
Romper el protocolo.
Ayer me levanté con ganas de romper un poco el protocolo.
Ayer me levanté con ganas de romper un poco el protocolo, como hace la Familia Real, pero no se me arregló. Pensé que si dejo de levantarme por la mañana, llevar los niños al colegio, el perro a mear (o viceversa) y mi cerebro al trabajo, puede que me quede en pocos días sin protocolos que romper, es decir, sin trabajo, sin familia y hasta sin perro.
Lo que pasa es que cuando llegan a Asturias estos vientos de otoño, que nos traen por igual suicidas, asesinos con carné de loco, castañas baldunas y pilongas y actos monárquicos de alto copete en el Campoamor y alrededores, a uno le entran ganas de romper el protocolo. Lo hacen los locos y los reyes. O viceversa.
Pero no hay manera de romper el protocolo y ser diferente por un segundo. Para permitirse el lujo de parecer sencillo hay que ser poderoso, para aparentar descuido hay que ser rico de familia, y no se puede ir de despistado con el dinero salvo que se tenga un porrón de millones en el banco. Para ir bien despeinado hace falta pagarle sesenta euros al barbero (ahora se dice estilista), para comer como un cartujo hay que tener un dietista en nómina y no hay nada más impactante que decir que uno es republicano cuando se pone a la cola del besamanos de don Felipe y señora.
Pero está visto que la gente corriente no nos podemos salir del protocolo. No tenemos margen. Lo que nos queda es ponernos en los bordes de la alfombra roja y hacer la ola para que ellos, los elegidos por la Historia, tengan la ocasión de salirse del protocolo. Qué suerte.
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