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La cortesía como forma de participación social. VI

La imagen de la cortesía como un repertorio de normas que constriñen la libertad del individuo no es, pues, del todo exacta

Anuario Filosófico - Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra
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La cortesía como forma de participación social. Gente caminando
Sociedad y cortesía. La cortesía como forma de participación social. Gente caminando

Sociedad y cortesía

La cortesía como forma de participación social

Por otro lado, esta forma de razonar confunde dos problemas que deben ser analizados por separado: si es legítimo imponer el respeto a una serie de normas sociales de conducta, y hasta qué punto la cortesía consiste -fundamental o esencialmente- en el simple respeto de las conveniencias.

La primera cuestión es de índole moral y no voy a referirme a ella porque afecta a la "cortesía" del mismo modo que a las restantes normas sociales de conducta, entre las que se incluyen las leyes y los diversos géneros de costumbres. La piedra de toque es en los tres casos la misma: las leyes, las costumbres y la cortesía son justificables en la medida en que son necesarias para que exista la virtud o al menos la favorecen; o dicho de manera menos elegante, pero tal vez más práctica, cuando de la ausencia de orientaciones se va a derivar con toda probabilidad un deterioro de la vida personal y la acción social de los individuos.

El segundo de los problemas citados sí adquiere en cambio perfiles propios cuando lo referimos al trato social, si bien tiene su raíz en un fenómeno que también afecta a las leyes y a las costumbres: la peculiar naturaleza de la sabiduría práctica, que no puede reducirse a un repertorio de normas universales. Tal principio vale lo mismo para la ley -Summa lex, summa iniuria- que para las costumbres en general y la cortesía en particular. No en vano, los autores que reformularon los códigos de sociabilidad durante el Renacimiento y el Barroco partieron de una teoría del conocimiento de raigambre aristotélica. Por tal motivo se negaron a formalizar en exceso la interacción humana y, a pesar de dictar algunas normas generales al respecto, prestaron especial atención al tipo de habilidades de pensamiento en las que se fundaba
-a su juicio- la cortesía.

Ello es particularmente evidente en El Cortesano, donde más que prescribir normas el autor reflexiona sobre conceptos generales, como la grazia -que es una adaptación del decorum ciceroniano-, la sprezzatura o "descuido", y la afectación. La sprezzatura es el secreto de la cortesía y la alcanza quien adapta las normas al contexto de la acción, de modo que parecen naturales; la afectación es un defecto que delata a quien quiere pasar por cortés reproduciendo fórmulas de trato social. Por eso, Castiglione afirma:

"No penséis que yo emprenda mostraros esta perfección de manera que seáis ciertos de salir con ella". Y advierte acto seguido: puedo "deciros cuál ha de ser un cortesano perfecto; mas no mostraros cómo lo habéis de hacer puntualmente para serlo".

Y en otro pasaje leemos:

"De esto creo yo que con trabajo se pueda dar regla cierta, por las infinitas y diversas maneras de conversar que se ven a cada paso; tanto que, de cuantos hombres hay en el mundo, no se hallarían dos que fuesen totalmente de una misma condición y arte. Por eso quien ha de aplicarse a la conversación de tantos, es necesario que se rija con su propio juicio y, conociendo las diferencias de los unos y de los otros, cada día y cada hora mude estilo y manera conforme al punto y a la calidad de aquellos con los que tratare".

Ésta es una convicción muy extendida entre los autores de tratados de cortesía. El Caballero de Méré afirma un siglo después de Castiglione: "Es imposible dar reglas bien fundadas sobre esto porque además de que tiene que ver con asuntos que cambian a cada momento, depende además de determinadas circunstancias, que casi nunca son las mismas". El eco de esta doctrina llega incluso hasta una obra publicada en el siglo XX: "¿No pueden darse reglas fijas para cada caso concreto? Es imposible, porque es preciso adaptar siempre nuestro continente y acciones a las circunstancias de tiempos, lugares y personas".

La imagen de la cortesía como un repertorio de normas que constriñen la libertad del individuo no es, pues, del todo exacta. Sin duda, una de las funciones de los códigos sociales de conducta es evitar conflictos entre las personas. En este sentido, del mismo modo que las normas de tráfico sirven para evitar las colisiones entre vehículos, las de la buena educación previenen las fricciones entre individuos. Hay, sin embargo, una faceta creativa o artística del savoir-vivre cuya lógica es muy diferente. "Por manières -aclara Chesterfield- no entiendo la simple civilité ordinaria, que todos deben conocer para no ser excluidos de la buena sociedad, sino que me refiero a un comportamiento atractivo, seductor, brillante; una politesse refinada, una expresión casi irresistible, una gracia superior en cada palabra y cada gesto".

Algo parecido, aunque sin duda con intención bien diferente, sostiene Jonathan Swift: "El buen sentido es el principal fundamento de las buenas maneras, pero puesto que éste es un don que muy pocos de entre el género humano poseían, por eso todas las civilizaciones del mundo han convenido en fijar ciertas reglas sobre la conducta habitual más apropiada de acuerdo con sus costumbres y sus gustos generales, como una especie de buen sentido artificial, que supla los defectos del temperamento".

Chesterfield fue un observador de las costumbres de su tiempo, y aunque las aceptaba en líneas generales, pretendía refinarlas y estilizarlas. Por el contrario, Swift era muy crítico con los usos sociales y más bien abogaba por simplificarlos. A pesar de ello, ambos coinciden en un punto fundamental: entender la cortesía como un puro repertorio de normas es no captar su dimensión profunda, aquélla que da razón de tales normas.

En la misma línea se sitúa John Locke que, sin embargo, añade y destaca una idea esencial:

"La cortesía es la gracia, la conveniencia en la mirada, en la voz, en las palabras, en los movimientos, en los gestos, en toda la actitud que hace que se triunfe en el mundo y que da tranquilidad, al mismo tiempo que encanta, a las personas con quienes conversamos. Es, por así decirlo, el lenguaje por el cual se expresan los sentimientos de sociabilidad que hay en el corazón, y que, como todos los lenguajes, sometido como está a la moda y a los usos de cada país, no puede aprenderse ni practicarse sino por la observación y la imitación de los que pasan por estar realmente bien educados".

Da la sensación de que aquí se desacredita un tanto la cortesía, en la medida en que se insiste en su carácter arbitrario. Ahora bien, como poco después ésta queda definida como "un gran arte que sólo la razón, el buen sentido y la frecuentación de la buena sociedad pueden enseñar", creo que hay que descartar semejante hipótesis. Pienso que la intención del autor es más bien equiparar la cortesía con el lenguaje, el cual no deja de ser muy valioso a pesar de que existan muchas lenguas. Este nuevo paralelismo entre cortesía y lenguaje me sugiere algunas reflexiones con las que concluiré.

Puede decirse que lenguaje y pensamiento son dos realidades inseparables, y también que todo hombre que piensa, piensa en un idioma determinado. Esto último constituye sin duda una limitación, pero al mismo tiempo una ley natural e inexorable de la que es imposible escapar. De la cortesía puede predicarse algo parecido y sostener que es una realidad inherente a la sociabilidad humana, la cual necesariamente se traduce en pautas de conducta variadas y concretas, que los individuos asimilan a medida que se integran en una comunidad. Naturalmente, eso implica una limitación, que también es de carácter natural, porque toda sociedad acaba definiendo -por vía de hecho o mediante la planificación- códigos colectivos de conducta.

El segundo punto sobre el que deseo llamar la atención es el siguiente. Ante ambas realidades -cuya existencia es independiente de nuestra voluntad- es posible adoptar dos actitudes básicas: emplearlas de modo más o menos irreflexivo o intentar conocerlas para poder mejorarlas o cambiarlas de raíz. Cuando lo que se estudia son las lenguas, surgen los saberes filológicos, la filosofía y la psicología del lenguaje. Si lo que se analiza son las reglas de la interacción social, nos hallamos ante disciplinas como la sociología, la psicología social, y la ciencia y la filosofía política. Existe, sin embargo, un conocimiento no especializado de ambas realidades accesible a todos los hombres, a saber: en el primer caso, la autoconciencia lingüística -más o menos desarrollada- que posee todo hablante; en el segundo, ese difuso saber que denominamos savoir-vivre.

Dichos conocimientos -tercera cuestión importante- explican la pervivencia y la evolución, no sólo de las lenguas sino también de los usos sociales. No es solamente que su vigor dependa de que los ciudadanos de una comunidad los conozcan, sino que el grado en que poseen dichos conocimientos determina el grado de perfección que ambas realidades -la lengua y la sociabilidad- han alcanzado en ella. Así, del mismo modo que el uso lingüístico imperante en una sociedad viene determinado por lo que solemos denominar cultura general, la fluidez y la elegancia de las relaciones sociales dependen del conocimiento que los individuos poseen de su funcionamiento.

 

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