Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 10 de Enero de 1.998.
Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 10 de Enero de 1.998.
Excelencias;
Señoras y señores:
1. El homenaje colectivo del Cuerpo diplomático, en el umbral de un nuevo año, reviste siempre un carácter de conmovedora solemnidad y de cordial familiaridad. Agradezco de todo corazón a vuestro decano, el señor embajador Atembina-Te-Bombo, que me ha presentado con cortesía vuestra amistosa felicitación y ha recordado de manera delicada algunos aspectos de mi misión apostólica.
En este comienzo del año 1998, dejemos que para todos los hombres de hoy resplandezca la luz que se ha elevado sobre el mundo el día del nacimiento del Niño-Dios. Por su misma naturaleza, esta luz es universal; su claridad resplandece sobre todos, sin excepción. Muestra nuestros éxitos y nuestros fracasos en la administración de la creación y en nuestras misiones al servicio de la sociedad.
2. Gracias a Dios, no faltan los éxitos. Europa central y oriental ha proseguido su camino hacia la democracia, liberándose poco a poco del peso y de los condicionamientos del totalitarismo del pasado. Esperemos que este progreso se realice de verdad en todas partes.
Cerca de nosotros, Bosnia-Herzegovina vive, mal que bien, una paz relativa, aunque las últimas elecciones locales han mostrado la precariedad del proceso de pacificación entre las diversas comunidades. A este respecto, quisiera urgir a la comunidad internacional a proseguir sus esfuerzos en favor del regreso de los refugiados a sus hogares y del respeto a los derechos fundamentales de las tres comunidades étnicas que componen el país. Estas son las condiciones necesarias para la vitalidad de ese país: mi inolvidable visita pastoral a Sarajevo, la pasada primavera, me ha permitido percibirlas mejor aún.
La ampliación de la Unión Europea hacia el este, así como los esfuerzos por lograr una estabilidad monetaria deberían llevar a una complementariedad progresiva de los pueblos, respetando la identidad y la historia de cada uno de ellos. Se trata, en cierto modo, de compartir el patrimonio de valores que cada nación ha contribuido a crear: la dignidad de la persona humana, sus derechos fundamentales imprescriptibles, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia, el sentido de la solidaridad y el rechazo de la exclusión.
En este mismo continente, no se puede menos de alentar la reanudación del diálogo entre las partes que se enfrentan desde hace tantos años en Irlanda del Norte. ¡Ojalá que todos tengan la valentía de la perseverancia para superar los escollos actuales, tanto allí como en otras regiones de Europa!
En América Latina, el proceso de democratización ha continuado, aunque algunas acciones negativas, en varias partes, han podido entorpecer su camino, como lo mostraron los trágicos sucesos que tuvieron lugar en el Estado de Chiapas (México), pocos días antes de Navidad. A fines de este mes, si Dios quiere, iré en visita pastoral a Cuba. La primera visita de un Sucesor de Pedro a esta isla me brindará la ocasión de confortar no sólo a los católicos tan valientes de ese país, sino también a todos sus ciudadanos, en sus esfuerzos por la construcción de una patria cada vez más justa y solidaria, en la que a cada uno se le reconozcan su lugar y su camino, según sus legítimas aspiraciones.
Por lo que concierne a Asia, donde vive más de la mitad de la humanidad, hay que congratularse por las conversaciones entre las dos Coreas, que se llevan a cabo en Ginebra. Su éxito aliviará notablemente la tensión en toda la región e impulsará, sin duda alguna, un diálogo constructivo entre otros países de la región, aún divididos o antagonistas, llevándolos así a adoptar una dinámica de la solidaridad y de la paz. Los sobresaltos financieros que recientemente han sido noticia destacada en ciertos países de esa parte del mundo invitan a una seria reflexión sobre la moralidad de los intercambios económicos y financieros que, durante estos últimos años han llevado al notable desarrollo de Asia. Una mayor sensibilidad ante la justicia social y un mayor respeto a las culturas locales podrán evitar en el futuro sorpresas desagradables, cuyas víctimas suelen ser siempre las poblaciones.
No necesito insistir para recordar el interés con que el Papa y sus colaboradores siguen la evolución de la situación en China, deseando que favorezca el establecimiento de relaciones serenas con la Santa Sede. Eso permitiría a los católicos chinos vivir su fe, insertados plenamente en la comunión de toda la Iglesia en camino hacia el gran jubileo.
Mi pensamiento va también a la Iglesia que está en Vietnam y que aspira siempre a gozar de mejores condiciones de vida. No puedo olvidar tampoco a los habitantes de Timor oriental y en particular a los hijos de la Iglesia que habitan en esa tierra, quienes esperan aún llevar una vida más apacible para poder mirar al futuro con mayor confianza.
Quisiera dirigir aquí un saludo cordial a Mongolia, que ha manifestado su deseco de establecer relaciones más estrechas con la Sede apostólica.
3. De una manera más general, creo que uno de los aspectos positivos de nuestro balance es una mayor sensibilidad en el mundo ante las cuestiones relacionadas con la conservación de un ambiente digno del hombre, o también el consenso internacional que, hace apenas un mes, en Ottawa, permitió se firmara un tratado sobre la prohibición de las minas antipersonales, que la Santa Sede se dispone a ratificar. Todo esto manifiesta un respeto cada vez más concreto a la persona humana, considerada en sus dimensiones individual y social, así como en su papel de administradora de la creación; y esto responde también a la convicción de que solo podremos ser felices unos con otros, jamás unos contra otros.
Las iniciativas tomadas por los responsables de la comunidad internacional a favor de la infancia, cuya inocencia desgraciadamente se mancilla muy a menudo, la lucha contra el crimen organizado o el tráfico de droga, y los esfuerzos emprendidos para contrarrestar la odiosa trata de seres humanos en todas sus formas, muestran bien que, con la voluntad política, pueden combatirse las causas de los desórdenes que muy a menudo desfiguran a la persona humana.
Es necesario que todas estas conquistas se consoliden, puesto que el mundo que nos rodea está cambiando, y su equilibrio puede verse comprometido en cualquier momento por un conflicto imprevisto, una crisis económica repentina o las consecuencias negativas de la extensión preocupante de la pobreza.
4. La fragilidad de nuestras sociedades se nos presenta dolorosamente en los «puntos candentes», que siguen ocupando la primera página de la actualidad y que han ensombrecido una vez más el clima alegre de las celebraciones de estos últimos días.
Pienso, ante todo, en Argelia, que prácticamente todos los días está de luto por matanzas odiosas. Se trata de un país víctima de una violencia inhumana, que ninguna causa política, y mucho menos una motivación religiosa, puede legitimar. Quiero afirmar claramente a todos, una vez más, que nadie puede matar en nombre de Dios: esto significaría abusar del nombre divino y blasfemar. Convendría que todas las personas de buena voluntad, en ese país y en todas partes, se unieran para que se escuche finalmente la voz de quienes creen en el diálogo y en la fraternidad. Estoy convencido de que constituyen la mayoría del pueblo argelino.
La situación en Sudán no permite aún hablar de reconciliación y paz. Además, los cristianos de ese país siguen siendo objeto de graves discriminaciones, de las que la Santa Sede se ha hecho eco en diversas ocasiones ante las autoridades civiles, sin que se note aún, por desgracia, una mejoría notable.
Parece que la paz se ha alejado de Oriente Medio, mientras el proceso de paz iniciado en Madrid en 1991 está prácticamente interrumpido, si no amenazado por iniciativas ambiguas o incluso violentas. Pienso en este momento en todos aquellos -israelíes y palestinos-, que habían albergado durante estos últimos años la esperanza de ver resplandecer finalmente en esa Tierra Santa la justicia, la seguridad, la paz, y una vida diaria normal. ¿Qué ha sucedido con esa voluntad de paz? Los principios de la Conferencia de Madrid y las orientaciones de la reunión de Oslo de 1993 han preparado el camino hacia la paz, y siguen siendo aun hoy los únicos elementos válidos para proseguirlo. No hay ninguna necesidad de aventurarse por otros caminos. Quisiera aseguraros a vosotros y, a través de vosotros, a toda la comunidad internacional, que la Santa Sede, por su parte, continuará dialogando con todas las partes implicadas, para alentar en unos y otros la voluntad de salvar la paz y sanar las heridas de la injusticia. La Santa Sede manifiesta una constante solicitud por esa región del mundo y lleva a cabo su acción según los principios que la han guiado siempre. El Papa, en particular, durante estos años que preceden a la celebración del jubileo del año 2000, dirige su mirada a Jerusalén, la ciudad santa por antonomasia, orando todos los días para que pronto y para siempre llegue a ser, junto con Belén y Nazaret, un lugar de justicia y paz donde judíos, cristianos y musulmanes puedan finalmente caminar juntos bajo la mirada de Dios.
No lejos de allí, todo un pueblo es víctima de un enfrentamiento que lo obliga a vivir condiciones inciertas de supervivencia: me refiero a nuestros hermanos de Irak, sometidos a un embargo despiadado. Al escuchar las peticiones de ayuda que llegan incesantemente a la Santa Sede, debo apelar a la conciencia de quienes, en Irak o en otros lugares, anteponen consideraciones políticas, económicas o estratégicas al bien fundamental de las poblaciones, y les pido que den muestras de compasión. Los débiles y los inocentes no deberían pagar errores de los que no son responsables. Por eso, pido a Dios que ese país pueda recuperar su dignidad, conocer un desarrollo normal, a fin de que sea capaz de restablecer relaciones fructuosas con los demás pueblos, en el marco del derecho internacional y de la solidaridad mundial.
No podemos dejar de mencionar el drama de las poblaciones curdas que, durante estos días, ha concentrado la atención de todos; la necesaria compasión hacia los refugiados, que atraviesan una situación desesperada, no debería hacer olvidar que millones de hermanos suyos buscan condiciones de existencia seguras y dignas.
Me corresponde, tristemente, señalar por último a vuestra atención el drama de las poblaciones de la parte central de África. Durante estos últimos meses hemos asistido a una recomposición regional de los equilibrios étnicos y políticos. Todas vuestras cancillerías conocen los hechos que sucedieron en Ruanda, en Burundi, en la República democrática del Congo y, más recientemente, en el Congo-Brazzaville. Por tanto, no recordaré aquí esos hechos; me limitaré a nombrar las pruebas que han debido soportar las poblaciones: los combates, los desplazamientos de personas, el drama de los refugiados, las condiciones sanitarias deficientes, una defectuosa administración de la justicia... Frente a esas situaciones, nadie puede tener la conciencia tranquila. Aún hoy, de forma silenciosa, se sigue intimidando o matando. Por eso quisiera dirigirme aquí a los responsables políticos de esos países: si la conquista violenta del poder se convierte en norma, si el etnocentrismo continúa impregnándolo todo; si la representación democrática se deja sistemáticamente a un lado; si prosiguen la corrupción y el comercio de armas, entonces África no logrará jamás la paz ni el desarrollo, y las generaciones futuras juzgarán con severidad estas páginas de la historia africana.
Quisiera, asimismo, apelar a la solidaridad de los países del continente. Los africanos no deben esperarlo todo de la ayuda exterior. Entre ellos, muchas mujeres y hombres tienen todas las aptitudes humanas e intelectuales para afrontar los desafíos de nuestra época y administrar adecuadamente las sociedades. Pero sería necesaria una mayor solidaridad «africana» para sostener a los países que tienen dificultades, y también para que no se les impongan medidas o sanciones discriminatorias. Unos y otros deberían ayudarse mutuamente mediante el análisis y la evaluación de opciones políticas, sin aceptar participar en el tráfico de armas. Sería necesario, más bien, que los países del continente favorecieran la pacificación y la reconciliación, si fuera preciso recurriendo a fuerzas de paz compuestas por soldados africanos. En ese caso, África ganaría mayor credibilidad a los oídos del resto del mundo y la ayuda internacional seria indudablemente mas intensa, respetando la soberanía de las naciones. Es urgente que los conflictos territoriales, las iniciativas económicas y los derechos del hombre movilicen las energías de los africanos para encontrar soluciones justas y pacíficas, que permitan a África afrontar el siglo XXI con más éxito y mayor confianza.
5. En el fondo, todos estos problemas muestran cuán vulnerables son la mujer y el hombre de este fin de siglo. Ciertamente, es positivo que las organizaciones internacionales, por ejemplo, se esfuercen cada vez más por indicar los criterios para mejorar la calidad de la vida humana y toman iniciativas concretas. La Sede apostólica se siente solidaria con esas actividades de la diplomacia multilateral, en la que colabora con gusto gracias a sus misiones de observación. A este propósito, quisiera solamente mencionar esta mañana el hecho de que la Santa Sede está asociada de manera institucional a los trabajos de la Organización mundial del comercio, con el fin de favorecer el progreso humano y espiritual en un sector vital para el desarrollo de los pueblos.
Pero no hay que olvidar que nuestros contemporáneos están sometidos frecuentemente a ideologías que les imponen modelos de sociedad o de comportamiento, que pretenden decidirlo todo: su vida y su muerte, su intimidad y su pensamiento, la procreación y el patrimonio genético. La naturaleza no es más que un simple material, abierto a todas las experiencias. A veces se tiene la impresión de que la vida se aprecia únicamente en función de la utilidad o del bienestar que puede procurar; y que el sufrimiento se considera algo sin sentido. Se presta poca atención al minusválido y al anciano, porque estorban; muy a menudo al hijo por nacer se le considera un intruso en una existencia planificada en función de intereses subjetivos poco generosos. Así, el aborto o la eutanasia resultan enseguida «soluciones» aceptables.
La Iglesia católica, y la mayoría de las familias espirituales, saben por experiencia que el hombre, por desgracia, es capaz de traicionar su humanidad. Por eso, es necesario iluminarlo y acompañarlo para que, cuando se extravíe, siempre pueda volver a encontrar las fuentes de la vida y del orden que el Creador ha inscrito en lo más íntimo de su ser. Donde el hombre nace, sufre y muere, la Iglesia, por su parte, estará siempre presente para significar que, en el momento en que él experimenta su finitud, Alguien lo llama para acogerlo y dar un sentido a su frágil existencia
Consciente de mi responsabilidad de Pastor al servicio de la Iglesia universal, he recordado frecuentemente, en el ejercicio de mi ministerio, la absoluta dignidad de la persona humana desde el momento de su concepción hasta su último aliento, el carácter sagrado de la familia como lugar privilegiado de la protección y de la promoción de la persona, la grandeza y la belleza de la paternidad y de la maternidad responsables, así como las nobles finalidades de la medicina y de la investigación científica.
Estos elementos se imponen a la conciencia de los creyentes. Cuando el hombre corre el riesgo de ser considerado un objeto que se puede transformar o someter a voluntad; cuando ya no se percibe en él la imagen de Dios; cuando se oculta deliberadamente su capacidad de amar y sacrificarse; cuando el egoísmo y el lucro se convierten en las principales motivaciones de la actividad económica, entonces todo es posible y la barbarie no está lejos.
Excelencias, señoras y señores, estas consideraciones os resultan familiares a vosotros, que diariamente sois testigos de la actividad del Papa y de sus colaboradores. Pero he querido proponerlas una vez más a vuestra reflexión, puesto que frecuentemente se tiene la impresión de que los responsables de las sociedades y de las organizaciones internacionales se dejan condicionar por un nuevo lenguaje, que parece avalado por las tecnologías recientes, y que ciertas legislaciones admiten o incluso ratifican. En realidad, se trata de la expresión de ideologías o de grupos de presión, que tienden a imponer a todos sus concepciones y sus comportamientos. Así, el pacto social queda profundamente debilitado, y los ciudadanos pierden sus puntos de referencia.
Quienes son garantes de la ley y de la cohesión social de un país, o quienes guían las organizaciones creadas para el bien de la comunidad de las naciones, no pueden eludir la cuestión de la fidelidad a la ley no escrita de la conciencia humana; de la que ya hablaban los antiguos y que es para todos, tanto creyentes como no creyentes, el fundamento y la garantía universal de la dignidad humana y de la vida en sociedad. A este propósito, desearía citar lo que escribí hace poco tiempo: «Si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (Centesimus annus, 46). Ante la conciencia, «no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales» (Veritatis splendor, 96).
6. Concluyo así mi discurso, excelencias, señoras y señores, invocando sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras familias, sobre las autoridades de vuestros países y sobre vuestros compatriotas la protección divina durante todo el año que comienza. Que Dios todopoderoso nos ayude a cada uno a trazar caminos nuevos en los que los hombres se encuentren y avancen juntos. Esta es la oración que diariamente elevo a Dios por toda la humanidad, para que sea cada vez más digna de este nombre.
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