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K. A modo de conclusión. Del heterecontrol al autocontrol. IV.

La civilización del comportamiento y la emocionalidad.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta nuestros días
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La posesión de unas buenas maneras depuradas adquiridas mediante el hábito coloca a la persona en la senda de la bondad moral. La persona conoce lo que está moralmente bien a través de su ejercicio. El ajuste entre la interioridad y la exterioridad, ámbitos que con el discurrir de los códigos tenderán a diferenciarse más acusadamente, se produce de forma automática en virtud de la acción. Si quisiéramos insistir en esa dicotomía interioridad-exterioridad podría decirse aquí que es el exterior, la acción, el comportamiento, lo que moldea el interior. La forma aristotélica de conectar las buenas maneras con la moralidad ya no resulta tan evidente en el código de la prudencia. Ese ajuste automático mediado por la acción del que antes hablaba se debilita y ya no es tan fácilmente perceptible.

Y es que el código de la prudencia, propio del universo social de la Corte, participa de la metáfora del Theatrum Mundi (Nota: El tópico de la vida humana como actuación ya está presente en la filosofía grecolatina con autores como Séneca, Epícteto o Luciano. En el Renacimiento será Erasmo quien le dé continuidad. Cfr. González García (1998: 103-104)), esto es, de la concepción de la vida humana como actuación y del ser humano como actor. En este caso, la Corte es el escenario que da cabida a individuos que se escinden entre lo que aparentan y lo que son. Entender la vida como una actuación supone introducir en sociedad cuestiones como la ilusión y el engaño y, lo que es más importante, obrar una separación entre la naturaleza humana y la actuación del individuo (González García, 1998: 115). Una vez obrada esta disociación, adviene la crítica a las buenas maneras acusándoles de ser el tamiz de la hipocresía, la mentira y la falsedad (Nota: El paradigma de la crítica a las buenas maneras como falseamiento de la realidad y, en mi opinión, una de las críticas más acabadas es la de un autor que, aunque no pertenece al ámbito español, debe figurar siempre que se aborden cuestiones de este tipo. Me refiero a Jean Jacques Rousseau y en concreto, a su "Discurso sobre las Ciencias y las artes" (1750). No me resisto a transcribir un breve fragmento de tal discurso que habla a las claras de esta crítica: "[...] sin cesar la cortesía exige, la conveniencia ordena; sin cesar se siguen los usos, nunca el genio propio. Nadie se atreve ya a parecer lo que no es [...] No más amistades sinceras; no más estima auténtica; no más confianza fundada. Las sospechas, las sombras, los temores, la frialdad, la reserva, el odio, la traición se ocultaban bajo ese velo pérfido y uniforme de la cortesanía". Rousseau (1996: 151)).

Entendidas de este modo, son el velo que oculta la auténtica interioridad del hombre e impide el logro de una sociabilidad transparente en la cual los hombres no tengan ya que ocultar nada (Nota: En teoría, esta sociabilidad transparente posibilitaría una total comunión entre los hombres y la subjetividad que les es propia. Acerca de esto, advierte Lucchesi (1993:28) que una radicalización de este principio de transparencia traería consigo nuevos problemas puesto que mostraría la quizá irreductible variedad de subjetividades que a su vez podría poner en peligro la anhelada comunión). El desajuste llega con la prudencia en una sociedad como la Barroca, profundamente teatralizada en donde la vida, además de un teatro, es también un "confuso laberinto", "una gran plaza" o "un gran mercado" (González García, 1998:109).

Incluso la actuación o representación puede llegar a concebirse como un arte en sí mismo sin visos de conexión con la interioridad de la persona. Cuando esto sucede, se presupone sobre la conducta y las emociones un trabajo de adiestramiento y un cálculo sin los que la representación no puede ser llevada a cabo. Nos situamos ante la superioridad del artificio sobre la naturaleza, del parecer sobre el ser. Pero si las buenas maneras oscurecen las relaciones humanas, también es cierto que pueden emplearse como salvaguarda de la interioridad; una interioridad que debe protegerse del asalto del prójimo, consciente de que allí residen los secretos, las pasiones y los afectos que podrían "torcer" -según Gracián- la voluntad de la persona.

Cuando la sociabilidad deviene en un ejercicio de estrategia y actuación, el individuo tratará de descifrar en la gestualidad ajena los motivos y razones que orientan su conducta. Pero también ha de ocuparse de sí mismo ejerciendo un riguroso control sobre sus emociones y comportamientos a fin de no dilapidar sus posibilidades de prestigio. Este control lleva implícito la posibilidad de que las maneras disfracen o velen la autoridad del individuo para que nadie pueda aventajarle en la liza por el prestigio. El código de la prudencia neutraliza el proyecto de instrucción moral de los códigos que le anteceden.

La forma kantiana de vinculación de las buenas maneras y la moralidad difiere en gran medida de la aristotélica y pone el acento no tanto en la acción como en la reflexión. Para Kant, la acción moral parte de una voluntad buena en sí misma que no se activa en función de propósitos complementarios, compensaciones, conveniencias o beneficios. El valor moral de las acciones reside en la máxima que los determina: "obra sólo según aquella máxima por la cual puedas prever que al mismo tiempo se convierta en una ley universal" (Kant, 2002: 104). Esta máxima, que supone para la persona siempre un esfuerzo de reflexión, no deriva de ejemplos concretos y por tanto, no proviene de la experiencia, ni de la tradición ni de la obediencia a la costumbre ni de la coacción ajena sino de la capacidad legisladora de la razón en su uso práctico (Méndez, 1978: 111). En este caso, la relevancia no la poseen las acciones sino las máximas que la promueven. Puede hablarse de una suerte de inversión del planteamiento aristotélico (Nota: Esta breve aproximación a la teoría moral kantiana puede seguirse a través de Kant (2002: 73-77, 104-109, 120-121)). Primero es necesaria la reflexión, a la que sigue la acción. El propio acto sería automáticamente la traducción de un ordenamiento moral interno virtuoso. El comportamiento es la concreción práctica de esa máxima que se quiere universal.

Esta máxima, adaptada o trivializada, es la que presentan los manuales buenas maneras del siglo XIX y XX. Generalmente aparece bajo la forma "no hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti " afín, a su vez, al tratamiento de la persona como fin en sí misma, que no como medio. A partir del siglo XIX, las buenas maneras comienzan a ser exigibles a todos cuantos componen la sociedad. Ya no son patrimonio exclusivo de grupos privilegiados -la nobleza- sino que su alcance se amplía hasta los tradicionalmente excluidos estratos populares, acorde también al desarrollo de principios sociales igualitarios. Tratamiento y conducta van más allá de rangos sociales, de tal modo que las maneras expresen un reconocimiento del prójimo en sí mismo y no en función de su adscripción social (Nota: Para una interpretación convergente véase Lucchesi (1993: 31-32)). Así, las buenas maneras quedan del lado del respeto moral (Nota: Lucchesi (1993:34) matiza el significado de este respeto. Las buenas maneras, afirma, no son equivalentes exactamente al respeto. El respeto nace de comprobar la nobleza de carácter ajena, sobre todo la de quienes nos inspiran respeto, con nuestra insuficiencia moral. Esta comparación atenúa los bríos del amor propio. Las buenas maneras, en cambio, no contemplan con tanta claridad esa distinción cualitativa entre la nobleza de carácter del prójimo y nuestra insuficiencia moral. Mas bien, lo que se exhibe es ese principio de igualdad entre las personas, dejando de lado cuestiones cualitativas) alejándose del respeto social característico del universo desigualitario del Antiguo Régimen.

La forma kantiana de vinculación conlleva acentuar la capacidad de reflexión del mismo modo que se asienta la dicotomía interioridad (confecciona los patrones morales que rigen la acción gracias a la razón y a la observancia de la máxima "actúa de tal modo que pudieras ver convertida tu acción en ley universal")/ exterioridad (entendida como materialización práctica de tales razonamientos con arreglo a esa máxima). La acción en general y las buenas maneras en particular traducen en comportamiento una interioridad virtuosa; una interioridad que es condición de la bondad que exhiben los actos de la persona. Ahora, el individuo está en condiciones de dotarse a sí mismo de sus propias reglas; es capaz de fijar sus propias coacciones a fin de regular su conducta y emociones.

En este sentido, el código de la civilización reflexiva lleva hasta sus últimas consecuencias dicha idea. La literatura de autoayuda persigue, como los manuales tradicionales, la elaboración de un modelo concreto de autorregulación conductual y emocional que pone el acento en la gestión individualizada y reflexiva del comportamiento y las emociones. Se alienta al individuo a ejercitar la responsabilidad sobre sí, se le conmina a elegir y se le concede, siempre y en cualquier circunstancia, la última palabra. Los argumentos que legitiman las propuestas de la civilización reflexiva son de índole psicológica y, puesto que cada cual es soberano de sí, no existe un patrón general de referencia al que atenerse en último término para gobernarse psíquicamente.

Las recomendaciones y consejos de la literatura de autoayuda se individualizan y subjetivizan. Qué hacer o qué no hacer, qué expresar y qué no expresar terminan por convertirse en decisiones que atañen únicamente a la dimensión subjetiva de cada individuo. Las decisiones correctas son tantas como los posibles individuos sin que sea posible comparación alguna entre ellas. Se abandona la máxima moral kantiana que perseguía poder predicar la universalidad del comportamiento individual. Y una vez que se subjetiviza la conducta, el viejo proyecto de los manuales de ordenar la interioridad según criterios identificables termina por difuminarse.

En definitiva, cada una de estas formas de vinculación entre la moralidad y las buenas maneras pone el acento en distintos elementos. La forma aristotélica, presente en los códigos de la cortesía bajomedieval y moderna, hace hincapié en la acción y el hábito como vías de acceso a la bondad moral. Aquí, las buenas maneras se entienden como condición previa a la emergencia de la moralidad o, mejor, como creadores de las condiciones de posibilidad de la moral. Se prioriza la acción frente a la reflexión y se plantea un ajuste automático, mediante la repetición y la práctica, entre el fuero interno del individuo y su exterioridad. Con todo, esta distinción entre interioridad y exterioridad no es tan relevante para ambos códigos como comenzará a serlo a partir del código de la prudencia. No es una distinción que ocupe en demasía a los autores medievales o renacentistas o que no los ocupe tanto como a quienes les sucederán. La forma aristotélica que asumen estos códigos viene a decir, en pocas palabras, que se es moral porque uno se comporta moralmente. No existe una tensión manifiesta y preocupante entre lo interno y lo externo del ser humano. Por el contrario, la forma kantiana de vinculación, asociada al código de la civilización, presta atención a la reflexión y a la capacidad de raciocinio del individuo como modos de acceso a la moralidad. Reflexión y raciocinio están detrás de una máxima universal de comportamiento que se incluye en los manuales con la forma "no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti". Todo ser humano es digno de respeto; todo ser humano merece ser tratado como un fin en sí mismo y las buenas maneras traducirán de forma práctica el fuero interno de quien se ajusta a esa máxima. Se insiste en la necesaria correspondencia entre interioridad y exterioridad, una vez que esa distinción ya sí es enormemente relevante en el proceso de creciente individualización.

 

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