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G. LA PRUDENCIA: El código de buenas maneras de la Corte absolutista. V.

El código de buenas maneras de la Corte absolutista. La prudencia.

La civilización del comportamiento. Urbanidad y buenas maneras en España desde la Baja Edad Media hasta nuestros días
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Tradicionalmente se ha tomado como arquetipo de referencia la Corte de Luis XIV en Francia, siendo la obra de Norbert Elias, La sociedad cortesana, el texto patrón al que han recurrido estudiosos e investigadores. Sin embargo, como digo, la Corte española tuvo una importancia primordial en los dos primeros siglos de la Edad Moderna, coincidiendo con la hegemonía de la Monarquía Hispánica en el Viejo y en el Nuevo Continente (Nota: Sirva como ejemplo de esta importancia la visita que el Príncipe de Gales, futuro Carlos I de Inglaterra, efectúa a la Corte de Madrid en 1623. Complacido y gustoso por su ceremonial y maneras, introdujo algunos de los elementos propios de la etiqueta española en la Corte de su país. Cfr. Elliott (1987:33-34)). A la Corte española pueden aplicársele las dimensiones básicas antes reseñadas, a las que habría que añadir sus dos rasgos distintivos más señalados. El primero tiene que ver con el acentuado carácter religioso que posee. El segundo, con el elevado nivel de distancia con la que se mantiene al rey libre de contactos con los integrantes de la Corte (Nota: Cfr. Brown y Elliott (1985:33-34) y Elliott (1987:10-11)).

En la Corte española, la religión es un elemento omnipresente, sobre todo en lo que toca al despliegue y manifestación pública de la fe católica por parte del rey. El grueso de sus apariciones públicas, muchas de ellas multitudinarias, se produce con motivo de actos religiosos. En estos actos, el rey demuestra ante todos su grado de devoción y piedad cristianas, acentúa su carácter pseudo-divino y agradece a Dios el que haga de la Monarquía Hispánica la más grande y poderosa del orbe. Un testigo da cuenta de una de estas apariciones en actos religiosos, en concreto de Felipe IV, resaltando su incondicional y devota adhesión al dogma católico:

"Cuantas veces hemos visto a Su Majestad en procesión solemne, a pie y con la cabeza desnuda bajo un sol ardiente, rodeado de una gran multitud de todos los órdenes y estados y moviéndose a través de una nube de polvo para acompañar durante largas distancias al Sagrado Sacramento. Hemos visto a Su Majestad con ropajes comunes ir a pie en Semana Santa a visitar iglesias por las calles cubiertas de barro y la lluvia arreciando desde los cielos y regresar empapado... Hemos visto a Su Majestad entrar en casa de un enfermo y no continuar su viaje hasta que el sacramento no hubiese retornado a su templo..." (Nota: Claudio Clemente, El machiavelismo degollado por la christiana sabiduría de España y de Austria, 1637; citado en Elliott (1987:11)).

Empero es la distancia de preservación del monarca el rasgo que con más claridad distingue a la Corte española de sus homólogas europeas. El monarca hispano es casi inaccesible y tal inaccesibilidad genera por extensión cierta sensación de invisibilidad: es harto complicado poder ver al rey, pero no sólo aquéllos que solicitan audiencias sino los también habituales integrantes de la Corte. Poder aproximarse físicamente al monarca supone atravesar en palacio una sucesión de salas en las que el acceso a cada una de éstas es progresivamente restringido (Nota: El propio Duque de Saint Simon (1675-1755), autor de las Memorias sobre el reinado de Luis XIV y autor prolijamente citado por Elias en su estudio sobre la sociedad cortesana, deja constancia de esta dificultad de acceso al monarca cuando visita la Corte en el Palacio del Alcázar de Madrid. Cfr. Elliott (1987:11)). Acceder a los apartamentos reales es prerrogativa del Nuncio de su Santidad, del Presidente del Consejo de Castilla, de cardenales, virreyes y algún que otro individuo afortunado por merecer tal consideración. Sin embargo, entrar en el dormitorio del rey está vetado de tal manera que en la Corte española jamás pudo asistirse -ni siquiera pensarse- a ese "espectáculo público" que era en Francia el lever del rey.

En la Corte francesa, el rey aún en la cama y mientras se acicala y viste va recibiendo en su propio dormitorio, a modo de audiencia, a personas de diferente condición y rango. Tanto de lo mismo sucedía con la reina (Elias, 1982, 113-118). Por el contrario, resulta impensable algo parecido en la Corte española en la que la atención directa al monarca la realizan los Grandes de Título, aquéllos que, entre otros privilegios, son llamados "primos del rey" y no tienen por qué descubrirse en presencia de éste (nota: El Mariscal Gramont (1604-1678) visitando la Corte de Felipe IV en 1659 da testimonio de esta atención directa proporcionada por los Grandes al rey: "[Refiriéndose a los Grandes] sirviendo al rey en la mesa, vistiendo y desvistiéndole, disfrutan durante su semana de servicio del privilegio de ver a su Majestad, privilegio del cual quedan todos los demás excluidos". Cfr. Elliott (1987:12)).

La etiqueta de la Corte española es de extrema rigidez y rigor y en la mayor parte de las ocasiones verdaderamente austera. En el caso de las cenas reales vuelven a conjugarse todas estas circunstancias: inaccesibilidad, invisibilidad, austeridad y rigurosidad. El monarca español -a diferencia del francés o el inglés- raramente cena en público o acompañado. Lo hace solo, con veinte sirvientes esperando en la sala para, con una cuidadosa puesta en escena y coordinación, quitar y poner platos. Si la cena tiene lugar con la reina, a ésta se le une el propio servicio de la soberana. En ambos casos, solo o acompañado, se cena en absoluto silencio (Elliot, 1987:12). En la Corte española los movimientos y quehaceres del rey están regulados de forma estricta y casi mecánica sin concesión alguna a la improvisación o sin permitir margen alguno a la improvisación (Nota: Existe una anécdota, supuestamente narrada por un visitante francés -Basompierre-, en la Corte de Madrid que pone de manifiesto el extraordinario rigor de la etiqueta española. Si bien no existen fuentes documentales que den prueba fehaciente de tales hechos, sí que resulta una anécdota posible o al menos verosímil. Esta anécdota se refiere a Felipe III (1598-1621, años de reinado; 1578-1621 años de nacimiento y muerte) y a una fatal fiebre que contrajo debido al calor que emanaba de un brasero colocado excesivamente cerca de él. El Duque de Alba, como asistente de cámara, no fue capaz de cambiarlo de lugar puesto que aquella orden debería ser dada -según la norma de la Corte- por el Sumiller de Corps -el Duque de Uceda- en aquel momento ausente de palacio. Cfr. Elliott (1987:13)). Como apunta irónicamente el Duque de Saint Simon (1675-1755), una persona provista de una almanaque y un reloj podía decir perfectamente desde París, a trescientas leguas de distancia, qué era lo que en ese preciso instante estaba haciendo el rey de España (Elliot, 1987:13). Quienes visitan la Corte madrileña consignan en sus anotaciones y diarios esa rigurosidad vigente en la etiqueta de la Corte española:

"Ningún príncipe vive como el Rey de España. Todos sus actos y quehaceres son siempre iguales, y se mueve con tal regularidad que, día tras día, sabe con exactitud qué va a hacer el resto de su vida. Podría decirse que existe alguna ley que le obliga a no faltar a aquello a lo que está acostumbrado. Así, las semanas, los meses, los años y las divisiones del día no traen consigo ningún cambio en este modo de vivir, y nunca se permite ver algo nuevo" (Nota: Antoine de Brunel en su visita a la Corte española en 1655. Citado en Elliott (1987:13)).

El cambio dinástico no trajo consigo la sustitución de la etiqueta borgoñona, característica de la Corte desde que la introdujera Carlos I en 1548, por otra que podríamos denominar "borbónica". Existieron, eso sí, modificaciones aunque éstas no pusieron en cuestión las bases de la etiqueta borgoñona. Hablo, pues, de modificaciones puntuales y superficiales (Nota: Señala Domínguez Ortiz: "Las modificaciones no tuvieron carácter estructural; la organización de servicios, ceremonial, el calendario... en todo esto la corte de los Borbones siguió siendo la misma que tras la introducción de la etiqueta borgoñona". Antonio Domínguez Ortiz, Carlos III y la España de la Ilustración, 1990; citado en Enciso Recio (2003: 5)). La llegada de los Borbones supuso no romper con la etiqueta de los Austrias. Si bien Felipe V a su llegada a Madrid en 1701 pudo haber pensado en su sustitución, finalmente, la pretensión de establecer un continuo entre la antigua y la nueva dinastía como gesto de normalidad y de mudanza no abrupta y conciliadora se impuso ante cualquier iniciativa de cambio (Gómez Centurión 2003: 277).

En términos generales no se detectan grandes novedades. La Corte borbónica continuará funcionando como sede del poder político y administrativo amén de constituir el centro generador y evaluador de los modelos de conducta y gestión de la emocionalidad. Globalmente, se siguió prefiriendo la austeridad y la sobriedad -de la que habían hecho gala los monarcas de la Casa de Austria- sin que ello supusiera una renuncia a la magnificencia y a la dignidad propias de la Corte (Gómez Centurión, 2003: 272-273). Ejemplo de esta magnificencia y dignidad reales y cortesanas son las entradas de los monarcas en Madrid al comienzo de su reinado. En este caso, me referiré a la de Fernando VI (1713-1759; reina desde 1746), similar a la de su hermano y sucesor Carlos III y a la de los monarcas de la Casa de Austria que le antecedieron (Ringrose, 1994: 132).

 

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