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Diplomacia. Agentes diplomáticos. Clasificación. Precedencias. II.

Nación. Sus derechos esenciales. Personalidad, propiedad, libertad, igualdad política. Nacionalidad. Objeto de la diplomacia. Definición. Sus relaciones con la historia, la Estadística, la Economía, el Derecho Público etc. etc. Su antigüedad. Modificaciones introducidas en las relaciones diplomáticas desde la paz de Westfalia...

Derecho Diplomático. Aplicaciones especiales a las Repúblicas Sud-Americanas
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Todo lo que encontramos en grande sobre el vasto escenario de los tiempos modernos, la historia nos lo presenta en pequeño durante los siglos que nos han precedido. La humanidad progresa; pero no varia.

El famoso principio del equilibrio, que tanta sangre ha hecho correr en Europa y que ha sido el objeto de tantas combinaciones, más o menos sutiles, de la diplomacia contemporánea, lo vemos, con no menos ardor debatido, en los florecientes tiempos de la Grecia entre dos importantes ciudades: Atenas y Esparta, disputándose cada una a su vez la preponderancia, o bien pretendiendo nivelarla, para mantener la independencia de los demás estados.

El sistema de la confederación, forma la base de la política de Roma republicana y, cuando el interés de su propia conservación no está directamente en juego, triunfa, no para conquistar, sino para anexar y, en el enemigo vencido, no busca otra cosa que un fiel aliado del pueblo romano.

Preciso es confesar, sin embargo, que el cultivo regular y sistemado de las relaciones exteriores de los pueblos, y la costumbre de las misiones permanentes no se introdujeron sino desde mediados del siglo XVII, época en que la paz de Westfalia (1648), abatiendo después de treinta años de lucha, la desmedida preponderancia de la casa de Austria, proclamó, con los fueros del libre culto, el principio del equilibrio en política, que los gobiernos y los pueblos, agobiados bajo el peso de tantos sacrificios, acogieron con igual entusiasmo.

Muy calumniada ha sido en todo tiempo la diplomacia, hasta tal extremo que, aun en el lenguaje trivial, ha solido decirse que era: el arte de disimular la verdad, o el de expresar el pensamiento de tal manera que se hiciese comprender exactamente lo contrario de lo que se pensaba. La opinión autorizada de un gran filósofo propendió no poco a ese inmerecido descrédito. "Tened, decía, la reputación de ser verídico, el hábito de la reserva, el talento de fingir y aun el de engañar (pues preciso es todo esto para lograr su objeto) y poseeréis en compendio la ciencia de la política (Bacon)".

Se ha hecho felizmente justicia en el día de esas equivocadas apreciaciones y se comprende de muy otro modo la verdadera misión del diplomático. La discreción y la circunspección deben ser por cierto sus más importantes dotes; pero estas cualidades no deben estar tampoco reñidas con la franqueza y con la veracidad. El mismo Maquiavelo, cuya opinión no es recusable en esta materia, al recomendar al diplomático en su memorable libro del "Príncipe", la necesidad de adquirir la reputación de hombre verídico, se apresura en decir que es también indispensable que esta reputación sea merecida.

No ha faltado, es verdad, hombres públicos que desconociendo el objeto de su misión, y desviándose de los senderos de la buena fe, han hecho de la disimulación y de la falsía unos poderosos instrumentos para el logro de sus fines políticos; pero el uso de esa clase de armas vedadas, siempre ha merecido la reprobación de los pueblos y el severo anatema de la historia. En diplomacia, lo mismo que en moral, no es el buen suceso el que justifica el empleo de los medios.

Otras cualidades son las que debe reunir el diplomático, otro estudio que el de la ciencia del engaño es el que debe merecer su preferente atención. Encargado de una misión delicada y esencialmente observadora, debe contraerse a examinar, con detenimiento y sin pasión, el carácter del jefe del Estado cerca del cual ha sido acreditado y el de los consejeros que más influyen en su política; debe esforzarse por apreciar con exactitud los recursos, las necesidades y las tradicionales tendencias del país en que se encuentra; las influencias que, en él, pueden ejercer las demás naciones, bajo la presión del odio, del afecto, del interés o de las conveniencias de actualidad. Debe explorar los secretos resortes de la política, interrogando los precedentes históricos de los pueblos. Debe estudiar a la vez las preocupaciones y las simpatías de las masas y prestar el oido a las apreciaciones de la prensa, que en los países verdaderamente libres y bien administrados, es casi siempre el fiel termómetro de las ideas. Debe, por fin, darse una exacta razón de la preponderancia ejercida en el centro social en medio del cual se halla colocado, por las diversas clases que le rodean: el pueblo, la aristocracia y el clero; los ricos y los pobres; el comercio, la industria y las artes.

Después de haber adquirido, a este respecto, nociones bien exactas, fácil le será prejuzgar las eventualidades del porvenir y dirigir la política de su gobierno, con oportunos y prudentes consejos, de tal manera que ponga en armonía sus exigencias, sus necesidades y sus intereses con los de la nación en la que desempeña su encargo oficial. Cuando no logre este importante objeto, fácil le será, a lo menos, desarmar a tiempo las ocultas tramas de la malevolencia, encubierta bajo el mentido ropaje de la cordialidad.

Ardua, por cierto, es la tarea; pero la gran ciencia de los jefes de Estados consiste en no confiarla sino a hombres que estén a suficiente altura para poderla llenar con probidad y con provecho.

 

Nota
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