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El protocolo de la corte

Antes del siglo XVI, las costumbres de gobierno de los reyes castellanos tendían a la austeridad y a la simplificación, por lo que el protocolo de la corte era bastante informal

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Reyes de la baraja
Protocolo Corte. Reyes de la baraja

Carlos V 'implanta' el complejo protocolo e Borgoña

Antes del siglo XVI, las costumbres de gobierno de los reyes castellanos tendían a la austeridad y a la simplificación, por lo que el protocolo de la corte era bastante informal.

Sin embargo, la cosa cambió por completo con la proclamación de Carlos V como rey de España. Carlos V importó a nuestro país el complicado y fastuoso protocolo del Ducado de Borgoña, enormemente estricto, encargando de su implantación al tercer Duque de Alba. Se trataba de un protocolo muy alejado de la tradicional simplicidad castellana y dirigido, fundamentalmente, a tratar de acentuar el carácter divino del monarca y su radical superioridad tanto sobre el pueblo llano, como sobre los nobles.

Ese protocolo borgoñón, que estaría vigente durante todo el periodo de gobierno de los Austrias y hasta 1808, regulaba todos los aspectos de la vida en la corte: desde la seguridad del monarca hasta la higiene en la cocina, pasando por el servicio de la mesa, la limpieza de los palacios, el abastecimiento, las normas de moralidad exigibles a los cortesanos o las reglas de precedencia en los actos oficiales.

Había cuatro organismos encargados de atender al monarca:

- la Casa Real,

- la Cámara Real,

- la Real Caballeriza y

- la Real Capilla.

Organismos encargados de atender al Monarca

La Casa Real estaba dirigida por el mayordomo mayor, del que dependían las tareas de administración, aprovisionamiento, mantenimiento, sanidad y seguridad.

La Cámara Real, dirigida por el sumiller de corps, se encargaba del servicio, el aseo y el vestido del monarca, es decir, de atender personalmente al Rey.

La Real Caballeriza, a cuyo frente se hallaba el caballerizo mayor, se encargaba del transporte, por ejemplo cuando el monarca deseaba trasladarse a alguno de los Reales Sitios.

Y la Real Capilla, por su parte, se ocupaba de todo lo relativo a los oficios religiosos en palacio, y estaba comandada por el denominado limosnero mayor.

En conjunto, el protocolo de la corte española era de los más elaborados de la época, con algunas peculiaridades que lo diferencian de los empleados en otras cortes europeas. Por ejemplo, en nuestro protocolo no existían las típicas ceremonias de coronación de la monarquía inglesa, pero, a cambio, los nobles españoles deseosos de medrar en las proximidades del Rey tenían que soportar auténticos pestiños, como las larguísimas audiencias de besamanos que se celebraban varias veces al año.

En total, el Rey contaba con entre 2.000 y 6.000 servidores, una auténtica barbaridad, así que resulta fácil imaginar que se trataba de un protocolo muy caro de mantener. De hecho, Felipe Vintentó en 1718 reformar el protocolo, para hacerlo más sencillo y recortar los gastos, pero fracasó en el empeño. Aquel Rey que había conseguido vencer una guerra de sucesión fue, sin embargo, incapaz de meter mano en aquella maraña de intereses cruzados de todo tipo que era la corte española.

Uno de los aspectos más curiosos del protocolo de la corte era que el Rey comía en público y el pueblo llano tenía derecho a asistir al evento, para ver cómo el augusto personaje atacaba las viandas. Esas comidas en público, en las que se presentaban al Rey hasta cien platos distintos, eran un auténtico suplicio para los monarcas, algunos de los cuales procuraban escaquearse siempre que podían. Por ejemplo, Carlos IIIprocuró no faltar nunca a su obligación de comer a la vista del pueblo; sin embargo, Carlos IV, al que por cierto le gustaba hacer sus pinitos culinarios, evitaba siempre que podía aquella aburridísima obligación.

En aquellas comidas ceremoniales no se despachaba ningún asunto, ni se pronunciaba casi palabra, sino que todo era todo fasto y ritual. El espectáculo era simplemente una cotidiana demostración del poder y la majestad reales.

Todos en España hemos sabido siempre, y quien diga lo contrario miente, que nuestro actual monarca, aunque dotado de algunas innegables virtudes, distaba mucho de ser perfecto. Todos hemos sido conscientes de que el Rey intervenía en asuntos políticos con gestos y declaraciones que constituían una clara extralimitación con respecto a lo que la Constitución marca. Y hemos sido conscientes de que amaba los placeres de la vida y tenía gustos caros. Y de que no era demasiado proclive a eludir la compañía femenina. Y de que por su corte pululaban algunas personas poco recomendables.

Sin embargo, la crítica al Rey Juan Carlos parecía casi imposible hasta bien poco, y sólo la crisis económica y política de la era Zapatero ha venido a descorrer el velo protector de majestad en que la figura real estaba envuelta. Eso sí: en el momento en que ese velo ha caído, la crítica ha estallado con una fiereza inusitada, y el episodio de la partida de caza en Botsuana ha despertado un escándalo social latente, que amenaza con llevarse por delante la propia institución monárquica.

Y es que las exhibiciones de majestad son un arma de doble filo. Mientras la figura del Rey es aceptada sin reservas - es decir, mientras su legitimidad no se pone en cuestión - las muestras de poderío contribuyen a reforzar la figura del monarca. Pero cuando las cosas vienen mal dadas, esas mismas exhibiciones comienzan a ser contraproducentes.

Ver comer con todo lujo al Rey, por ejemplo, refuerza su figura cuando la gente del común está medianamente satisfecha, pero pasear cien platos de comida por delante de los ojos de un pueblo hambriento puede prender la mecha de un motín.

Y no les digo nada de otro tipo de actividades. Una cosa es que el pueblo asista al espectáculo de ver comer al Rey y otra bien distinta es que se exponga a los ojos de todo el mundo el proceso de satisfacción de otros apetitos más privados.

Resulta difícilmente tolerable, por ejemplo, que las amistades femeninas del Rey pasen a ser la comidilla de todos los medios de comunicación europeos. La vida sexual o afectiva del monarca no nos importa a ninguno - o por lo menos a mí no me importa - pero la ejemplaridad es un requisito imprescindible para el desempeño de la labor real.

Así que, teniendo en cuenta cómo está el patio, yo me permitiría el atrevimiento de recomendar a su majestad la aplicación de aquel proverbio que dice: "si no eres casto, se al menos cauto". Porque no creo que la figura de la monarquía aguante muchos más embates de la opinión pública.

Vamos, que si quiere usted tener amigas, majestad, será problema suyo y de su familia. Pero al menos, trate de mantener una elemental discreción. Aunque solo sea por instinto de supervivencia.

 

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