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Etiqueta y el ceremonial de la corte española. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800) V

En el besamanos, grandes, nobles, oficiales de la Casa Real, del gobierno y de las Cortes, del ejército y la armada, alto clero, y "caballeros de gran renombre", titulares y grandes, damas y las esposas de los oficiales superiores...

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La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II
La etiqueta borgoñesa. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II

El juramento de lealtad mutua y a la ley. La ceremonia del juramento

La etiqueta borgoñona en la corte de España. Etiqueta y el ceremonial de la corte española

De las ceremonias especiales, quizás la más solemne era la del juramento en la cual el monarca, su heredero y los grandes señores, prelados y oficiales de la corte y del reino, se juraban lealtad uno a otro y a la ley. Este ritual tenía lugar normalmente en la iglesia medieval de San Jerónimo de Madrid ante la familia real congregada, enviados extranjeros, todos los grandes oficiales de la Casa Real, el gobierno y la ciudad, y con el primado, el arzobispo de Toledo, oficiando la misa. El juramento, aunque solemne y rodeado de grandes demostraciones de autoridad y esplendor, no era un elemento insoslayable de poder real. Algunos reyes, como Fernando VI (1746-1759), prescindieron de él totalmente, tal vez porque creían, como algunos expertos, que era "relativamente superficial" (Etiquetas Generales MS II/578; Gaceta de Madrid, 22 de julio, 1760; CASTELLANO, Juan Luis. (1990). Las Cortes de Castilla y su Diputación (1621-1789), Madrid, p. 199-202).

Algunas veces, como en 1760 o 1789, el juramento se combinaba con otra ceremonia de gran importancia como lo era la entrada del rey en Madrid. Esta entrada era oficial, pública y solemne. Naturalmente, tenía lugar justo después de la coronación del monarca y se trataba de un destacado ejemplo de la importancia de continuar con los modelos franco-borgoñones. Tal y como lo hicieran los duques de Valois, los reyes españoles incorporaron religión, mitología, historia, ornamentos clásicos y numerosos festejos, tanto cortesanos como populares, en lo que era básicamente una serie de procesiones alrededor de la capital, desde un arco de triunfo (erigido temporalmente) a otro. Algunos observadores extranjeros, como el inglés Edward Clarke en 1760, quedaron impresionados por semejante pompa, al ver la entrada como una coronación alternativa (CLARKE, Edward. Letters Concerning the Spanish Nation written at Madrid during the Years 1760 and 1761, Londres, 1763, p. 107-127 y 322).

La entrada de Carlos III, la única observada detenidamente por Clarke, duró unos diez días e incluyó un tedéum, una corrida de toros, una obra de teatro en el Buen Retiro, fuegos artificiales, diversas misas, luces, encuentros de las Cortes, la concesión de varios títulos a los distintos príncipes Borbones y a los principales grandes, así como la prestación de juramento.

Tal y como Clarke escribió, y como el documento manuscrito del Palacio Real de Madrid prueba, la entrada fue un acontecimiento de mucha pompa y magnificencia, así como de grandes gastos (Junto con la descripción de CLARKE, ver Etiquetas Generales, MS II/578, folios 230-36).

Al décimo día de su entrada, Carlos tuvo que soportar el ritual del besamanos. Éste se celebraba tanto como ocho veces o más cada año, en los cumpleaños y los santos de los miembros más importantes de la familia real, y con la corte vestida de gala. En el besamanos, grandes, nobles, oficiales de la Casa Real, del gobierno y de las Cortes, del ejército y la armada, alto clero, y "caballeros de gran renombre", titulares y grandes, damas y las esposas de los oficiales superiores, formaban uno a uno una ordenada fila en palacio, para arrodillarse y besar la mano al rey y a otros miembros de la familia real. Esto era, como el diplomático francés Jean François Bourgoing sugirió a finales del siglo XVIII, un acto de "lealtad y homenaje, una renovación del juramento de fidelidad", incluso a los príncipes y princesas más pequeños.

Como apunta Bourgoing, "la más encantadora duquesa se postraba ante el infante más pequeño, incluso ante el no destetado". Fue un rito extraordinario, considerado ya antiguo y humillante en la época de Bourgoing, y satirizado mucho antes por el esnobismo que fomentaba y por la disputa de preferencias que se producía entre los cortesanos (BOURGOING, Jean François. Travels in Spain I, Londres, 1789, p. 88-90; VILLA DE SAN ANDRÉS, Carta, p. 53-57 y 89-92; Kalendario Manual y guía de Forasteros en Madrid, Madrid, 1764 y 1788, n.p.; RUIZ, en "Une royauté sans sacre", subraya los probables orígenes musulmanes del besamanos).

Los Borbones adquirieron esta reminiscencia del pasado, empleándola tal y como lo hicieran sus predecesores Habsburgo, para reafirmar su autoridad como señores y reyes; para manifestar a todos los presentes su única posición; para recordar su poder incluso al más orgulloso de los aristócratas, al colocarlo subordinado, en términos físicos, forzándolo a arrodillarse.

Tales solemnidades, cuidadosamente orquestadas para confirmar la unicidad de la autoridad del rey y el deber de sus súbditos a venerarlo, marcaban únicamente ocasiones especiales. Había pocos rituales diarios que reforzaran completamente la imagen real. Éste era el caso cuando el rey salía fuera, para asistir a un oficio religioso, para cazar o para visitar cualquiera de sus placenteros pabellones -como la Casa de Campo a las afueras de Madrid-. En tales casos, una completa panoplia de caballerizo mayor, capitanes y oficiales de la guardia, gentilhombres de su casa y otros oficiales de diferentes rangos le acompañaban. Sin embargo, dentro del palacio, no había un ceremonial preciso que obligase a la corte a asistir al despertar y al acostarse del rey, como sí lo había en Versalles.

Durante casi todo el día, el rey permanecía completamente aislado de la mayoría de los cortesanos y sirvientes, o pasaba rápida e informalmente por entre pequeños grupos de gente reunida en las salas públicas o exteriores de palacio (32. DE ROUVROY, Louis, duque de Saint-Simon, quien visitó la corte española en una misión diplomática a principios de 1720, da una imagen completa de la vida diaria de los monarcas. Ver la edición española de la relevante parte de sus memorias. Cuadro de la Corte de España en 1722, Madrid, 1955, p. 23-58). Sólo a la hora de la comida y la cena, cuando el rey comía en público, se desplegaba la espléndida pompa borgoñona para imponer respeto a sus súbditos.

Los duques Valois de Borgoña, comenzando con Felipe el Audaz en 1360, como otros potentados medievales, hicieron de las comidas copiosas y elaboradas un rasgo importante de su diplomacia y su política. Cenas, comidas y banquetes especiales habían sido diseñados para impresionar a los espectadores y deleitar a los participantes. A la hora de comer, la etiqueta había sido diseñada para magnificar la grandeza del soberano, y la abundancia, riqueza y ornamentación en la presentación de los platos servidos diseñados para mostrar su riqueza y probar su generosidad.

A menudo, los que observaron tales demostraciones mostraron la consiguiente impresión. En 1473, una delegación de ciudadanos de Metz llegó a la corte ducal de Carlos el Audaz en misión de negocios. De vuelta a casa, escribieron a sus colegas describiéndoles lo que había sido ver al duque en la mesa. Tal y como informaron, "vimos todo el misterio y todo el triunfo que se producía mientras comía" (Citando a VAUGHAN, Valois Burgundy, p. 184; ver también su Philip the Bold, p. 14 y CARTELLIERI. The Court of Burgundy, p. 66-69 y 139-53 para descripciones sobre las comidas y cocinas ducales). Provocar tal impresión era también el objetivo de la etiqueta durante la hora de la comida en España.

Por lo tanto, como en la corte borgoñona, se trataba de un acto rígidamente ritualista y el porte del rey y sus sirvientes tendía a ser majestuoso en aquel espléndido escenario. Sin embargo, a veces, la fórmula no funcionaba. Por eso, en 1593, el nuncio papal en Madrid, Camilo Borghese, se mostraba claramente decepcionado cuando decía sobre las cenas del príncipe de Asturias, el futuro Felipe III: "En realidad, en esta mesa no hay majestuosidad. El príncipe sólo come en una pequeña mesa, en la cual hay cuatro o seis cubiertos y su servicio, no es mejor que el que los grandes tienen en sus banquetes y la comida se corta sin la menor elegancia y su plato se encuentra en frente de él". Tal ceremonia tampoco podía haber impresionado cuando, como pasaba ocasionalmente en el reino de Carlos II (1665-1700), la pobreza de la Casa Real obligó a transformar viejos manteles en servilletas mientras que los que sobraron quedaron manchados y raídos. Todavía fue peor el hecho de que el rey tuviera que prescindir de pan algunas veces durante semanas en un momento en que los panaderos tenían limitado el crédito de la corte (BORGHESE citó en Thomas. Madrid, p. 252; Simón PALMER. Alimentación y sus circunstancias, p. 35 y 68).

Gran número de platos ostentosos y un servicio teatral y solemne fueron, no obstante, la norma. Costosos manjares importados, creaciones de mazapán doradas y ornamentadas, pequeños montones de fruta escarchada y dispendiosas bebidas y refrigerios sabrosos eran típicos, incluso durante los días de dificultades financieras de las décadas de 1670 y 1680. La etiqueta a la hora de comer, escrita en instrucciones bien detalladas, se copió repetidamente para el uso de los oficiales de la casa, y se mantuvo sin modificaciones significantes desde el siglo XVI hasta el XVIII.

Esta etiqueta fue quizás la más inflexible en la rutina diaria de la corte. En los años de 1540, Jean Sigonney creía que en el servicio de mesa del rey se conservaban las formas más puras y tradicionales borgoñonas (SIGONNEY. Relación de la Forma de Servir, folios 3-4; Simón PALMER. Alimentación y sus circunstancias, p. 26-40 y 69-75; Manuel ESPADAS BURGOS, en Niveles materiales de vida en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, 1979, sugiere que el extravagante gasto en las comidas siguió a lo largo del siglo XVIII, p. 17-18), aunque principalmente la etiqueta se conservó porque a menudo se ignoraba. Es decir, mientras los monarcas respetaban la etiqueta durante las comidas suficientemente como para mantenerla inalterada a lo largo de los siglos, ellos mismos escapaban a la rigidez practicando formas alternativas cuando les placía. Se pueden destacar dos ejemplos en particular: Felipe V y Carlos IV comían diariamente con sus esposas, Isabel de Farnesio y María Luisa de Parma, y para que así fuera, dejaban de comer o cenar en público.

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