raquídeo, del sistema límbico (cerebro emocional), del neocórtex (cerebro racional) y de las constantes interrelaciones entre ellos; interrelaciones que vendrían a probar esa interpenetración entre la dimensión racional y emocional de la persona (Martín y Boeck, 1997:33 y ss.). Luego entonces es a partir de este concepto de inteligencia ampliado al campo de las emociones que se elabora un programa de autorregulación emocional que contempla el conocimiento de la propia emocionalidad no con vistas a la represión de las emociones sino con miras a su control reflexivo para modificar convenientemente el comportamiento y desarrollar nuevas competencias (Nota: Por ejemplo, una persona que tiene miedo ante un ataque nocturno o ante un determinado auditorio cuando debe hablar en público, aprovecharía la energía que se desprende de una emoción como el miedo para aprender técnicas de autodefensa o procedimientos para intervenir en alocuciones públicas (conferencias, charlas, seminarios, exposiciones...). Cfr Märtin y Boeck (1997:75)).

Este programa de autorregulación emocional quedaría constituido por seis puntos básicos (Martín y Boeck, 1997:70-72):

- Reconocimiento e identificación mediante su correspondiente nombre de las emociones que experimenta la persona.

- Distanciamiento reflexivo de la persona en relación con sí misma. Se forja así una suerte de observador objetivo y neutral de la subjetividad y la conducta propias que nunca emitiría juicios de valor.

- Admisión de las emociones como elemento consustancial a la vida humana. Las emociones, en sí mismas, no serían ni buenas ni malas. Su valor residiría en el potencial que atesoran para redefinir satisfactoriamente la vida de la persona y alumbrar nuevas habilidades y competencias en ella.

- Detección de estados de ánimo negativos. Detectarlos se entiende equivalente a querer eliminarlos.

- Conversión en hábito de la atención que debe prestarse a las señales emocionales que emite el cuerpo en forma de contracciones musculares, sudor, dolor de cabeza, sonrojos, balbuceos, tartamudeos.

- Averiguación imprescindible de las causas que generaron esa señal emocional.

 

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