Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 09 de Enero de 1.988.
Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 09 de Enero de 1.988.
Excelentísimos señores,
Señoras, señores:
1. Doy vivamente las gracias a vuestro Decano, el Excmo. Sr. Joseph Amichia, que acaba de expresar vuestras felicitaciones con una gran delicadeza hacia mi persona y una profunda confianza en el Sucesor de Pedro. Con la sensibilidad que da la fe, ha sabido evocar algunos grandes acontecimientos de la Iglesia, insinuando su vinculación con la historia presente de la humanidad. Al mirar con sabiduría y atención el bien de todos los países, especialmente los más desfavorecidos, ha puesto de manifiesto también los problemas humanos que siguen acuciando a un gran número de pueblos: Estas dificultades son, efectivamente, otras tantas sombras y obstáculos a superar para que las poblaciones afectadas vivan este nuevo año en paz. Sabemos bien, por lo demás, que se trata de una obra solidaria que implica a todos los pueblos.
Por mi parte, quiero también inscribir mis deseos dentro del marco de estas realidades actuales.
Pero quiero, en primer lugar, felicitar cordialmente a cada uno de los miembros del Cuerpo Diplomático aquí presentes, y deseo especialmente dar la bienvenida a los Embajadores que participan en este encuentro por primera vez. Quiero destacar que el primer Embajador de Guinea-Bissau ha inaugurado hace muy poco su misión. El día de Navidad y el de Año Nuevo pensaba durante la oración en todos vosotros, en vuestras familias, en las naciones que representáis. Vuestros Gobiernos han deseado entablar relaciones diplomáticas estables con la Santa Sede cuya misión es esencialmente espiritual, es decir, orientada hacia el bien total de las personas y de los pueblos, según el designio de Dios. ¡Que Dios os proteja a todos, a vosotros y a vuestros compatriotas, en la paz!
2. Quisiera desarrollar esta alocución anual de felicitación hablando de algunos acontecimientos de la vida internacional; entre otros: la negociación sobre el desarme que ha marcado el final del año pasado en Washington, y el cuarenta aniversario de la Declaración universal de los Derechos del Hombre que se celebrará este año. En efecto, el desarme, la justicia en la salvaguarda de los derechos de las personas y de los pueblos, el desarrollo, son tres condiciones de la paz.
Pero estos puntos sobresalientes no podrían hacernos olvidar los duros conflictos que desgarran todavía a pueblos o regiones enteras. Nadie puede quedar indiferente ante estos combates que cada día amenazan o aniquilan vidas humanas, destruyen el patrimonio social o cultural de todo un pueblo, lo oprimen o le impiden progresar libremente en su desarrollo. Es cierto que la primera responsabilidad es de los gobernantes directamente implicados, pero ellos deben saber que toda la humanidad sufre y es humillada por los males que oprimen a una parte de sus miembros, y busca con ellos una salida humana favorable.
Algunos pueblos afectados pueden invocar las razones que tienen para replicar por medio de las armas a los ataques, recurriendo a la distinción, moralmente aceptable, entre legítima defensa y agresión injustificable. Pero los móviles son a veces muy enrevesados y, de todos modos, se llega a situaciones donde la escalada es tal que sobrepasa toda medida y se hace finalmente injusta, porque es mortífera y ruinosa para las diversas partes.
Todos pensamos en el conflicto entre Irán e Irak, donde es urgente poner fin a un combate inhumano, terriblemente destructor, digamos absurdo. De hecho muchos otros países están implicados en este combate. Hace mucho tiempo que cooperan sinceramente en el cese de las hostilidades, especialmente con la ayuda de las instituciones de la comunidad internacional.
Afganistán merece también toda nuestra atención. Desde hace ocho años asistimos al drama de sus poblaciones cuya vida, en otro tiempo pacífica, sufre cambios increíbles y pérdidas humanas considerables, mientras que la paz de toda la región está por ello en peligro. ¡Como no desear que las múltiples perspectivas de negociaciones den finalmente resultado y se llegue a una solución justa, que corresponda a los deseos de las poblaciones!
Pensemos también en América Central, donde las oposiciones sangrientas perduran y turban la paz en muchos países. Proposiciones para restablecer la paz son objeto de un plan preciso. Los compromisos suscritos serían suficientes para dar por fin una esperanza; ¡Ojalá puedan encontrar en todos los participantes una adhesión leal y una aplicación efectiva que no olvide ninguno de los elementos, incluido el derecho de las poblaciones a vivir en un régimen libremente elegido!
Tampoco podemos olvidar todo el Oriente Medio: Las poblaciones que viven en la tierra de Palestina, en un contexto político y social siempre precario; el Líbano, donde el desastre económico se añade a las divisiones y a la inseguridad, al mismo tiempo que sería absolutamente necesario asegurar su soberanía y su integridad.
Pensamos igualmente en las situaciones internas de conflicto que afectan de forma sangrienta a tantos países como Etiopía, Angola, Mozambique, Sri Lanka, y que llegan hasta impedir socorrer a sus poblaciones que mueren de hambre o están faltos de los cuidados más elementales. Otros países continúan sufriendo en silencio una situación injusta que daña las aspiraciones de una mayoría de ciudadanos, como en Camboya, o incluso, muy a menudo, de una minoría.
Hemos de recordar que son en primer lugar las poblaciones civiles las que sufren estas crisis prolongadas, con todos los dramas humanos que esto supone. Por eso deseo, una vez más, hacer una llamada a todos los que pueden contribuir a apaciguar estos conflictos, especialmente por la vía diplomática. La Santa Sede está convencida de que es posible en todos estos casos llegar a una solución sin que los beligerantes se sientan por ello humillados. ¡Ojalá tengan el suficiente coraje, con el apoyo pacífico de los protagonistas de la vida internacional, para encontrar los caminos que lleven sin demora a una verdadera paz, de la que quisiera recordar ahora algunas condiciones esenciales!
3. La voluntad de poner fin a la carrera de armamentos, o, mejor aún, el desarme efectivo, es evidentemente una de las condiciones para la paz.
En la actualidad internacional del año pasado ha destacado, sobre todo, la negociación y la firma por parte de los Estados Unidos de América y la Unión Soviética de un acuerdo para la eliminación de las armas nucleares de medio alcance. Este acontecimiento, del que he estado subrayando su importancia desde el 8 de diciembre pasado (cf. Meditación dominical a la hora del "Ángelus" del 8 de diciembre de 1987, "L'Osservatore Romano", Edición en Lengua Española, 13 de diciembre de 1987, pág. 12), fue en general acogido con satisfacción y alivio, porque representa la meta de perseverantes esfuerzos y porque abre perspectivas alentadoras para la consolidación del proceso de desarme y el futuro de la paz. Gracias a su voluntad política, las dos superpotencias han sabido crear una situación nueva en la que se han puesto de acuerdo, no ya solamente para limitar, sino para destruir físicamente todo tipo de armas.
La acumulación de estas armas constituye por sí misma una amenaza para la paz, y una provocación para los pueblos que les falta lo esencial para sobrevivir y desarrollarse. El hecho de destruir una parte de ellas tiene hoy su mérito: y no hace más que subrayar la insensata espiral por la que nos habíamos dejado arrastrar hasta el punto de perder la medida, desviando en este sentido unas riquezas que deberían servir para eliminar el hambre en el mundo, para promover numerosas acciones humanamente necesarias, sobre todo en los campos de la salud y la educación, aplicando las posibilidades positivas de la ciencia y de la tecnología.
Ahora se puede proseguir el desmantelamiento nuclear -que de momento no afecta más que a una porción muy limitada de los arsenales respectivos- sin que los equilibrios militares globales se pongan en tela de juicio, hasta alcanzar el nivel más bajo compatible con la seguridad de unos y otros. Las detalladas medidas de control que el tratado prevé, manifiestan el deseo realista de tener unas garantías necesarias para que los compromisos suscritos sean efectivamente respetados. Esta supervigilancia mutua, consentida libremente, podrá ayudar a superar el estado de sospecha y contribuir a un largo y necesario ejercicio de la confianza. Sólo un clima de confianza creciente puede garantizar el éxito del proceso de desarme y abrir nuevas posibilidades para el futuro.
4. En efecto, todos esperamos nuevas etapas. Vuestro Decano lo acaba de subrayar. Según dicen los protagonistas, el Acuerdo sobre las fuerzas nucleares de alcance medio es un punto de partida más que de llegada. Ha sido la ocasión para los dos signatarios de afirmar su determinación de acelerar las negociaciones en curso sobre las armas nucleares balísticas, las más amenazantes de todas. Es necesario, no sólo atenuar, sino descartar definitivamente la amenaza de la catástrofe nuclear. Sin duda, es deseo de toda la comunidad internacional el que esas negociaciones terminen lo más pronto posible, inspirándose en los mismos principios.
Sería también urgente proceder a eliminar ésta y otra clase de armas especialmente crueles e indignas de la humanidad, que ciertos beligerantes han utilizado aún recientemente: me refiero a las armas químicas. Suplico a los responsables políticos que les corresponda, el que inscriban este capítulo entre los objetivos posibles de alcanzar sin tardanza. Así se daría un paso importante para moralizar las relaciones internacionales, paso que contribuiría a mejorar el clima de diálogo en el que deben acostumbrarse a vivir las grandes superpotencias y sus respectivos aliados.
Más ardua todavía será probablemente la discusión relativa al tema de la reducción de las armas convencionales y de las armas nucleares llamadas tácticas, unidas a ellas. También ahí se debe poder fortalecer la seguridad al nivel más bajo posible de armamento y de fuerzas, compatible con las exigencias razonables de defensa y sobre la base del equilibrio entre las partes interesadas.
Sobre este último punto es comprensible que los responsables políticos avancen con prudencia y realismo, para no comprometer sin garantía suficiente el futuro de sus compatriotas. Pero se trata de evitar, a todo coste, una nueva forma de escalada de armamentos convencionales, que sería peligrosa y ruinosa.
5. Quisiéramos también esperar que todos los países, y especialmente las grandes potencias, se den cuenta cada vez más de que el miedo a la "destrucción mutua segura", que constituye la base de la doctrina de la disuasión nuclear, no puede constituir por más tiempo una base fiable para la seguridad y para la paz. En cuanto a la Santa Sede, siempre ha afirmado que una disuasión fundada en el equilibrio del terror no puede considerarse como un fin en sí misma, sino sólo como una etapa hacia el desarme progresivo (cf. Mensaje a la II sesión especial de las Naciones Unidas sobre el Desarme, 7 de junio de 1982, n. 8, AAS 74, 1982, 880; "L'Osservatore Romano", Edición en Lengua Española, 4 de julio de 1982, pág. 8). Esta estrategia sólo puede tomarse en cuenta con tal de que sea fundamentalmente transitoria y orientada hacia la búsqueda de otro tipo de relaciones internacionales. Una estrategia así, aplicada en un contexto de cautela y de cooperación, debería conducir a buscar de modo progresivo un nuevo equilibrio al nivel más bajo posible de armamento, para llegar, en una etapa ulterior, a eliminar la misma arma atómica; porque, en este campo, hay que tender al desarme total. ¡Ojalá los protagonistas comprendan que su seguridad mutua se basa cada vez más en una compenetración de intereses y de relaciones vitales.
6. Si el recientísimo Acuerdo de desarme ha podido realizarse, ha sido también gracias al intenso trabajo internacional llevado a cabo desde hace años por las Naciones Unidas, especialmente la Comisión de Desarme y la Conferencia para el Desarme de Ginebra. Estos trabajos permiten apreciar todos los elementos que concurren a cimentar la paz entre las naciones, así como el largo camino que queda por recorrer todavía. Ya que el Acuerdo de Washington constituye un comienzo en beneficio de la comunidad internacional. ¡Ojalá suponga para ella un punto irreversible! Volver a la carrera de armamentos sería sin duda fatal para todos. Las naciones que viven en sistemas políticos o sociales distintos, ahora se dan más cuenta que deben aprender a vivir juntos, a encontrar espacios de cooperación, a profundizar sus relaciones pacíficas. Y es honor vuestro, señoras y señores diplomáticos, dedicar vuestras competencias a preparar estas relaciones y a mantenerlas.
Para llegar a ellas se han de respetar unos valores éticos y unas normas de derecho.
7. El desarme no es, pues, toda la paz. Tampoco es un fin en sí mismo. Es uno de los elementos del proceso de búsqueda de una seguridad más estable, que intenta, a fin de cuentas, establecer unas relaciones mutuas basadas en el diálogo leal, en una cooperación más intensa y en una confianza mayor.
En este sentido, la paz hunde sus raíces en una primavera de convicciones morales y espirituales. La humanidad está invitada a un cambio de mentalidad. Debe creer que la paz es posible, es deseable, es necesaria. Para sobrevivir, está llamada a una vuelta, a una conversión, dispuesta a librarse de una parte de su historia, de su historia beligerante, llena de violencias, de opresiones, en que los hombres y las naciones quedaban reducidos al capricho del más fuerte, al desprecio de la justicia y del orden moral querido por Dios.
La paz, no sólo es la ausencia de conflictos, sino también la resolución pacífica de las controversias entre las naciones, y la dinámica de un orden social e internacional fundado en el derecho y la justicia. Para ser más exactos, hace falta asegurar los fundamentos de la paz apoyándolos en la salvaguarda de los derechos del hombre y también de los derechos de los pueblos.
8. En efecto, la justicia pasa por el respeto del derecho de los pueblos y de las naciones a decidir por sí mismos. Entre los pueblos, una paz duradera no puede imponerse por la voluntad del más fuerte, sino que debe ser convenida por todos, en el respeto a los derechos de cada uno, en particular de los débiles y de las minorías.
Hay aún pueblos que no se les reconoce su derecho a la independencia. Los hay también que sufren una tutela, es decir una ocupación, que supone un perjuicio a su derecho de gobernarse en conformidad con sus valores culturales y su historia.
Aparte de estos extremos, unánimemente reprobados, hay que tener en cuenta el deseo cada vez más extendido y legítimo de que cada nación, incluso la menos potente, sea responsable de sus propios asuntos, sujeto de su futuro y no sólo objeto de negociaciones interesadas o de solicitud condescendiente por parte de otras naciones.
Tanto en el Este como en el Oeste, el derecho de los pueblos a disponer de su destino y a cooperar libremente con los demás en el bien común internacional no puede sino favorecer la paz, en la medida en que cada uno se sienta más respetado, y por lo tanto participante de forma total, en el diálogo entre las naciones.
9. El mismo principio vale para las relaciones Norte-Sur. La falta de igualdad en el acceso al progreso económico y social tiene también causas profundas que requieren ser examinadas con cuidado. Los desequilibrios acentuados entre la abundancia y la pobreza pueden ser gérmenes de futuros conflictos. Un gran número de países -unos sesenta- se encuentran hoy en día en una situación crítica que se va agravando. Toda la humanidad debe reconocer en conciencia sus responsabilidades ante el grave problema del hambre que no se ha conseguido resolver. ¡Esto es la urgencia de las urgencias!
Los esfuerzos emprendidos desde hace decenios en favor del desarrollo deben estar permanentemente centrados en su finalidad primera: Permitir a los países con pocos recursos que se responsabilicen cada vez más, que valoren sus recursos, que intercambien sus materias primas a un precio equitativo, que tengan acceso a la tecnología y a los mercados mundiales, que se liberen razonablemente de sus deudas, como ha subrayado vuestro Decano. Este proceso hace una llamada a la responsabilidad de las naciones más prósperas, pero también a los dirigentes de los países afectados: A ellos les corresponde gestionar mejor los recursos disponibles, renunciando a ciertos gastos suntuosos, haciendo evolucionar las estructuras oligárquicas que perpetúan un inmovilismo social, favoreciendo la iniciativa de producción, respetando totalmente tos derechos de las personas y sus comunidades.
Sí, una de las condiciones profundas de la paz, a largo plazo, es el desarrollo, concebido como el paso de un ser menos a un ser más, englobando a todo el hombre, ciertamente en su dimensión económica, pero también cultural, moral y espiritual. Nunca repetiremos suficientemente que "el desarrollo es el nuevo nombre de la paz", según la hermosa expresión de mi predecesor Pablo VI. Sobre este tema capital volveré en una próxima Encíclica con ocasión del vigésimo aniversario de la Populorum progressio.
Los dos procesos de desarme y de desarrollo deben continuar hasta encontrarse y sostenerse mutuamente. En particular, sería aberrante que la ayuda al desarrollo se convirtiera en ayuda para el armamento de los países del Tercer Mundo, aunque éstos tengan necesidad de medios defensivos. La política de poder de los países industrializados no debe anular por una parte lo que se acuerda por otra para el auténtico desarrollo de los pueblos.
10. La mutua independencia y la libertad de los Estados no es suficiente para establecer un clima de paz en el mundo. La paz es también paz social, orden fundado en la justicia dentro de los Estados soberanos, con la que se garantiza mediante leyes justas las condiciones de una vida humana digna de este nombre para todos sus conciudadanos. Me parece que hoy, lo que la enseñanza de la Iglesia llama "el orden natural" de la convivencia, "el orden querido por Dios", encuentra de algún modo su expresión, en la cultura de los derechos del hombre, si se puede caracterizar así una civilización fundada en el respeto del valor trascendente de la persona. En efecto, la persona es el fundamento y el fin del orden social; es el sujeto de derechos inalienables y de obligaciones de conciencia, garantizados por el Creador, y no en cambio el objeto de " derechos " concedidos por el Estado, a capricho del interés público tal como él lo determine. La persona debe poder realizarse en la libertad y en la verdad.
Celebraremos este año el cuadragésimo aniversario de la "Declaración universal de los Derechos del Hombre". Si bien es objeto de interpretaciones diferentes, los elevados principios que contiene merecen una atención universal. Este documento puede considerarse como "una piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano" (Discurso a las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 7; "L'Osservatore Romano", Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 13). Los principios que contiene la Declaración, si se ponen lealmente en práctica en las legislaciones de los diferentes países, pueden llevar a las naciones a un auténtico progreso, bien entendido que éste se identifica antes que nada con "el primado de los valores espirituales y el progreso de la vida moral" (cf. Discurso a las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 7; "L'Osservatore Romano", Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 13.).
Igual dignidad de todos los miembros de la comunidad humana. Toda situación de injusticia es un peligro para la paz. Llamada particular de atención sobre el derecho a la vida, sobre el derecho a la libertad religiosa.
11. La Declaración es tanto más importante a nuestro parecer cuanto trasciende las diferencias raciales, culturales e institucionales de los pueblos y afirma, más allá de cualquier frontera, la igual dignidad de todos los miembros de la comunidad humana, que hay que respetar, proteger y promover en toda sociedad constituida, nacional e internacional.
En ello va la felicidad de las personas, pero también la paz del mundo. En efecto, la paz es indivisible. No puede asegurarse en el marco internacional si no hunde sus raíces en la paz social dentro de cada nación. Toda situación de injusticia infligida a una comunidad humana corre el riesgo de explotar un día, e incluso de alcanzar dimensiones internacionales que nadie podrá controlar. "El espíritu de guerra -decía a la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1979- en su significación primera y fundamental, surge y madura allí donde los derechos inalienables del hombre son violados" (cf. Discurso a las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 11; "L'Osservatore Romano", Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 13).
Estos derechos del hombre son tanto los derechos individuales como los derechos sociales, así como los que aseguran una participación activa en la vida pública. En el contexto de violencia de hoy, considero un deber hacer una llamada al derecho de respetar de modo absoluto la vida humana, en todas sus fases y cualquiera que sea el estado de salud, desde su concepción hasta los últimos momentos. Denuncio también todas las formas de terrorismo que se cobra la vida de los inocentes, así como los terrorismos de Estado que aniquilan las libertades fundamentales.
Pienso de modo especial en la libertad de conciencia. Vosotros sabéis que he dedicado el último Mensaje para la Jornada mundial de la Paz a este tema capital. El derecho a la libertad religiosa, es decir, la facultad de dar respuesta a los imperativos de la propia conciencia en la búsqueda de la verdad, y de profesar públicamente la propia fe perteneciendo libremente a una comunidad religiosa organizada, constituye como la razón de ser de las demás libertades fundamentales del hombre. En la medida en que profesar una convicción toca lo más íntimo de la conciencia, no puede más que influenciar las decisiones y los compromisos del hombre. Los creyentes, de hecho, están llamados a contribuir eficazmente a la moral pública, a la solidaridad entre las personas y a la paz entre los pueblos. Por eso la Iglesia católica no deja de estar vigilante, para que se haga todo lo posible a fin de que cesen las persecuciones y discriminaciones hacia los creyentes y sus comunidades. Haciendo esto, ella tiene conciencia de servir a la humanidad, defendiendo la dignidad de la persona.
12. En definitiva, la paz es inseparable de la justicia, de la libertad bien entendida y de la verdad. Supone un clima de confianza. Es una obra más compleja que el mero desarme, aunque éste sea un proceso muy importante para construir un mundo de paz y un síntoma de la voluntad de paz.
En este contexto, quisiera formular aquí mis auspicios por el buen éxito de la reunión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, que se celebra en Viena. El Documento final que está preparándose debería dar una notable contribución para que sean asegurados y progresen juntos los aspectos militares y humanitarios de la paz.
La Iglesia, por su parte, reconoce su responsabilidad en la construcción de la paz. Y no sólo recuerda los principios que emanan del Evangelio, sino que busca formar personas capaces de ser, a su vez, auténticos artífices de paz.
El designio de Dios es un designio de paz para toda la humanidad. La mayor parte de los creyentes saben que Dios es el Creador, la fuente de la vida, el garante de la justicia, el defensor de los oprimidos, el que llama continuamente a los hombres a vivir en la fraternidad, o a reconciliarse, a perdonarse, a reconstruir en la paz lo que ha sido destruido y dividido por hombres inconscientes y pecadores. Los verdaderos creyentes deberían ser los primeros que trabajen por la paz y que, al mismo tiempo, la esperen de Dios como don, buscando su voluntad.
Excelentísimos, señoras, señores: Como diplomáticos, vosotros también tenéis una parte muy importante en la construcción de la paz, en el desarme de los prejuicios, de las sospechas y de las posturas frías, en el apaciguamiento de las tensiones, en la búsqueda de soluciones pacíficas, en un clima de confianza y de cooperación que hay que instaurar con la prudencia necesaria.
¡Quiera el Dios de la paz inspirar vuestra misión y colmar con su bendición a cada uno de vosotros, a cada una de vuestras familias, a cada una de vuestras patrias!
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