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Ley 57/2003. Ley de Grandes Ciudades. I.

Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del gobierno local. BOE 17-12-2003. Ley de Grandes Ciudades. Parte I.

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EXPOSICIÓN DE MOTIVOS

I.

El artículo 149.1.18ª de la Constitución atribuye al Estado la competencia exclusiva para establecer las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas. Esta competencia se materializó, por lo que a la Administración local se refiere, con la promulgación de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local (en adelante LRBRL), sin perjuicio de la existencia de otras normas básicas en otros textos normativos, como ocurre con algunos de los preceptos del Real Decreto legislativo 781/1986, de 18 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de régimen local.

La LRBRL siguió sustancialmente el modelo tradicional de Administración local española, especialmente por lo que a los municipios se refiere, y ello se hace patente en aspectos tan relevantes como el sistema orgánico-funcional o las competencias de las entidades locales. Dicha Ley, por otra parte, ha sido objeto de numerosas reformas parciales, la más importante de ellas, sin duda alguna, la operada por la Ley 11/1999, de 21 de abril, dentro de las medidas para el desarrollo del Gobierno local, impulsadas por el Gobierno de la Nación en el marco del denominado Pacto Local.

Singularmente, hay dos ámbitos en los que la LRBRL se vio rápidamente desbordada por las exigencias de una vida local dinámica y rica, profundamente influida por las importantes transformaciones sociales, económicas y culturales que han venido experimentando los municipios españoles durante las últimas décadas: el modelo orgánico-funcional, lastrado por una percepción corporativista de la política local, y el rígido uniformismo, contemplando a todos o a la mayor parte de los municipios, con independencia de su demografía y complejidad, como organizaciones merecedoras de un tratamiento jurídico uniforme.

Por lo que se refiere al primero de los ámbitos indicados, la citada Ley 11/1999 vino a modificar de manera sustancial la distribución de atribuciones entre los órganos necesarios, de forma que se fortalecían las funciones gestoras y ejecutivas de los presidentes de las entidades locales, en aras de una mayor eficacia y agilidad, y, como contrapeso, se mejoraban los mecanismos de control en manos del Pleno. Esta reforma se complementó con las de otras leyes, y singularmente con la de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, que mejoró sustancialmente el diseño de la moción de censura e introdujo en el ámbito local la denominada moción de confianza.

Con ello se superó una de las grandes deficiencias de la LRBRL, y la experiencia positiva de la aplicación de la reforma del régimen local de 1999 demuestra que el camino más acertado es profundizar en la misma línea, de forma que se consigan simultáneamente dos objetivos:

1º Atender a la necesidad de un liderazgo claro y diáfano ante la sociedad, lo que exige ejecutivos con gran capacidad de gestión para actuar rápida y eficazmente.

2º Responder a la exigencia de un debate político abierto y creativo sobre las principales políticas de la ciudad, así como profundizar en el control de la acción de un ejecutivo reforzado, lo que implica que el Pleno desarrolle sus potencialidades deliberantes y fiscalizadoras.

En segundo lugar, el régimen local español se ha caracterizado tradicionalmente, como ya se ha destacado, por un excesivo uniformismo, heredero del modelo continental de Administración local en el que se inserta de manera evidente. Esta tendencia ha supuesto que, con la salvedad del denominado régimen de Concejo abierto, propio de los municipios de muy escasa población, haya existido y exista esencialmente un régimen común, que, con escasas singularidades que tienen en cuenta la dimensión demográfica, configura un modelo orgánico-funcional sustancialmente similar para todos los municipios, siendo prácticamente igual para los que apenas superan los 5.000 habitantes como para los que tienen varios cientos de miles e incluso millones.

II.

De este uniformismo se han resentido singularmente las mayores ciudades españolas, que han venido reclamando un régimen jurídico que les permitiera hacer frente a su enorme complejidad como estructuras político-administrativas. De hecho, el gobierno urbano no ha recibido hasta ahora un tratamiento específico suficiente en nuestro ordenamiento jurídico, como consecuencia de ese tradicional tratamiento unitario que ha caracterizado a nuestro régimen local. En la legislación de régimen local del sistema político anterior se preveía la posibilidad de un régimen especial de Carta, que quedó prácticamente inédita, estableciéndose no obstante mediante Leyes especiales de 1960 y de 1963 los regímenes especiales de Barcelona y Madrid, respectivamente, que no contenían realmente grandes innovaciones, limitándose, sustancialmente, a reforzar la figura del Alcalde, a crear la figura de los delegados de servicio, a consagrar la división territorial en distritos y a operar ciertos retoques en el régimen hacendístico.

El establecimiento del sistema democrático en España, y la instauración del denominado Estado de las Autonomías , conllevó un reparto competencial en materia de régimen local en el que el Estado se reserva la legislación básica en la materia, correspondiendo a las Comunidades Autónomas la legislación de desarrollo. En este contexto, la LRBRL, como ya se ha destacado, vino, por una parte, a mantener el tradicional criterio uniformista de nuestro régimen local, y si bien prevé la posibilidad de regímenes especiales, no regula directamente ninguno, salvo las líneas esenciales del Concejo abierto, limitándose, por una parte, en cuanto a los regímenes especiales de Madrid y Barcelona, a declararlos vigentes en cuanto no se opusiesen, contradijesen o resultasen incompatibles con la nueva Ley Básica Estatal, y, por otra, a atribuir a las Comunidades Autónomas la regulación de las áreas metropolitanas.

En definitiva, contemplado globalmente y teniendo en cuenta el conjunto de municipios españoles de gran población, no puede decirse que el régimen jurídico local haya respondido hasta ahora en un grado suficiente a las necesidades específicas de los municipios altamente poblados y se hace, pues, necesario, en el marco de las competencias del Estado, que en esta materia se ciñen a la regulación del régimen básico local, abordar las necesarias reformas normativas que den respuesta a las necesidades experimentadas por el municipalismo español, para poder hacer frente a las mismas en el contexto de una sociedad dinámica y en constante evolución.

Precisamente por ello, el Gobierno, a través del Ministro de Administraciones Públicas, envió a la Comisión de Entidades Locales del Senado en octubre de 2001 un detallado Informe sobre las Grandes Ciudades, que ha servido de base a un amplio debate para coadyuvar a la delimitación de tales fenómenos urbanos y de las necesidades específicas de su gobierno y administración, cuyas conclusiones deben ser tenidas en cuenta en la reforma del régimen local español. Fruto de todo ello es el nuevo modelo orgánico-funcional previsto en esta Ley para los municipios con gran población.

Por otra parte, tras 18 años de vigencia, se han puesto de manifiesto determinadas carencias y disfuncionalidades en la regulación de determinados aspectos en la LRBRL, lo cual unido a la deseable consolidación de nuestras entidades locales aconseja acometer una serie de modificaciones en ámbitos concretos.

En este sentido, se ha manifestado como insuficiente, por su carácter meramente declarativo, el tratamiento que de la participación ciudadana se hace en la LRBRL. En este tercer ámbito, existe una clara tendencia continental a reforzar las posibilidades de participación y de incidencia de los ciudadanos en el gobierno local, para evitar o corregir, en el contexto de un mundo globalizado, el alejamiento de los ciudadanos de la vida pública. En esta materia, hay que destacar la procedencia de incrementar la participación y la implicación de los ciudadanos en la vida pública local, lo que no constituye en modo alguno un elemento contradictorio con los anteriores, sino que, por el contrario, los complementa y enriquece. Y si bien es cierto que en este ámbito hay que conceder amplios márgenes a la potestad de autoorganización de las entidades locales, también lo es que la legislación básica estatal debe contener unos estándares mínimos concretos que permitan la efectividad de esa participación.

También hay que destacar la ausencia de cobertura legal para la potestad sancionadora de las entidades locales en defecto de legislación sectorial; la insuficiente y superada regulación de las formas de gestión de los servicios públicos locales en la legislación básica estatal, o la desmesurada exigencia de un quórum especial para aprobar las ordenanzas fiscales, tan vinculadas al presupuesto, que se aprueba por mayoría simple.

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