Discurso del Santo Padre, Juan Pablo II, Obispos de la Conferencia Episcopal de Honduras, 23 de Noviembre de 1978
Discurso del Santo Padre, Juan Pablo II, Obispos de la Conferencia Episcopal de Honduras, 23 de Noviembre de 1978
Juan Pablo II. Conferencia Episcopal de Honduras
Venerables Hermanos en el Episcopado,
DESPUÉS DEL ENCUENTRO individual con cada uno de vosotros, tengo el placer de recibir hoy colectivamente a todos los miembros del Episcopado de Honduras, en el marco de la visita "ad limina Apostolorum" que estáis realizando en estos días.
Si durante nuestro contacto precedente hemos hablado de aspectos particulares de cada una de vuestras diócesis, ahora desearía tratar algún tema que afecta a la vida de la Iglesia en Honduras en su globalidad.
A través de vuestras palabras y de las relaciones presentadas, he constatado con gozo que la labor evangelizadora en Honduras se ha ido intensificando en los últimos anos y que con ello ha aumentado la práctica de la religión, a la vez que la formación religiosa del pueblo, sobre todo en ciertos sectores, ha mejorado. Son éstos motivos de esperanza, que al mismo tiempo hacen pensar en la dificultad principal que la Iglesia encuentra en vuestro País, derivada de la escasez de sacerdotes.
Sé bien que, gracias a Dios, el laicado católico hondureño ha ido tomando conciencia creciente de su responsabilidad dentro de la Iglesia, y está contribuyendo de modo positivo a la tarea eclesial de difusión del mensaje evangélico. Esta contribución, que denota una maduración de la conciencia cristiana del laicado, es muy encomiable, debe continuar y ser intensificada en todo lo posible.
Pero ello no debe hacer olvidar el puesto insustituible y propio que en la santificación del pueblo de Dios corresponde a los sacerdotes, puestos por el Señor para que "en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo".
Se trata de una cuestión de importancia vital para la Iglesia. De ahí deriva el preciso deber de atender con solicitud absolutamente prioritaria el campo de las vocaciones al sacerdocio, y paralelamente a la vida consagrada. Es una gran tarea a la que hay que entregarse con toda diligencia, educando luego esas vocaciones en un sólido sentido de fe y servicio al mundo actual.
Para crear un ambiente propicio al florecimiento de las vocaciones, la comunidad eclesial habrá de ofrecer un testimonio de vida conforme con los valores esenciales del Evangelio, a fin de que puedan así despertar almas generosas, orientándose a la entrega total a Cristo y a los demás. Con la confianza puesta en el Señor y en la recompensa prometida a quien le sirve con fidelidad.
Pensando en vuestros sacerdotes, quiero recomendaros con especial interés que prestéis un particular cuidado pastoral a vuestros colaboradores, para que mantengan siempre viva su propia identidad sacerdotal y la donación eclesial hecha. Ayudadles con el ejemplo y la palabra a ser bien conscientes de la grandeza de su cometido de continuadores de la misión salvadora de Cristo, y de la necesidad de adecuarse cada vez más a ella.
Esto requerirá un esfuerzo constante por no configurarse con este siglo, por resucitar cada día la gracia que poseen mediante la imposición de las manos, por vivir para Cristo, que vive en ellos. Sólo en este espíritu de fe podrán los sacerdotes ser plenamente conscientes del valor sublime del propio estado y misión.
En el ejercicio del ministerio sacro, para dar plena eficacia al esfuerzo evangelizador, es esencial mantener una estrecha comunión entre Obispos y sacerdotes. Aquéllos, en espíritu de auténtica caridad y ejerciendo su autoridad en actitud de servicio; éstos, en fidelidad a las directrices recibidas de su Ordinario, conscientes de que forman "una sola familia, cuyo padre es el Obispo", Invito, por ello, a vuestros sacerdotes a pensar que nada estable o constructivo podrá conseguirse en su ministerio, si se pretende realizarlo fuera de la comunión con el propio Obispo; tanto menos, si fuera contra él. Por no referirme al daño y desorientación que semejantes actitudes crean entre los fieles.
Queridos hermanos: querría poder tratar acquí tantas otras cuestiones. Baste ahora mi palabra de aliento en vuestra acción pastoral. Al regresar a vuestro País, transmitid vosotros esa palabra de aliento del Papa a los sacerdotes y seminaristas, a los religiosos - parte tan importante entre vuestros colaboradores - a las religiosas y seglares. Llevadles el saludo afectuoso del Papa, que los tiene presentes en sus plegarias, los anima en su respectivo empeño eclesial y los bendice de corazón.
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