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Las otras caras del civismo.

El civismo debe ser la primera consecuencia del fracaso de los padres como educadores.

Barcelona Metrópolis
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Estos tiempos posmodernos y pospolíticos son muy dados a los dioses menores. En nombre de la tolerancia, se habla de multiculturalismo como forma de consagrar el relativismo cultural, pero al mismo tiempo se nos inunda de códigos éticos y de manuales de urbanidad. ¿ En qué quedamos ?.

Es decir, se renuncia a la verdad, pero no al clericalismo; se niega pretensión de universalidad a los propios juicios, pero no se renuncia a establecer los prejuicios compartidos. El pensamiento es débil, pero la voluntad ordenadora sigue firme. A la doctrina del consenso corresponde el catecismo del civismo. Puesto que sobre las cosas grandes todo está ya decidido, ocupémonos de las cosas pequeñas, como diría Escrivá de Balaguer. De ayudar a la gente mayor a cruzar la calle, de no hacer ruido para no molestar al vecino, de no tirar basura al suelo. Y de eso hacemos una poética, porque de algún modo hay que ir tirando.

Cuando éramos pequeños lo llamábamos urbanidad. En la escuela había manuales según los cuales Dios y Franco tenían mucho que ver con las cosas de cada día. Y en casa nuestros padres nos estaban todo el día encima: niño come bien, niño limpia lo que has ensuciado, niño no hables mal. Ahora, por lo visto, de ello hay que hacer noticia.

El civismo debe ser la primera consecuencia del fracaso de los padres como educadores.

Pero el civismo es virtud. Y con las virtudes no se juega. El civismo, dicen, es respeto a los demás y respeto a las cosas que tenemos en común. Es decir, a la cosa pública. La relación con los demás es siempre muy complicada porque se mueve entre la necesidad de reconocimiento -mutuo- y el derecho a la indiferencia.

Todos queremos que el otro se incline ante nosotros, nos reconozca como ciudadanos, portadores de una dignidad y, como se dice actualmente, de una identidad. Pero, al mismo tiempo, todos quisiéramos pasar desapercibidos cuando el hecho de ser reconocidos es causa de nuestras desgracias. Cuando todas las miradas recaen sobre uno para hacerle notar que es diferente. El civismo formaliza la relación con los demás, desnudándola de toda tensión, de toda intensidad.

Las normas de urbanidad son siempre una manera de cubrir con las apariencias las discrepancias de fondo. En definitiva, la civilización es el control de las pasiones. De ahí el malestar que hace de música de fondo de la cultura. Cuanto más comprensivo sea el espacio de civilización más libres nos sentimos. El civismo ¿ amplía o reduce el espacio de lo posible ?.

Debemos conservar y proteger entre todos lo público. En tiempos en los que se juega a confundir público y privado, en los que lo público invade constantemente el terreno de lo privado, en los que en nombre de la seguridad el ojo del poder invade el espacio público y vigila a través del ojo de la cerradura electrónica el espacio privado, ¿ qué nos pide el civismo ?. Que protejamos el mobiliario público, que velemos por el buen mantenimiento de las cosas, porque, en definitiva, las hemos pagado entre todos.

El hecho de que las hayamos pagado no significa que sean realmente de todos: ¿está garantizado un acceso igual a todo lo que es público? No es una cuestión menor. Sólo sobre ella tiene sentido hablar de civismo. Porque civismo no es compatible con discriminación. Y, ¿ por qué sólo el espacio público ? ¿ El civismo no debe abarcar también el universo de lo privado ? El único límite a las conductas es la ley, dicen.

Por lo tanto, quien no viola la ley no está obligado a dar ninguna explicación. Así pues, el civismo es una virtud pública, porque las virtudes privadas son irrelevantes. ¿Es cívico dejar a los trabajadores de una empresa sin trabajo? No mucho. Pero, como forma parte del ámbito considerado privado, el civismo queda en suspenso. No es exigible. Ni tan sólo recomendable. Lo que nos obliga a preguntar: ¿dónde empieza y dónde acaba el civismo? La ideología del civismo confirma que de un tiempo a esta parte todos los discursos sociales van destinados a las capas medias de la sociedad, a sus hábitos y sus costumbres.

Por encima hay impunidad -quien tiene el poder queda exento- y por debajo, si vamos bajando, encontramos la marginación y la inmigración: el otro, y para el otro el civismo no cuenta, porque el otro es el extraño. El civismo es, en el fondo, la autocomplacencia en las virtudes del sentido común.

Junto a este civismo pasivo cabría uno activo: civismo de participación, de compromiso, de acción. Hacer de la cosa pública algo que realmente nos concierna a todos. Pero eso tiene un nombre: democracia. Y es curioso que los que proclaman el civismo como virtud son con frecuencia los que más han hecho para que la democracia se fuera desvaneciendo y la participación ciudadana se fuera reduciendo a pagar impuestos e ir una vez cada cuatro años a votar.

El civismo es la doctrina adecuada a la apoteosis del ciudadano Nif, el hombre de las tres "c", porque lo único que se le exige -y se le reconoce- es competir, consumir, contribuir.

Sin embargo, de repente aparece el fenómeno de la inmigración. Y la cultura de las "c" -del civismo- recibe una sacudida. Los extraños comienzan a habitar entre nosotros. El ciudadano cívicamente ejemplar siente las cosquillas del racismo. Y aunque procura sacarse de la cabeza los malos pensamientos, se le escapa a menudo: no tengo nada contra los inmigrantes, pero tienen costumbres que no son compatibles con las nuestras, o son gente necesitada y sólo pueden traer problemas, o si viene una crisis le quitarán el trabajo a la gente de aquí. Todo dicho con la máxima corrección, evidentemente. Hasta que hay un conflicto, un problema: el equilibrio cívico se rompe.

¿Por qué necesitamos hablar de civismo si las virtudes cívicas ya están comprendidas en la virtud republicana que señala el ideal de comportamiento democrático? Porque el civismo es un vino de poca graduación. Y, en cambio, la virtud republicana compromete enormemente.

Vivimos tiempos de sucedáneos. El civismo lo es. No podemos convertir las obligaciones elementales -tener las calles limpias o no hacer ruido- en ideal social, aunque, pese a los quebraderos de cabeza que a veces traen las basuras, sea más cómodo que reconocer la conflictividad social e invitar al ciudadano a comprometerse cuando sea necesario, que es lo propio de una democracia activa.

Pero como nada inquieta más a gobernados y gobernantes que todo lo que es acción, buscamos las virtudes narcóticas del cristianismo de las cosas pequeñas. Y nos dedicamos al civismo y a los códigos éticos; la sociedad de la indiferencia también quiere proclamar sus caminos de santidad.

 

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