Urbanidad en la misión apostólica.
Por el ministerio de la palabra se ha de poner el Sacerdote en contacto con el alma de sus oyentes.
El ministerio apostólico.
Como hace notar el Sumo Pontífice Benedicto XV en su Encíclica "Humani generis Redemptionem", el Maestro Divino, después de haber conquistado sobre el ara de la Cruz el derecho, que por otros títulos también poseía, de anunciar la verdad eterna, dirigiéndose a sus discípulos pronunció aquel autoritativo:
"Euntes docete omnes gentes".
Esta misión de los Apóstoles, de que continúa hablando la misma Encíclica, bien la conocían y testimoniaban ellos, que hasta llegaron a derramar su sangre por cumplirla, e increpaban valientemente a los que se lo impedían hacer.
El Doctor Angélico, al comentar las Epístolas de San Pablo, nos hace notar (II ad Thesal. II-16) que la predicación "principaliter" pertenecía a Cristo, "fíguraliter" a los Profetas y "executive" a los Apóstoles. Esta predicación apostólica, que renovó la faz de la tierra, es la que continúan sus sucesores con idénticos poderes que ellos; y a la que nadie tiene derecho a oponerse, por provenir de Dios. No obstante, el hombre obra tan ciegamente, que quiso hacer callar a Jesús, encarceló a sus Apóstoles, y tiranos y pneblos se oponen en el correr de los tiempos a la predicación de la divina palabra, o hacen mofa de ella y de quienes se la promulgan.
Por el ministerio de la palabra se ha de poner el Sacerdote en contacto con el alma de sus oyentes, y necesita, aunque hable con autoridad proveniente de Dios, conocer y acatar las normas usuales para captarse la atención y simpatía de su auditorio con el fin de que su predicación produzca mayores frutos espirituales. Estas reglas de conducta se encuentran principalmente expuestas en las obras de Oratoria Sagrada, pero no pocas de ellas pertenecen también al campo propio de los tratados de Urbanidad.
"Unos predican por derecho propio, como son los Obispos, y otros por delegación suya"
Antes de predicar.
Ante todo es preciso reconocer que unos predican por derecho propio, como son los Obispos, y otros por delegación suya, confiada, bien de un modo habitual, bien para ciertos casos y lugares, que es lo que suele entenderse por tener licencias para predicar. Respecto de cuándo deban hablar a sus fieles aquellos que lo tienen como deber del cargo, dan suficientes reglas los sagrados Cánones y las obras de Pastoral; lo que no suele encontrarse en tales obras, son las normas de cortesía para aceptar las invitaciones de dirigir la palabra a los fieles.
El ofrecerse uno mismo para predicar, podrá disculparlo en algunas ocasiones el celo; pero difícilmente lo aconsejará la cortesía, a no ser que se trate de sacar de un compromiso a algún compañero con quien se tenga plena confianza. Lo ordinario es ser invitado, ya por el encargado de la iglesia, donde vaya a predicar, ya por quien dirija la asociación o costee la fiesta, previa la anuencia del Párroco. Antes de decidirse, cuídese el predicador de tomar buena nota de la fecha, lugar, hora, medios de comunicación, etc., así como del objeto y fin de los cultos, estado religioso de la localidad y demás datos que puedan servirle para orientarse en todos los órdenes; medir las propias fuerzas y tener la seguridad de que podrá cumplir exacta y dignamente la palabra que de aceptando. Ni que decir tiene que sería una grosería incalificable preguntar ante todo por la cuantía de la limosna y andar contratando sobre esta materia, cómo si se tratase de un vil negocio humano (Nota 1).
(Nota 1.) San Pablo en sus Epístolas llama a los que asf tratan estas faenas oratorias adulteradores de la palabra de Dios, y Santo Tomás, al comentar estas palabras, dice: «Sic enim mulieres adulterae dicuntur, quando reclpiunt semen ex alio viro ad propagationem prolis. In praedicatione autem semen mihil aliud est quam finis seu intentio tua, vel favor gloriae propriae. Si ergo finis tuus est quaestus, si intentio tua est favor gloriae propriae, adulteras verbum Dei. Hoc faciebant pseudo apostoli... Apostoli autem praedicabant, neque propter quaestum, neque gloriam propriam; sed propter laudem Dei et salutem proximi". Coment, ad 2.ª ad Corinthios.
Si la invitación se hace de palabra, puede resultar la visita un poco embarazosa para el que la recibe, a no ser que esté bien fundamentado en la humildad, por tener que oir las más de las veces palabras y cumplimientos de adulación; pero lo triste sería que quienes fueron buscando un sermón fervoroso, se encuentren con que el orador, al tiempo de aceptarles, les hace... su propio panegírico: la adulación y la vanagloria, nos llevan fácilmente al ridículo en el trato social. En el caso de no poder aceptar, se expondrán las razones que nos lo impiden y se manifestará sentimiento, por no poderles complacer, y gratitud, por haberse acordado de invitarle; pero sin propasarse a recomendarles ningún sustituto, a no ser que se lo pidan ellos.
Cuando, después de aceptado el sermón, por fuerza mayor no sea posible cumplir el compromiso, debe ponerse el caso cuanto antes en conocimiento de los que hicieron la invitación, y no estaría mal, si el tiempo urge, indicarles quién se compromete a sustituirle, si no encuentran otro orador más de su agrado.
Además de faltar por otros muchos conceptos, cometen una desconsideración muy grande para con su auditorio los que no se preparan debidamente para predicar: la palabra de Dios y los mismos que se dignen ser sus oyentes merecen que se les preste más atención, que la de subir al pulpito sin saber qué, ni cómo se va a predicar. Quédese lo de improvisar sermones para los varones apostólicos y grandes oradores que hayan hecho, como del Nepomuceno dice San Jerónimo, de su pecho una librería de Cristo (Nota 2).
(Nota 2.) Del Beato Maestro Juan de Avila dice el Licenciado Luis Muñoz en su vida, que "llegó con el trabajo, y principalmente con la gracia del Espíritu Santo, a tan gran facilidad y destreza en el estudio de los sermones, que no habla menester para formarlos más que la noche precedente al día que habla de predicar. Obligábanle a cuidado los copiosos auditorios, y con durar dos horas las más veces los sermones, no le costaba más que el estudio de una noche, y parece gastaba más tiempo en predicarlos que en prevenirlos".
Los demás Ministros de la palabra de Dios hemos de estudiar y preparar nuestros sermones, como lo enseñan y practican los más preclaros maestros. Véanse las normas que da sobre esta materia el príncipe de nuestros oradores sagrados, Venerable P. Fr. Luis de Granada, tanto en su Retórica Eclesiástica, como en la biografía del Beato Juan de Avila, en la que, al mismo tiempo que se trazan los principales rasgos de la colosal figura del Apóstol de Andalucía, "se nos presenta una perfecta imagen del predicador evangélico", según lo hace notar el mismo autor en su dedicatoria al Beato Patriarca Juan de Ribera.
Sería una pueril vanidad el andarse jactando en las conversaciones de tener muchos sermones comprometidos, máxime si alguien se atreviese a llegar hasta el prohibido extremo del reclamo periodístico. Para evitar equivocaciones en los anuncios, que a veces ocasionan disgustos y ridículos, conviene dar nota exacta del nombre y títulos que tenga el predicador, aunque se ha de ser parco en la exhibición de tratamientos y cargos honoríficos.
En el púlpito.
Cuando llegue el día señalado para el sermón, se ha de procurar la puntualidad en el cumplimiento de los compromisos. Se esperará en el propio domicilio, si está convenido que vendrán a buscarle; en caso contrario conviene ir con la debida anticipación al templo, o a la Casa Rectoral, donde haya costumbre ir en comitiva solemne todos los que deben actuar en la fiesta, siguiéndose en esto las tradiciones locales.
Una vez en la iglesia, después de haber hecho una devota oración ante el Sagrario, puede retirarse a la sacristía hasta la hora del sermón. Hechos los fraternales saludos al Párroco y Clero, puede, sin faltar a la cortesía, retirarse a un aposento solitario, para hacer la preparación próxima de su trabajo.
Respecto del traje con que haya de predicar, sea cual fuere el prescrito por las rúbricas y la costumbre, ha de cuidarse siempre de que esté decente y limpio, sin lujos ni ornamentos superfluos; para que no pueda decirse que el orador se preocupó más del roquete que del sermón. Nunca se borrará de mi memoria la pésima impresión que produjo en sus oyentes un predicador, que se estuvo todo un novenario hablando contra las modas femeninas, y subía él mismo al pulpito con el atildamiento más refinado en su indumentaria y persona, dentro de lo que cabía en el hábito de una orden austera: "Padre, llegó a decirle una señora, cuando le oigo a usted tengo miedo; pero cuando le veo, me tranquilizo..."
"Nunca se borrará de mi memoria la pésima impresión que produjo en sus oyentes un predicador, que se estuvo todo un novenario hablando contra las modas femeninas, y subía él mismo al pulpito con el atildamiento más refinado en su indumentaria"
Al llegarse la hora del sermón le avisarán y pasarán a buscarle los que le hayan de acompañar, según costumbre: para ellos, si son personas de distinción, ha de tener unas palabras de atento saludo, pero dentro de la misma sacristía o donde no pueda causar desedificación a nadie. Después se dirigirá al altar para pedir los auxilios de lo alto; empero cuide de no ser de aquellos que, como dice el venerable Padre Granada, "cuando están para subir al pulpito hacen oración para que les suceda bien el negocio, mas Dios sabe de qué espíritu procede esta oración, si del amor propio y temor del mundo, o del amor de Dios y deseo de salvar las ánimas. Porque este amor propio, que dentro de nuestro pecho traemos, es tan sutil, que en todas las cosas se entremete, y tan escondidamente, que apenas hay quien lo conozca, y muchas veces miente y engaña a su mismo dueño, como dice San Gregorio".
Pedidas la bendición del Prelado o del Celebrante, cuando se requiera según disponen las rúbricas, se dirigirá al púlpito con la gravedad y modestia que el caso exige. No es lo más loable ponerse a atalayar desde la cátedra sagrada al auditorio, como para contarle, y menos lo sería dar muestras de displicencia, al verle en poco número.
"Alegraos", decía San Francisco de Sales al Obispo de Belley, cuando subiendo al púlpito advirtierais que hay poca gente, y que todo vuestro auditorio se reduce a un puñado de personas. La experiencia de treinta años es la que me hace discurrir de este modo; y por lo que a mí toca puedo decir haber visto mayores efectos para el servicio de Dios de resultas de los sermones que he predicado a cortos auditorios, que no de los predicados a grandes concursos. Cuan diferente de este modo de pensar fué, según cuentan, el comportamiento de aquel otro célebre orador llamado Bermejo, que contando un día desde el púlpito a su auditorio, en vez de predicar el sermón anunciado, se limitó a decirles este improvisado dístico:
"¡Por cuatro viejas y un viejo, no se molesta Bermejo!", y descendió de la cátedra sagrada muy orondo, como si hubiera sido un dechado de celo y cortesía... Los grandes auditorios, más bien debieran hacernos temblar, que apetecerles: cuéntase del famoso orador francés Padre de la Neuville, que un día, al subir al púlpito, sacó un pañuelo para enjugar sus lágrimas; cuando hubo terminado su grandilocuente predicación, un amigo se atrevió a preguntarle por la causa de aquel llanto, y el gran orador le dijo: "Lloraba al contemplar tanta gente como acude a oirme, sin ver conversión ninguna; esto me hizo pensar que yo no era más que un comediante, y que no desempeño bien la misión divina que he recibido".
La prudencia, de acuerdo con la cortesía, exigen que el orador se presente ante su auditorio con aires de modestia y recato, para conciliarse desde el primer momento la simpatía y benevolencia. En los saludos de costumbre, que hará descubierto y con las debidas inclinaciones, debe procurar no omitir ninguno de los que pudieran ser echados de menos y emplear en ellos las fórmulas usuales, sin epítetos rebuscados y adulatorios, que desedifican.
En el exordio podrá acudir a los resortes oratorios imprescindibles para la presentación propia y del tema elegido; pero esquivando cuanto pueda el hablar de sí, por ser materia harto difícil (Nota 3).
(Nota 3.) En algunas ocasiones resultará imprescindible hablar de sí mismo, como le aconteció al Beato Diego de Cádiz, cuando la Universidad de Granada en 1779, después de oírle en unas misiones, acordó concederle el titulo de Doctor. En el acto solemne de la entrega de las Insignias, después del discurso latino que hizo, dice el mismo Beato en carta al Director de su conciencia: "Seguí en castellano otra en que con fuertes y eficaces razones satisfacía a las del Claustro insistiendo con vehemencia en que la palabra de Dios anunciada por mi, no debía llevar otra recomendación que sola "mittentis virtut"; esto lo repetí con Interior y exterior unción y devoción mía y de todos, y pedí por amor de mi Dios que me eximiesen de aquel honor impropio de mi conocida Ignorancia. No fué admitida, no obstante que confesaron la fuerza de estas razones: volví segunda vez con otras asimismo poderosas, mas su respuesta fué el general clamor de todos... Se trató de que predicase sin las insignias, pero no se admitió, y así hube de hacerlo con el bonete puesto, usando de él con no pequeña agilidad en los casos oportunos. En todo esto conocí mi Interior en una Indiferencia y por tan singular, como si sucediese en otro extraño".
Es también cuestión de delicadeza y tacto social, que ha de ir siempre regulado por la prudencia y el celo, todo lo concerniente a alabar y reprender a los fieles: aun las recriminaciones más fuertes de los más hediondos vicios deben ir siempre dichas en forma que no hieran al pudor y la cortesía, como también sin que nadie pueda ver en ellas alusiones personales.
Respecto del tono y extensión de los sermones ha de acomodarse todo a las condiciones del orador, del local y de las circunstancias. El que se dedica a hablar en público suele de antemano tener estudiadas sus condiciones fonéticas y el tono dominante que le conviene sostener, sin llegar a recurrir al diapasón o el acorde de órgano para precisarlo, aunque Cicerón nos cuente que los antiguos oradores tenían junto a su tribuna un tañedor de flauta para darles el tono. Ni por lo destemplado de la voz, ni por la excesiva prolongación de los sermones, se debe ocasionar molestias al auditorio, para que no pueda acontecemos lo que se narra de un orador francés, el cual, como viese que el auditorio iba desfilando por no poder soportar su larga y detestable predicación, osó apostrofar a los que salían diciendo: "¿Acaso os fastidia la palabra de Dios?", a lo que se atrevió a responder uno de ellos: "No es la palabra divina la que nos cansa, sino la de usted, la que se nos hace insoportable".
Otro tanto puede decirse de la declamación y demás acciones que haya de practicar el orador en el pulpito: lo mismo que sería una falta de educación hablar a gritos y accionando desaforadamente en la calle o en una visita, lo será también llegar a esos extremos en la predicación sagrada. No hace más fruto el que rasga los oídos con sus chillidos o encandila la vista con sus ademanes exagerados o teatrales, sino el que cautiva los corazones y hace derramar lágrimas de arrepentimiento. En algunos países es corriente tener un vaso en el pulpito, para que el orador pueda reparar sus fuerzas; mas, aunque la necesidad y la costumbre local lo autoricen, mejor y más delicado sería abstenerse, y de todos modos dar pruebas patentes de sobriedad, haciéndolo con el mayor recato y respeto al público. En cuanto al uso del pañuelo para limpiarse el sudor y otras inmundicias, guárdese al auditorio la misma atención que si estuviéramos delante de cualquiera grande personaje, procurando utilizar el pañuelo lo menos posible y con rapidez y decoro; sería una falta de cortesía seguir hablando y accionar con él en la mano, y mucho mayor dejarle extendido sobre la barandilla del pulpito.
Si durante el sermón observare el orador que entra el Prelado, alguna corporación o personalidad de muy elevado rango, puede interrumpir su predicación unos momentos, hasta que se coloque en su sitio de honor y el público pueda seguir prestándole atención; como también hacer un brevísimo resumen de lo ya dicho o indicar la materia de que se proseguirá hablando, después de dirigirle el correspondiente saludo. En casos de tumultos, interrupciones y accidentes fortuitos, una advertencia oportuna y cortés del orador puede evitar alborotos y graves conflictos.
"Si durante el sermón observare el orador que entra el Prelado, alguna corporación o personalidad de muy elevado rango, puede interrumpir su predicación unos momentos"
Después del sermón.
AI descender del púlpito, es cuando más necesita el orador sagrado tener presentes los preceptos de la Urbanidad; pues deja ya de hablar a los hombres con el carácter de Ministro de Dios, para continuar su trato de relaciones sociales.
Después de haber dado gracias ante el altar, si hay costumbre de hacerlo, se retirará con su acompañamiento a la sacristía, y allí es donde suele caer sobre el orador una abundante lluvia de enhorabuenas y lisonjas, tanto más exageradas cuanto menos sinceras. Como el mundo es tan engañoso, suelen darse muchos casos en que los afanes del predicador por halagar al público con sus filigranas retóricas, son pagados muy justamente con la limosna de una mentira aduladora, para desquitarse después con creces mediante la crítica despiadada que se haga a espaldas suyas. Y lo más triste es que a veces el mismo Ministro de la palabra de Dios es quien da pie para estas mentidas adulaciones, bien con excusas supérfluas para justificarse por no haberlo hecho mejor, bien preguntando con fingida humildad por sus defectos, o bien provocando los elogios con veladas y diversas evoluciones del amor propio, que no escapan al ojo avizor de los circunstantes. Bien merecido tienen estos oradores la despectiva comparación que hizo de ellos el Beato P. Antonio María Claret, cuando escribió en sus Apuntes biográficos: "Había observado que a algunos les pasa lo que a las gallinas, que después de que han puesto el huevo, lo cacarean y se lo quitan: así he notado que sucede con algunos Sacerdotes poco avisados, porque luego que han hecho una buena obra, como... predicar o hacer alguna plática, andan en busca y a caza de moscas de vanidad, hablan con satisfacción de lo que han dicho y del modo cómo lo han dicho; y así como a mí me disgusta el oir hablar de esto, pienso que también disgustaría a los otros si hablase yo de estas mismas cosas, por lo que hice propósito de nunca jamás hablar de ellas".
Tal debiera ser la norma de conducta que se impusieran a sí mismos todos los predicadores, aunque no fueran de la talla apostólica del Beato Arzobispo de Cuba; con ella saldrían ganando la virtud y la cortesía. Claro está que no por seguirla se van a rechazar despectivamente las atentas enhorabuenas que suelen darse a los que terminan de predicar: recibidas con delicadeza y gratitud, dirijamos a Dios toda la gloria, apreciando el aplauso de los hombres en lo poco que vale; pues bien podemos apropiarnos la lección que candidamente dio una monjita sencilla a cierto joven Orador que se encontraba confundido ante las atenciones de que era objeto después de haberles hecho una plática: "No se apure, Padre, que a todos los Predicadores decimos lo mismo..."
En algunas partes acostumbran ofrecer al Orador después del sermón algún sencillo refresco en los departamentos contiguos a la sacristía: la prudencia dictará en cada caso si es discreto aceptarlo, siempre que no sirva esto de motivo de desedificación de los fieles, por ver que los Sacerdotes y seglares que les acompañan se privan de lo más importante de la fiesta religiosa, conculcando así la práctica seguida por los fieles piadosos y lo que tal vez acaben de oir encomiar desde el púlpito... Muy otra suele ser la conducta de los varones apostólicos; los cuales se glorían en tener que ir de la cátedra sagrada al confesonario, y éstos son los verdaderos plácemes de los sermones: cuéntase de un célebre Orador del siglo XVII que fué en cierta ocasión a oir la predicación de un humilde Misionero y, preguntado después sobre el juicio que había formado de Orador tan sencillo, dijo: "Pienso que yo hago subir a la gente sobre los confesonarios, pero éste les hace entrar dentro: su fruto vale más que el mío (Nota 4)".
(Nota 4.) ¡Ojalá que todo el público que escucha los sermones lo hiciera con el ánimo de sacar espiritual provecho de ellos! Santa Teresa de Jesús podía servirnos de modelo, pues escribe en su autobiografía: "Era aficionadísima a los sermones, de manera que si vela a alguno predicar con espíritu y bien, un amor particular le cobraba, sin procurarlo yo, que no sé quién me le ponía. Casi nunca me parecía tan mal sermón, que no le oyese de buena gana, aunque al dicho de los que le oían, no predicase bien. Si era bueno, érame muy particular recreación. De hablar de Dios u oir de Él, casi nunca me cansaba". Vida, cap, VIII.
Lecturas en el púlpito.
No tan sólo ha de subir el Sacerdote al púlpito para predicar; algunas veces lo hará también para dirigir las preces y hacer públicas advertencias. En estos casos suele acostumbrarse usar roquete o manteo, y siempre será preciso guardar gravedad y modestia.
Da pruebas de poca devoción y cortesía, quien reza precipitadamente y sin que le puedan entender, ni seguir los fieles. Si en una conversación social se debe dejar terminar las frases al que habla, con mucha más razón habrá que guardar esta norma en las preces, ya que éstas son dirigidas a Dios.
Respecto de las lecturas públicas y solemnes que suelen hacerse en los ejercicios piadosos, también pide a una la piedad y el respeto debido a los oyentes, que se haga entender el lector y prepare de antemano la lectura, para no sufrir públicos bochornos y descréditos. Todos los tratadistas que han escrito sobre el arte de leer coinciden en que no se improvisan fácilmente las lecturas sentidas y brillantes (Véanse, por ejemplo, las obras: "La Lectura", por Pablo León Murclego; "La Lectura", por Rufino Blanco y Sánchez).
¿Sería cortés presentarse en un púlpito sin haber preparado la lectura, y así hacer sufrir al público que estime en algo a los que vestimos sotana? Además téngase en cuenta que algunos sacerdotes celosos han sabido hacer de las simples lecturas un verdadero apostolado, como el célebre P. Cagiano de Azevedo, en la iglesia de los Redentoristas de Madrid y tantos otros celosos Párrocos que fomentan la piedad y forman espiritualmente a sus fieles con la meditación diaria bien leída y los libros que utilizan en los ejercicios piadosos de sus templos (Nota 5).
(Nota 5.) Del P. Cagiano de Azevedo escribía D. Manuel Grana en "El Debate": "El no predicaba nunca; leía las novenas y devocionarios, que escogía con instinto verdaderamente genial; pero oirle leer a él una novena producía más efecto que un sermón. Llamaba a los grandes oradores sagrados; Manterola, Cardona y Calpena hubieron de predicar antes de que él leyese sus oraciones; en cuanto el P. Azevedo abría su libro y comenzaba con su voz y su gesto, llenos de profunda unción, los oyentes se conmovían de veras; la retórica se olvidaba; el espíritu penetraba los corazones. Algunos recordarán las lecturas de los Viernes Santos sobre todo. El santo Misionero preparaba su Calvarlo y el ambiente de la iglesia con arte sin Igual. El templo se atestaba en seguida de fieles. Subía al púlpito el Padre con cuatro o cinco libros en la mano. Tomando un trozo de uno y otro del otro, zurcía el conjunto con una rapidez y eficacia maravillosas, sin agregar él ni una palabra suya de comentario. Su voz se iba cargando de emoción mística asombrosa; a lo mejor rompía a llorar con íntima y sincerlsima compunción. No hacía falta más para que el auditorio le acompañase con sus lágrimas y gemidos, subiendo con él el camino del Calvario que les iba describiendo y representando".
Los avisos que se hagan desde el púlpito tampoco pueden ser improvisados, ni en el fondo, ni en la forma. So pena de exponerse a cometer inexactitudes y aun groserías, se ha de pensar muy bien si conviene hacer en esa forma tal advertencia y las palabras que han de emplearse para ello. Como la escritura fija, aclara y recuerda las ideas, conviene redactar previamente la fórmula que vaya a emplearse en cada caso y leer lo escrito desde el púlpito; así se evitarán no pocos disgustos, suspicacias, tergiversaciones y olvidos, sobre todo cuando haya de encargar a otro que haga los avisos.
"A la prudencia y delicadeza del Párroco ha de quedar la ocasión y forma de tratar ciertos temas escabrosos"
Predicación catequística.
Para la predicación catequística a los adultos, de que habla el Canon 1.332, unas veces se utiliza el púlpito y otras no, según costumbre local; como también a ésta hay que acudir para usar roquete o manteo en ella, pues nada hay prescrito.
A la prudencia y delicadeza del Párroco ha de quedar la ocasión y forma de tratar ciertos temas escabrosos, pero que no deben omitirse en una serie completa de conferencias catequísticas. Tratándose de antemano un plan doctrinal sistemático, a nadie puede extrañar que se hable de esas materias cuando corresponda, siempre que se haga con lenguaje culto y recatado.
Para lograr que asista público puede emplearse como resorte eficaz, el trato social. Esto, como dice D. Daniel Llórente en su "Pedagogía Catequística", "es asunto, primero, de oración; pero entre los medios humanos, uno de los más recomendados es ir a buscar el pastor a sus ovejas, la invitación personal. Brindan buena oportunidad las visitas que el Párroco hace a sus feligreses con motivo del padrón parroquial, o cuando asiste a los enfermos, o desempeña otro ministerio cualquiera, o cumple un deber de cortesía. Procúrese también la ayuda de personas de celo, que ejerzan algún ascendiente entre sus amigos y convecinos".
Muy de lamentar es que vayamos dejando perderse en España la vieja tradición del examen cuaresmal de Doctrina Cristiana a que se sometían en nuestros pueblos todas las personas mayores, que no ejercían algún cargo público. Donde aún se conserve tan santa costumbre, tenga sumo cuidado el Cura de continuarla y, a fin de no hacerla odiosa, ingeníese para lograr que todos le respondan bien a sus preguntas, evitando así los bochornos consiguientes.
Catequesis de niños.
En la catcquesis de niños no vaya a creer el Párroco que se verá libre de atender a las reglas de Urbanidad; pues las almas infantiles merecen tanto respeto, que un San José de Calasanz no consentía en cubrirse delante de ellos, cuando les enseñaba, y un Gran Canciller de la Sorbona, como Juan Gersón, no se atrevía a catequizar sin haber preparado primero las lecciones.
"Al mundo se le gobierna con amor, mejor que con palos... los niños forman también su mundo... a este mundo de los niños sólo puede atraérsele por el amor... y para educarlos es necesario el cariño de la gracia... pues a los tres meses de trato se les ha perdido ya el cariño natural".
Estas ideas, entresacadas de las obras del cristiano pedagogo por amor de Dios, Don Manuel Siurot, pueden darnos una norma para saber cuál es la primera condición para atraer a los niños y poder formarles en la catequesis.
Pero si necesitamos usar de afabilidad para atraerles, no será menor la que se precisa para conseguir educarles cristianamente y sufrir las múltiples molestias que ocasionan con los defectos naturales de su edad. De donde provendrá que, si no estamos bien fundamentados en virtud y en cortesía, se les dirijan fuertes reprimendas, sin darnos cuenta de que, como dicen los Hermanos de las Escuelas Cristianas en su "Manual del Catequista": "Las palabras duras en la catequesis son como pisadas fuertes en un jardín recién plantado: aplastan los gérmenes, cuando comienzan a desarrollarse".
Durante la enseñanza particular de las secciones, en que suele estar dividida toda catequesis bien organizada, no pocas son las reglas de trato social que habrán de ponerse en práctica, tanto para sostener el orden y la atención, como para enseñar y preguntar a los niños, que naturalmente son vergonzosos e inquietos. De las buenas maneras del catequista y del esmero con que prepare sus lecciones depende en gran parte el orden y fruto que saquen los discípulos. Es lástima que se escuchen con harta frecuencia lamentos por la falta de medios para organizar bien la enseñanza de la Doctrina Cristiana, por haber olvidado el gran principio que sienta el Excelentísimo Sr. Obispo de Málaga en sus obras de que "la catequesis es el catequistas y es una vergonzosa lástima también ver que, unas veces por falta de celo y otras de tacto social, se den casos de ignorancia supina en materias religiosas con más frecuencia de la que sería de desear" (Nota 6).
(Nota 6.) "El Santo Cardenal Belarmlno, lavando un día de Jueves Santo los pies a doce pobres, mandó a uno de ellos, que frisaba en los cien años, que rezase el Credo: "Jamás lo he sabido", respondió el viejo; nunca me lo han enseñado. A estas palabras el Santo Doctor se inmutó y quedó sin habla; por fin, derramando lágrimas, exclamó: ¡Cómo! ¡En Capua, en el espacio de cien años no se ha encontrado un hombre que enseñara a este cristiano los artículos de la fe! ¡Ay de tantos pastores negligentes!" (Don Daniel Llórente, en "Ramillete de pensamientos para Catequistas y Educadores").
También la catequesis da ocasión para que se entablen o aumenten las relaciones sociales del Párroco con los padres de sus catecúmenos, a los que debe visitar para rogarles que le envíen sus hijos a la enseñanza de la Doctrina, darles oportunamente noticias de su comportamiento, invitarles a las veladas catequísticas que organice con los pequeñuelos y a los públicos certámenes o distribuciones de premios; y sobre todo, ha de tratar con ellos para organizar bien la Primera Comunión que hagan anualmente los niños de la parroquia con toda solemnidad.
Pretender que esté pujante la vida de una catequesis, sin tomarse la molestia de salir de la propia iglesia y sacristía, es una utopía inconcebible en quien tenga una chispa de celo en su corazón; al contrario han discurrido siempre los Párrocos celosos, que han hecho de los niños el vínculo que una a la iglesia parroquial con los hogares de sus feligreses, y el gran recurso para iniciar y fortalecer las relaciones sociales con las almas que el Señor les confiara.
Ni que decir tiene que para la distribución de premios, designación de los que hayan de intervenir en los actos públicos y en todo lo referente a las Primeras Comuniones, se ha de proceder con tal corrección e igualdad de trato, que ni ricos, ni pobres vean preferencias que les disgusten, y en caso de haberlas, que sean en favor de los pobres, como los más amados del Divino Maestro.
Tales son los principales medios y modos de ejercitarnos en la faena apostólica de enseñar a las gentes con el ministerio de la palabra. ¡Quiera el cielo que nos demos todos a él con la intensidad y urgencia que es menester en nuestros días de artera persecución religiosa! Muy ciegos tendremos que estar para que no veamos con espanto aquella terrible acusación, que leía el actual Señor Obispo de Málaga entre el humo y las llamas de los sacrilegos incendios ocurridos en su diócesis: ¡Quemamos lo que no nos habéis enseñado a saber para qué sirve!
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