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La civilización como modelo de vida en el Madrid del siglo XVIII. Parte 4

Los cambios de los usos y costumbres de la ciudad de Madrid durante el siglo XVIII

CSIC. Madrid
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La forma de vivir en Madrid y sus cambios en el siglo XVIII
La vida de Madrid durante el siglo XVIII. La forma de vivir en Madrid y sus cambios en el siglo XVIII

La civilización como modelo de vida en el Madrid del siglo XVIII

Fue, en efecto, en el reinado de Carlos III cuando se legislaron estos extremos de manera más decidida y sistemática, buscando siempre "la pública felicidad" (II, 1788: 168), como escribía Sempere y Guarinos, historiador del lujo en España. Es decir, buscando el reflejo en la población del proceso de civilización.

Si en "La civilización", el en teoría conservador y no ilustrado Ramón de la Cruz niega el progreso económico que representan el lujo y ciertas modas utilizando argumentos religiosos, lo hace de un modo muy similar al que empleará veinte años después el ilustrado ortodoxo y funcionario Juan Sempere y Guarinos en su Historia del lujo, que se arregla "a las máximas más puras de nuestra sagrada religión" (I, 1788: 6). Sempere y Guarinos, historiador de la economía, abogado, liberal según los momentos, monárquico siempre, que medró de forma extraordinaria con sus escritos, al trazar una historia del lujo hizo en realidad una historia moral de las costumbres, en la que es partidario de la moderación y la austeridad, de la autenticidad que, tópicamente, adjudica a nuestros antepasados. Pero da también indicios, a veces exagerados (lo cual es un síntoma de en qué consistía el proyecto), de cómo cambiaba la sociedad madrileña, en tanto que sede de la Corte:

Madrid, Corte de los reyes de España (...), estaba sin policía; llena de inmundicias; sin luz de noche; sin buenos paseos ni más diversiones diarias que el tenderse a la larga a tomar el sol o un teatro licencioso y corrompido, tanto en la moral de las composiciones, como en la representación y conducta de los cómicos y sobrada libertad de los espectadores.

Y añade, cambiando el objeto de su reflexión:

De artes, fábricas, edificios, comercio, establecimientos útiles, tanto para la comodidad de los ricos como para el socorro de los pobres y recogimiento de los vagamundos y mendigos viciosos, había muy pocos o estaban mal administrados y dirigidos (II, 1788: 168-169).

Podemos pensar lo que se nos antoje de los calificativos empleados por Sempere, pero, para el objeto de esta exposición, me interesa señalar unos rasgos determinados. La civilización de Madrid y de sus costumbres se entiende como un proceso de racionalización del comportamiento. El orden, la moderación, la austeridad, la moralidad, todo ello apunta hacia esa racionalidad que quiere controlar y reducir a leyes unas conductas instintivas por las que ahora, con la Ilustración del buen rey Carlos III, hay que sentir vergüenza.

En la base de esta actitud se encuentra la convicción de que la verdad, el auténtico modelo vital valorado, está en lo sobrio, en lo moral y virtuoso, que se opone al exceso corrupto y voluptuoso del mundo barroco. Este intento civilizador se extendió a todos los campos sociales, desde la educación a las costumbres, desde el gobierno a las artes y llegó también a la Iglesia como institución, con el consiguiente rechazo. Así, por ejemplo, los payos de Ramón de la Cruz sienten escrúpulos ante las nuevas normas que se quieren introducir en su pueblo, por lo que no consentirán, como grado último de perversión civilizadora, "que a civilizar la Iglesia se atreva nadie" (1915: 100b), ya que esta intención es la funesta causa de ociosidad, escándalo y decadencia de los pueblos (100b).

La civilización de las costumbres de majos y majas era vista por estos como afeminamiento, como decadencia de la raza ejemplificada en petimetres y petimetras, también conocidos como "grantontos" (97a); sin embargo, haciendo énfasis en el eje axial ya señalado, los reformistas insistían en "el grande influjo que tienen en las costumbres y cultura de las naciones la belleza, la regulandad y el ornato de los objetos públicos, el orden de las concurrencias y sobre todo el aseo y propiedad en el vestido (...), y así trató (el rey) desde luego de poner en ellos el orden conveniente" (II, 1788: 169. La cursiva es mía).

Desde esta perspectiva explica Sempere el intento reformista de Esquilache, al que ya he aludido, y otros referentes a fiestas y diversiones públicas. Es necesario poner orden en las costumbres y, por lo mismo, Jovellanos es partidario de que haya diversiones públicas en ciudades y lugares para que, además, no vengan a la Corte los nobles aburridos, que más tarde traen a la familia, flujo constante "al centro de población y riqueza" que abandona "los extremos" (1997: 192). El asturiano piensa en establecer "cafés o casas públicas de conversación y diversión cotidiana". En ellos se jugará, se leerá el periódico y se conversará, a pesar de la legislación que lo prohíbe, dando entrada a nuevos espacios de sociabilidad urbana, desconocidos hasta entonces, que aliviarán la necesidad de los ociosos, al tiempo que mantendrán la riqueza en la periferia, pues se evitaría el flujo de los pudientes hacia el centro.

Ese interés por ordenar la vida o por reordenarla, por hacer que la capital tuviera un aspecto nuevo y moderno, que la acercara al de las cortes europeas, produjo una serie de leyes que suponían cambios en la vida y costumbres urbanas. Desde los tiempos de Carlos IV, se exigió pasaporte a los transeúntes, se reguló la construcción y el levantamiento de andamios, se quiso que se cerraran las cortinas de las ventanas que daban a la calle (mostrando un principio de privacidad), se regularon las formas de venta en los mercados. Para aumentar la higiene en la conservación de alimentos, se prohibió que tuvieran agua en los tenderetes, en la que lavaban las legumbres, también se ordenó que se cambiara con asiduidad el agua en que mantenían el bacalao. Se prohibió establecer fábricas como tintorerías, hornos de ladrillos y yeso e industrias que necesitaran combustibles, sacándolas de la ciudad. Para mejorar la educación y convivencia de los habitantes se prohibió que las lavanderas interpelaran a los viandantes, hacer gestos obscenos, silbar a las mujeres, disparar fusiles, lanzar cohetes y muchas otras cosas (Desdevises, 1989: 164-165). Como habrían señalado las damas de la Sociedad Económica, con prohibiciones poco se alcanzaba; era necesario mejorar la educación.

El aumento de riqueza que se percibe en el Madrid de entonces produce alteraciones, no sólo en las capas sociales, cuya movilidad ascendente suele ser criticada, sino también en los valores, y de esto, además de los historiadores, dejaron constancia costumbristas, periodistas y moralistas, todos ellos, por diferentes razones, observadores atentos de la realidad cotidiana. La forma de comer, lo que se comía y bebía, la asistencia a fondas y cafés no fue sólo objeto de la sátira de Larra. Fígaro, en este como en otros casos, se inscribe en una tradición previa.

Sempere indicaba en 1788 que:

hasta de unos treinta o cuarenta años a esta parte no se conocía en la mesa la infinita variedad de platos con que ahora se tienta el apetito en las fondas y convites. La aloja y el hipocrás eran todo el surtido de las botillerías; el vestido de los hombres era negro por lo general, con lo cual no había el furor de mudar de colores continuamente, causando ahora sola esta circunstancia un exceso de gasto incalculable. "El de las mujeres, antes (...), era más decente y menos dañoso a la salud. Siendo entonces las faldas mucho más largas que ahora, cubrían enteramente el pie, con lo cual no había lugar al extraordinario lujo de medias y apatos, ni a la provocación que ocasiona esta indecente moda" (II, 1788: 177-178).

Gasto, economía y moral siempre juntos. No se deslindan los campos, como sí hizo José Cadalso en varias de sus Cartas marruecas, en las que enfoca el problema del lujo desde distintos ángulos, tanto económico, como filosófico y político, ofreciendo soluciones distintas (Véanse las cartas XLI, LXVIII y LXXXVIII).

 

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