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Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 12 de Enero de 2.004.

Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 12 de Enero de 2.004.

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Excelencias;

Señoras y señores:

Siempre es para mí un placer, al inicio de un nuevo año, encontrarme entre vosotros para el tradicional intercambio de felicitaciones. Agradezco sinceramente las palabras de felicitación que amablemente me ha dirigido en vuestro nombre su excelencia el señor embajador Giovanni Galassi. Os doy de corazón las gracias por vuestros nobles sentimientos, así como por el benévolo interés con que seguís diariamente la actividad de la Sede apostólica. A través de vuestras personas, me siento cercano a los pueblos que representáis. Asegurad a todos la oración y el afecto del Papa, que los invita a unir sus talentos y sus recursos para construir juntos un futuro de paz y de prosperidad compartida.

Este encuentro es también para mí un momento privilegiado, que me brinda la ocasión de echar, juntamente con vosotros, una mirada sobre el mundo, tal como lo están forjando los hombres y mujeres de este tiempo.

La celebración de la Navidad nos acaba de recordar la ternura de Dios para con la humanidad, manifestada en Jesús, y ha hecho resonar una vez más el mensaje siempre nuevo de Belén: "¡Paz en la tierra a los hombres, que Dios ama!".

Este mensaje nos llega también este año, mientras muchos pueblos experimentan aún las consecuencias de luchas armadas, sufren la pobreza y son víctimas de flagrantes injusticias o de pandemias difíciles de controlar. Su excelencia el señor Galassi se ha hecho eco de ellas con la agudeza que conocemos bien. Yo, por mi parte, deseo haceros partícipes de cuatro convicciones que, en este inicio del año 2004, ocupan mis reflexiones y mi oración.

1. La paz siempre amenazada.

A lo largo de los últimos meses, la paz ha sido alterada por los acontecimientos que se han sucedido en Oriente Medio, el cual, una vez más, se presenta como una región de contrastes y guerras.

Las numerosas intervenciones realizadas por la Santa Sede para evitar el doloroso conflicto en Irak son bien conocidas. Lo que importa hoy es que la comunidad internacional ayude a los iraquíes, liberados de un régimen que los oprimía, para que puedan volver a tomar las riendas de su país, consolidar su soberanía, decidir democráticamente un sistema político y económico conforme a sus aspiraciones, a fin de que de ese modo Irak vuelva a ser un interlocutor creíble en la comunidad internacional.

La falta de solución del problema israelí-palestino sigue siendo un factor de desestabilización permanente para toda la región, sin contar los indecibles sufrimientos impuestos a las poblaciones israelí y palestina. Nunca me cansaré de repetir a los responsables de estos dos pueblos: la elección de las armas, el recurso al terrorismo, por una parte, y a las represalias, por la otra, la humillación del adversario y la propaganda que impulsa al odio, no llevan a ninguna parte. Sólo el respeto de las legítimas aspiraciones de unos y de otros, la vuelta a la mesa de negociaciones y el compromiso concreto de la comunidad internacional pueden llevar a un inicio de solución. La paz auténtica y duradera no puede reducirse a un simple equilibrio entre las fuerzas contrapuestas; es, sobre todo, fruto de una acción moral y jurídica.

Podrían mencionarse otras tensiones y conflictos, sobre todo en África. Sus consecuencias sobre las poblaciones son dramáticas. A los efectos de la violencia se añaden el empobrecimiento y el deterioro del entramado institucional, que llevan a pueblos enteros a la desesperación. Es preciso recordar también el peligro que siguen representando la producción y el comercio de armas, que alimentan abundantemente estas zonas de riesgo.

Esta mañana quisiera rendir un homenaje muy particular a monseñor Michael Courtney, nuncio apostólico en Burundi, asesinado recientemente. Como todos los nuncios y todos los diplomáticos, quiso ante todo servir a la causa de la paz y del diálogo. Deseo destacar su valentía y su compromiso para sostener al pueblo burundés en su camino hacia la paz y hacia una fraternidad mayor, cumpliendo así su ministerio episcopal y su misión diplomática. Asimismo, quiero recordar al señor Sergio Vieira de Mello, representante especial de la ONU en Irak, asesinado en un atentado durante su misión. Y deseo recordar a todos los miembros del Cuerpo diplomático que, en el decurso de los últimos años, han perdido la vida o han tenido que sufrir por causa del mandato recibido.

No puedo por menos de mencionar el terrorismo internacional que, al sembrar el miedo, el odio y el fanatismo, deshonra todas las causas que pretende servir. Me contentaré simplemente con decir que toda civilización digna de este nombre implica el rechazo categórico de las relaciones de violencia. Precisamente por esto -y lo digo ante una asamblea de diplomáticos- nunca podremos resignarnos a aceptar pasivamente que la violencia tenga como rehén a la paz.

Hoy es más urgente que nunca lograr una seguridad colectiva más efectiva, que dé a la Organización de las Naciones Unidas el puesto y el papel que le corresponden. Es más necesario que nunca aprender a sacar las lecciones del pasado lejano y reciente. En cualquier caso, una cosa es cierta: la guerra no resuelve los conflictos entre los pueblos.

2. La fe, una fuerza para construir la paz.

Aunque aquí hablaré en nombre de la Iglesia católica, sé que las diversas confesiones cristianas y los fieles de otras religiones se consideran testigos de un Dios de justicia y de paz.

Cuando se cree que toda persona humana ha recibido del Creador una dignidad única, que cada uno de nosotros es sujeto de derechos y de libertades inalienables, que servir a los demás es crecer en humanidad, y, mucho más, cuando se quiere ser discípulos de Aquel que dijo: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13, 35), se puede comprender fácilmente qué gran capital representan las comunidades de creyentes en la construcción de un mundo pacificado y pacífico.

En lo que le atañe, la Iglesia católica pone a disposición de todos el ejemplo de su unidad y de su universalidad, el testimonio de tantos santos que han sabido amar a sus enemigos, de tantos políticos que han encontrado en el Evangelio la valentía para vivir la caridad en los conflictos. En cualquier parte donde la paz esté en juego, hay cristianos para testimoniar con palabras y obras que la paz es posible. Como bien sabéis, este es el sentido de las intervenciones de la Santa Sede en los debates internacionales.

3. La religión en la sociedad, presencia y diálogo.

Las comunidades de creyentes están presentes en todas las sociedades, como expresión de la dimensión religiosa de la persona humana. Por eso, los creyentes esperan legítimamente poder participar en el debate público. Por desgracia, es preciso constatar que no sucede siempre así. En estos últimos tiempos, en algunos países de Europa, somos testigos de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la libertad de religión. Aunque todos están de acuerdo en respetar el sentimiento religioso de las personas, no se puede decir lo mismo del "hecho religioso", o sea, de la dimensión social de las religiones, olvidando en esto los compromisos asumidos en el marco de la que entonces se llamaba la "Conferencia sobre la cooperación y la seguridad en Europa". Se invoca a menudo el principio de la laicidad, de por sí legítimo, si se entiende como la distinción entre la comunidad política y las religiones (cf. Gaudium et spes, 76).

Sin embargo, distinción no quiere decir ignorancia. Laicidad no es laicismo. Es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, por el contrario, pueden y deben llevar a un diálogo respetuoso, portador de experiencias y valores fecundos para el futuro de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias -que no son adversarios sino interlocutores- puede, sin duda, favorecer el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de la sociedad.

La dificultad para aceptar el hecho religioso en el espacio público se ha manifestado de modo emblemático con ocasión del reciente debate sobre las raíces cristianas de Europa. Algunos han releído la historia a través del prisma de ideologías reductoras, olvidando lo que el cristianismo ha aportado a la cultura y a las instituciones del continente: la dignidad de la persona humana, la libertad, el sentido de la universalidad, la escuela y la universidad, y las obras de solidaridad. Sin subestimar las demás tradiciones religiosas, es innegable que Europa se consolidó al mismo tiempo que era evangelizada. Y, con toda justicia, es preciso recordar que, hace muy poco tiempo, los cristianos, promoviendo la libertad y los derechos del hombre, han contribuido a la transformación pacífica de regímenes autoritarios, así como a la restauración de la democracia en la Europa central y oriental.

4. Como cristianos, todos juntos, somos responsables de la paz y de la unidad de la familia humana.

Como sabéis, el compromiso ecuménico es uno de los puntos de especial atención de mi pontificado. En efecto, estoy convencido de que si los cristianos lograran superar sus divisiones, el mundo sería más solidario. Por esto, siempre he favorecido los encuentros y las declaraciones comunes, viendo en cada uno de ellos un ejemplo y un estímulo con vistas a la unidad de la familia humana.

Como cristianos, tenemos la responsabilidad del "Evangelio de la paz" (Ef 6, 15). Todos juntos podemos contribuir de modo eficaz al respeto de la vida, a la defensa de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables, a la justicia social y a la conservación del medio ambiente. Además, la práctica de un estilo de vida evangélico hace que los cristianos puedan ayudar a sus compañeros en humanidad a superar sus instintos, a realizar gestos de comprensión y de perdón, y a socorrer juntos a los necesitados. No se valora suficientemente el influjo pacificador que los cristianos unidos podrían tener tanto en el seno de su comunidad como en la sociedad civil.

Si digo esto, no es sólo para recordar a todos los seguidores de Cristo la apremiante necesidad de emprender con determinación el camino que lleva a la unidad, tal como la quiere Cristo, sino también para indicar a los responsables de las sociedades los recursos que pueden encontrar en el patrimonio cristiano así como en los que viven de él.

En este ámbito, se puede citar un ejemplo concreto: la educación para la paz. Como podéis reconocer, este es el tema de mi Mensaje para el día 1 de enero de este año. A la luz de la razón y de la fe, la Iglesia propone una pedagogía de la paz, con el fin de preparar tiempos mejores. Desea poner a disposición de todos sus energías espirituales, convencida de que "la justicia ha de complementarse con la caridad" (n. 10). Esto es lo que nosotros, humildemente, proponemos a todos los hombres de buena voluntad, pues "los cristianos sentimos, como característica propia de nuestra religión, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los demás para la paz" (n. 3).

Estas son las reflexiones que deseaba compartir con vosotros, excelencias, señoras y señores, al inicio de este nuevo año. Las he madurado ante el belén, ante Jesús, que compartió y amó la vida de los hombres. Él sigue siendo contemporáneo de cada uno de nosotros y de todos los pueblos aquí representados. Encomiendo a Dios, en la oración, sus proyectos y sus realizaciones, a la vez que invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos, la abundancia de sus bendiciones.

¡Feliz Año nuevo!

 

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