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K. A modo de conclusión. Del heterecontrol al autocontrol. I.

La civilización del comportamiento y la emocionalidad.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta nuestros días
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X. A MODO DE CONCLUSIÓN.

1. Del heterecontrol al autocontrol.

La civilización del comportamiento y la emocionalidad constituyen un proceso y como tal, un proceso no acabado. Al igual que los antiguos códigos fueron sustituidos por otros conforme el orden social sufría modificaciones, tanto de lo mismo continuará sucediendo en el futuro dando lugar a pautas conductuales y afectivas que acaso hoy, considerándonos plena y definitivamente civilizados, ni siquiera alcancemos a imaginar. El estadio último de la civilización no existe. Es esa una ilusión decimonónica que en parte hemos heredado incorporándola al acervo de saber común para construir nuestra propia autoconciencia, para definir lo que somos y cómo actuamos. Y es que la civilización es un proceso sin intención, ni propósito previo ni planificación.

Civilizarse es asumir un patrón de regulación conductual y emocional que no ha sido históricamente inmutable y que ha sufrido cambios en consonancia con los que ha experimentado la sociedad. Este patrón de regulación ha sido definido de forma también cambiante por los diversos códigos que se han sucedido desde la Baja Edad Media hasta nuestros días. De esta sucesión es de la que he pretendido dar cuenta reconstruyendo los códigos sociales de buenas maneras y de regulación de la emocionalidad así como el modelo de ser humano en ellos contenido. Tal propósito me ha llevado a considerar la existencia de cinco códigos, a saber: el de la cortesía bajomedieval, el de la cortesía moderna, el de la prudencia, el de la civilización y el de la civilización reflexiva. Cinco códigos que glosan el devenir civilizatorio en España. Este devenir no difiere en lo substancial de las líneas maestras esbozadas por Norbert Elias en torno a la dirección del proceso civilizatorio. Esa dirección es la que partiendo desde el heterocontrol transita hasta el autocontrol, tal y como muestran las sucesivas reconstrucciones de los códigos que aquí he efectuado.

A través de los mismos puede observarse que la regulación del comportamiento y la emocionalidad circulan desde modelos en donde las coacciones que se imponen sobre la conducta y la emocionalidad provienen del exterior de la persona (heterocontrol) hasta modelos en los cuales las coacciones son autoimpuestas funcionando de modo automático como si se tratase de una segunda naturaleza (autocontrol). En una agrupación general, es preciso señalar que al ámbito del heterocontrol se adscriben los códigos de la cortesía bajomedieval, la cortesía moderna y la prudencia. Los restantes códigos, esto es, el de la civilización y la civilización reflexiva, se encuadrarían en el ámbito del autocontrol. Se trata de una primera agrupación a efectos operativos en la que resultan necesarias diversas precisiones. Sirva inicialmente como procedimiento explicativo esta distinción que efectúo entre los dos ámbitos teniendo en cuenta que al tratarse de un proceso, distinciones tan tajantes no son más que recursos al servicio de la explicación.

El ámbito del heterocontrol hace de los otros y su presencia la referencia fundamental para la conducta y la emocionalidad individual. Son los demás con la amenaza e intimidación que comportan el uso de la fuerza, la violencia, el castigo o la degradación social quienes constituyen el límite del comportamiento y las emociones personales; son quienes hacen sentir su peso a fin de que la persona se comporte con propiedad y adquiera unas maneras acordes con los cánones que dicta cada código. Esta modalidad de conducta y emocionalidad heterocontroladas nos muestra cómo las coacciones que dictan los códigos todavía no han sido interiorizadas y cómo, en consecuencia, no se activan de manera espontánea y automática. En tanto coacciones no interiorizadas y por ello coacciones externas, no puede hablarse aquí de la persona como dueña absoluta de sí ya que la regulación conductual y afectiva reenvía constantemente a la presencia del prójimo.

La presencia coactiva del otro se estiliza en el caso de la cortesía moderna con respecto a la cortesía bajomedieval ya que en el caso de la primera, se contempla de un modo más visible la posibilidad de que tal presencia pueda ser tanto física como imaginada. De esta manera, el prójimo se torna omnipresente y condiciona la conducta personal incluso a solas. Esta coacción, que empuja a la persona a no desarrollar comportamientos en privado que de ser conocidos en público comportarían un descenso en su nivel de estimación social y una mancha en su honorabilidad, permite que comience a operarse una primigenia distinción entre conductas admitidas y no admitidas socialmente, éstas últimas necesariamente recluidas en el dominio privado de la persona. Discriminar entre lo que puede o no puede hacerse ante los demás crea las condiciones de posibilidad para que los hombre se distancien física y simbólicamente. Mas para la cortesía bajomedieval y sobre todo para la cortesía moderna, esa distancia ni implica ansiedad y temor frente al prójimo, tal y como sucede en el código de la prudencia.

El argumento que básicamente legitima estas coacciones es de naturaleza social: el respeto a lo que socialmente es el otro. Las buenas maneras y la emocionalidad reconocen para su regulación la jerarquización de la sociedad y la desigualdad cualitativa entre los seres humanos, factores éstos que articulan el orden social estamental. En la cúspide de la sociedad del Antiguo Régimen aparece la nobleza, grupo social para el que son de especial relevancia las buenas maneras como despliegue público de su prestigio, estimación social y honor. Prestigio, estimación social y honor son atributos esencialmente aristocráticos cuya representación pública a través de unas maneras depuradas le son imprescindibles al noble para legitimar y afianzar su destacada posición en el entramado social. Por ello, pese a la débil vocación universalista de algunos autores que confían en la posibilidad de un pulimento general de la conducta y la emocionalidad para el grueso de la población, lo cierto es que las buenas maneras en el ámbito del heterocontrol poseen un acentuado carácter aristocrático. Añádase a esto el vigor que en nuestro país alcanzó la cultura nobiliaria y su sistema de valores en el conjunto de la sociedad. El noble es el espejo en el cual mirarse y su honorabilidad un modelo en el que muchos que no eran nobles trataron de participar, si bien siempre de manera imperfecta. El triunfo del ideal nobiliario en España constituye un hecho que a su vez tendió a reforzar la impronta aristocrática de las buenas maneras.

En lo que atañe al código de la prudencia, si bien lo incluyo en el ámbito del heterocontrol, se imponen ciertas precisiones que maticen tal inclusión. Es el código propio de la Corte y es en este marco donde puede entenderse atendiendo a las condiciones de sociabilidad que allí se establecen. La Corte como entramado de recursos materiales y hombres, como institución educativa y como centro promotor de nuevos comportamientos y actitudes constituye el elemento que da sentido a todos y cada uno de los preceptos del código. La Corte española no difiere en lo básico del resto de las cortes europeas aunque dos rasgos distintivos esenciales, el despliegue público de la religiosidad del monarca y el mantenimiento riguroso de la distancia respecto al rey, sean los que le confieren su carácter peculiar.

Las condiciones de sociabilidad cortesanas hacen de la pugna por las oportunidades de prestigio la razón de ser del cortesano. En esta pugna se revelan fundamentales los principios de observación, manipulación y autodominio con la intención de conducir prudentemente la conducta frente al prójimo, fuente de inquietud, competencia y resquemor. Si bien el código apela significativamente a ese autodominio, a la reflexión y al autoconocimiento, no puede decirse que determine un tipo de comportamiento autocontrolado en el que las coacciones que actúan sobre la conducta y la emocionalidad se hallen firmemente interiorizadas. Aún existen notables elementos de heterocontrol en los que se toma como patrón de referencia al prójimo como competidor y como límite en virtud de la inquietud y temor que provoca. Y es que además de notables, estos elementos son en última instancia los que confieren su razón de ser al código. Las apelaciones al autocontrol junto a la pervivencia fundamental de lo heterocontrolado hacen que el código de la prudencia se halle más próximo al heterocontrol que al autocontrol aunque no sería descartable concebirlo también como una suerte de transición entre sendos ámbitos.

El ámbito del autocontrol integra los códigos de la civilización y la civilización reflexiva. En este caso las coacciones que operan sobre el comportamiento y la emocionalidad se hallan interiorizadas y se activan de manera automática conformando una suerte de segunda naturaleza en la persona. Cada cual se gobierna y autorregula siendo la vergüenza, el pudor y el desagrado los límites de las conductas y los sentimientos individuales. Las coacciones que otrora fueron sociales se entienden ahora propias del individuo. Para explicarlas se recurre a argumentos históricos, de sentido común, de utilidad, higiénicos o de respeto para con uno mismo acentuándose paulatinamente la responsabilidad individual y el control reflexivo sobre la conducta y las emociones.

 

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